– Todos somos buenos soldados -dije alegremente la señorita Forrest.
La señora Xavier suspiró. No podía mirar directamente a la otra mujer, al fondo del salón.
– Quizá debiéramos de organizar un racionamiento -empezó el doctor Holmes.
– ¡Tendríamos que hacerlo! -gritó la señorita Forrest aporreando el piano. Se ruborizó y quedó en silencio.
Nadie dijo una palabra durante largo rato.
Por fin el inspector dijo suavemente:
– Escuchen, señores. Será mejor afrontar los hechos. Estamos en un buen aprieto. Confiaba en que la gente de allí abajo pudiera controlar el fuego -le miraron furtivamente, tratando de ocultar su alarma Añadió a toda prisa-: ¡Oh! Probablemente acaben por…
– ¿Vio usted el humo esta mañana? -dijo al instante la señora Carreau-. Yo sí lo vi desde mi balcón.
Hubo otro silencio.
– No debemos rendirnos a ningún precio -dijo el inspector a toda prisa-. Como dijo el doctor Holmes, tendremos que ponernos a régimen -hizo un guiño-. Eso les vendrá bien a las señoras, ¿eh? -sonrieron débilmente-. Es lo más razonable. Se trata de aguantar todo lo que se pueda… bien, hasta que nos lleguen los auxilios. Es únicamente cuestión de tiempo.
Ellery, sumergido en las profundidades de un gran sillón, suspiró ruidosamente. Se sentía muy deprimido. Esa lenta espera, tan lenta… Y sin embargo, su cerebro no le dejaba descansar. Había un problema que resolver, y su espectro no dejaba de acosarle. Había algo que…
– La cosa es bastante seria, ¿no es cierto, inspector? -dijo la señora Carreau suavemente. Sus ojos acariciaban a los gemelos, tranquilamente sentados frente a ella, con una rara expresión de dolor.
El inspector hizo un gesto de impotencia.
– Sí… creo que bastante seria.
La cara de Ann Forrest estaba tan blanca como su traje de tenis. Se quedó mirando para él y luego bajó los ojos y apretó las manos para ocultar su temblor.
– ¡Diablos! -explotó Mark Xavier saltando de la silla-. No estoy dispuesto a quedarme aquí sentado y ahumarme como una rata en una cueva. ¡Hagamos algo!
– Tranquilo, Xavier -dijo el viejo con dulzura-. No se ponga nervioso. Precisamente iba a sugerir… acción. Ahora que todos somos conscientes de la situación no hay razones para estarse quietos sin hacer nada, como dice usted. Estudiemos el caso y miremos.
– ¿Mirar? -la señora Xavier se había sobresaltado.
– Quiero decir estudiar el terreno, verlo bien. Por ejemplo, ¿hay alguna posibilidad de descender por el precipicio de la parte de detrás de la casa? Sólo -añadió rápidamente- para el caso de que sea necesario como salida de emergencia, je, je.
Nadie acompañó su intento de reír. Mark Xavier dijo compungido:
– Ni una cabra montesa es capaz de bajar por ahí. Quítese eso de la cabeza, inspector.
– Hummm. Bueno, era sólo una idea -dijo el viejo disgustado-. ¡Muy bien! Entonces sólo nos queda por hacer una cosa -dijo frotándose las manos con falsa vivacidad-. En cuanto nos tomemos un bocadillo, saldremos a explorar un poco el terreno.
Le miraron con esperanzas renovadas, y Ellery, en su silla, sintió una fuerte punzada en el estómago. Los ojos de Ann Forrest centellearon.
– ¿Por el bosque? -preguntó con vigor.
– ¡Lista chica! Eso es, exactamente, señorita. Mujeres y todo. Pónganse todos la ropa más resistente que tengan, bombachos, botas de montar, lo que sea, iremos a visitar ese bosque mata por mata.
– ¡Estupendo! Eso va a ser divertido -gritó Francis-. ¡Vámonos, Jul!
– No, Francis -dijo la madre-. Vosotros no debíais…
– ¿Y por qué no, señora Carreau? -dijo cordialmente el inspector-. No existe el menor peligro y los chicos se lo pasarán bien. ¡Nos divertiremos todos! Hay que quitarse la tristeza de encima, ¡qué caramba!… ¡Ah!, señora Wheary, qué bueno. ¡Venga! ¡Todo el mundo a comer! ¿Un bocadillo, El?
– Desde luego que sí.
El inspector se quedó mirándole, luego se encogió de hombros y comenzó a masticar. Al poco tiempo estaban todos charlando animadamente, incluso animadamente entre ellos. Comían con calma, despacio, con cuidado de saborear cada bocado de los secos sándwiches de pescado sin mantequilla siquiera. Ellery los miraba sintiendo crecer el malestar en su estómago. Todos parecían haberse olvidado del cadáver ya frío del pobre doctor Xavier.
El inspector comandaba sus fuerzas como un Napoleón tardío, convirtiendo en un divertido juego la exploración, planificando los movimientos de manera que no quedara ni un palmo de terreno sin revisar. Hasta Bones y la señora Wheary habían sido incorporados a filas. El se colocó en uno de los extremos del semicírculo organizado, y Ellery en el otro, con los demás espaciados entre ellos. Mark Xavier iba en el centro y entre él y el inspector iban la señorita Forrest, el doctor Holmes, la señora Xavier y los gemelos. Entre Xavier y Ellery, la señora Carreau, Bones, Smith y la señora Wheary.
– Y recuerden -gritó el inspector una vez que todos estuvieron en sus puestos, excepto Ellery y él mismo- que hay que seguir todo derecho, lo más derecho que puedan. Como comprenderán van a ir alejándose unos de otros poco a poco, al ir ensanchándose la montaña. Pero lleven los ojos bien abiertos. Cuando estén cerca del fuego, sin acercarse demasiado, ¿eh?, miren cuidadosamente a ver si hay algún claro apreciable. Si ven algo que parezca prometedor, griten todo lo que puedan y vuelvan corriendo, ¿vale?
– ¡Vale! -chilló Ann Forrest, guapísima con sus bombachos, prestados por el doctor Holmes. Tenía las mejillas rojas y estaba efervescente, como los Queen no la habían visto nunca.
– Pues ¡adelante! -y el inspector, sotto voce, añadió para sí-: Y que Dios reparta suerte.
Se sumergieron en la espesura. Los Queen oían a los gemelos aullando como indios en pie de guerra, felices, avanzando por el bosque.
El padre y el hijo se miraron en silencio un buen rato.
– ¿Y ahora qué, romano? -dijo Ellery-. ¿Satisfecho?
– Bueno, algo había que hacer ¿no? Y además -añadió el inspector a la defensiva-, ¿cómo sabes que no vamos a encontrar una salida? ¡No es imposible!
– Es perfectamente imposible.
– Bueno, no vamos a ponernos a discutir -soltó el viejo-. Si te he puesto a ti en un extremo y a mí en el otro es porque son los dos sitios en que hay alguna posibilidad, digas lo que digas. Mantente lo más cerca del borde del precipicio que puedas, que es donde los árboles son un poco menos espesos. Si hay un sitio, estará por ahí -se quedó callado, encogiéndose de hombros-. Bueno, venga andando. Buena suerte.
– Buena suerte -dije Ellery sobriamente, dando la vuelta hacia la parte de atrás del garaje. Volvió la vista antes de doblar la esquina de la casa, y vio a su padre alejarse.
Ellery se desabrochó el cuello, se secó el sudor con su pañuelo ya mojado y echó a andar.
Llegó al borde del precipicio, cerca de la casa, detrás del garaje, y penetró en el bosque tan cerca del borde como era posible. El follaje se cerraba sobre su cabeza y sintió el calor inmediatamente, abriéndole los poros de todo el cuerpo. El aire era asfixiante, irrespirable. Lleno de un humo impalpable, invisible, pero real. Pronto empezaron a llorarle los ojos. Agachó la cabeza y avanzó decidido.
Era duro. Pese a su ropa resistente, las botas de montar y todo, la maleza era muy espesa y traidora, cediendo bajo los pies, y el cuero estuvo pronto cubierto de arañazos, la tela de gotas. Los arbustos cortaban como alfileres. Apretó los dientes y trató de ignorar los pinchazos y cortes que sentía en los muslos. Empezó a toser.
Le parecía que había estado por allí tropezando, resbalando, cayéndose, toda la eternidad. Cada paso hacia abajo le metía más dentro del calor y el infierno. Se repetía constantemente que había que tener cuidado, no fuera que las ramas y hojas ocultaran una quiebra que le llevara al fondo del precipicio. Una vez se paró y se apoyó contra un árbol para recuperar el aliento. A través de un claro pudo ver el valle, remoto y atractivo como un sueño. Pero sólo muy de vez en vez podía verlo, porque el humo era más y más espeso, y el valle estaba como lleno de algodón o lana. El viento caliente revolvía el humo, pero no era capaz de alejarlo.