A las cinco, cuando el negro firmamento comenzaba a clarear, decidieron darse una ducha, ambos a dos.
Luego se vistieron perezosamente.
El día se anunciaba tremendo. Los primeros resplandores ya venían envueltos en un calor tórrido. Ellery trató de ver el valle desde la ventana.
– Empeora -dijo fastidiado.
– ¿Qué es lo que empeora?
– El fuego.
El viejo polizonte dejó cuidadosamente su caja de rapé sobre la mesilla de noche y se acercó con parsimonia a la ventana. Las faldas de la montaña estaban surcadas por líneas grises irregulares que serpenteaban y se entrecruzaban a lo largo de millas y millas, humeantes, ascendiendo hacia el sol. Pero el humo ya no estaba solamente en la base: ya había avanzado silenciosamente, amenazador, monte arriba, tanto que les pareció estar a punto de llegar a lamer la cima. El valle estaba casi invisible ya. Todo flotaba como en una nube, la montaña, la casa, ellos mismos.
– Es como la isla en el cielo de Swift -murmuró Ellery-. ¿Mala pinta, eh?
– Bastante mala, hijo.
Bajaron a la planta inferior sin cruzar ni una palabra más.
La casa permanecía sumida en el silencio, y no había nadie a la vista. El rutilante frescor de los amaneceres montañosos trataba en vano de imponerse para refrescar sus húmedas mejillas al salir a la terraza para mirar al cielo, malhumorados. Llovían cenizas de todas las variedades y en abundancia y, aunque no podían ver nada interesante abajo pese a su privilegiado observatorio, los residuos del fuego que el viento hacía llegar hasta ellos en incesantes espirales ascendentes, resultaban más elocuentes que cualquier observación sobre los indudables y alarmantes progresos del incendio.
– ¿Qué demonios vamos a hacer? -se lamentó el inspector-. Esto se está poniendo verdaderamente serio, me da miedo hasta pensarlo. Estamos en un buen lío, El.
Ellery tenía la cara protegida por las manos.
– Habrá que admitir, de todas formas, que en las actuales circunstancias la muerte de un ser humano no adquiere proporciones cósmicas… ¿Qué ha sido eso?
Los dos se incorporaron atentos, el oído alerta. De algún lado, por la zona este de la casa, llegaban series de sonidos metálicos, apagados, como sordos.
– Creí que nadie podía… -el viejo cesó en sus gruñidos-. Vamos.
Bajaron corriendo las escaleras y cruzaron a toda prisa el camino de grava hacia donde sonaban los ruidos. Al dar vuelta al ala izquierda de la casa, se pararon en seco. El camino se dividía en dos, uno de los ramales iba hacia una construcción baja de madera, hacia el garaje. Las dos amplias puertas estaban abiertas de par en par, y de allí salía el ruido. El inspector se adelantó y atisbo precavidamente el oscuro interior. Hizo señas a Ellery, que se reunió con él, caminando de puntillas junto a los arbustos que bordeaban el camino.
Dentro había cuatro coches bien alineados. Uno era el aerodinámico Duesenberg de los Queen. El segundo, un magnífico automóvil de largo morro negro, sin duda perteneciente al doctor Xavier. El tercero, un potente deportivo de línea europea, que debía pertenecer a la señora Carreau. Y el cuarto, el escacharrado Buick del gordo Smith, de Nueva York.
El ruido sordo salía de detrás del Buick, y el causante del ruido estaba oculto por el coche.
Se colocaron entre el Buick y el deportivo, y se abalanzaron sobre la figura encorvada de un hombre que golpeaba con una hacha oxidada el depósito de gasolina del coche de Smith. El metal ya había cedido por varios puntos, y el oloroso líquido fluía sobre el piso de cemento.
El hombre lanzó un grito asustado, alzó el hacha y le atacó. Los Queen necesitaron varios minutos de dura lucha para sujetarlo.
Era el viejo Bones, con el aspecto arisco de siempre.
– ¿Qué diantre está haciendo aquí, está loco? -bramó el inspector.
Los huesudos hombros se alzaron y la voz sonó desafiante:
– ¡Haciendo desaparecer su gasolina!
– Eso ya lo vemos, idiota -replicó el inspector-. Pero ¿para qué?
Bones volvió a encogerse de hombros.
– ¿Y por qué demonios no la sacó con una goma en vez de destrozar la chapa y romper el depósito?
– Así no podrá volver a llenarlo.
– ¡Es usted un nihilista! -dijo con tristeza Ellery-. ¿No se da cuenta de que podría usar alguno de los otros?
– Iba a inutilizarlos también.
Se miraron.
– Que me ahorquen si lo entiendo -dijo el inspector tras un momento de estupefacción-. Y estoy seguro de que lo haría.
– Pero es completamente estúpido -protestó Ellery-. Si no puede escaparse de aquí, Bones. ¿Cómo iba a salir?
Bones se encogió de hombros una vez más.
– Así puede estar seguro.
– ¿Y por qué tiene tanto interés en impedir la huida del señor Smith?
– No me gusta nada esa cara de foca que tiene -replicó el viejo criado.
– Pues ¡menuda razón! -gritó Ellery-. Escuche, amigo mío, como vuelva a verle haciendo el ganso con los coches le… le… ¡le aniquilaré!
Bones se sacudió el polvo, hizo un gesto desdeñoso y salió a toda prisa del garaje.
El inspector hizo un gesto de impotencia con las manos y salió detrás, dejando a Ellery pensativo, mirando la gasolina mojar la punta de sus zapatos.
– Si hay que freírse aquí -gruñó el inspector después del desayuno-, más valdrá que nos friamos haciendo algún trabajo útil. Ven conmigo.
– ¿Trabajo? -repitió Ellery sin entender. Iba ya por el sexto cigarrillo de la mañana, ocioso. Y llevaba más de una hora malhumorado.
– Lo que oyes.
Salieron de la sala de juego en que estaban todos congregados, apáticamente, alrededor del soplo caliente de un ventilador eléctrico, y el inspector se dirigió directamente al estudio del doctor Xavier. Abrió la puerta con la llave maestra de su llavero. El cuarto estaba exactamente igual a como lo habían dejado en su última estancia en él.
Ellery cerró la puerta y quedó apoyado en ella.
– ¿Y ahora?
– Quiero echar un vistazo a sus papeles -murmuró-. Los dos. Nunca se sabe.
– Ajá -Ellery alzó los hombros y se dirigió a una de las ventanas.
El inspector recorrió el estudio con la rutina fácil de la experiencia de toda una vida. El buró, la mesa de escribir, las estanterías. Exploró papel por papel, notas, memorándums, cartas, anotaciones médicas… lo esperable. Ellery se contentó con mirar al exterior, los árboles agitados en medio del enorme calor. La habitación era un verdadero horno, y sudaban los dos a chorros.
– Nada -anunció tristemente el viejo-. Nada más que un montón de basura inútil. Nada más.
– ¿Basura? Algo más habrá, y, al menos, algo es algo. Los desperdicios son algo que me interesa una barbaridad -Ellery se acercó a la mesa, cuyo último cajón estaba siendo revisado por su padre.
– Un buen montón de desperdicios -gruñó el inspector.
El cajón estaba lleno de objetos diversos e inútiles: papel de cartas, sobres, tarjetas, un bisturí roto y oxidado, una caja de ajedrez y un montón de lápices usados, en su mayoría sin punta; un gemelo sin pareja con una perlita en el centro, más de una docena de clips y pinzas de papel, ferruginosos y mohosos, ballenas de camisa raras, una insignia universitaria, dos correas de reloj, una barroca llave de plata, un diente de marfil amarillento por su vejez, un mondadientes de plata… El cajón era el cementerio de los objetos inútiles de una vida.
– Alegre tipo, ¿eh? -murmuró Ellery-. Hay que ver la cantidad de porquerías que acaba guardando una persona. Vámonos, padre, estamos perdiendo el tiempo.
– Me temo que sí -gruñó el inspector. Cerró el cajón de golpe y se quedó sentado un momento, mesándose los bigotes con expresión de fastidio. Se levantó lanzando un suspiro.