Выбрать главу

De repente notó como un leve temblor de tierra y un trueno.

Era difícil determinar de qué se trataba, su dirección y la distancia. ¡Otra vez! Y en diferente sitio… Se secó el sudor, tratando de averiguar de qué fenómeno se trataba. Por fin se dio cuenta. ¡Explosiones! Estaban dinamitando zonas de bosque en un esfuerzo desesperado de cortar el incendio.

Continuó.

Bajaba y bajaba, le parecía, sin llegar nunca al final. Un personaje vagabundo, maldito por algún dios, como un Ahasvero metido en su infierno particular de humo, calor y cenizas. El calor era duro, insoportable. Tragó saliva y siguió. ¿Cuánto tiempo, Señor?, pensó con una sonrisa atormentada. Y siguió.

Y por fin lo vio.

Al principio creyó que era una ilusión óptica y que sus ojos llorosos atravesaban una cuarta dimensión, entrando en un grotesco pozo, en algún plano etéreo. Pero luego supo que había llegado hasta el fuego.

Brillaba, crepitaba y saltaba ante sus ojos, naranja, monstruoso, cambiante, proteico, una criatura monstruosa, el sueño de un loco. Avanzaba despacio, consumiendo las maderas secas, enviando avanzadillas que lamían lentamente el terreno hacia delante, las matas, y luego se elevaban y crecían y se apoderaban de un árbol entero, avanzando las líneas, tubos de neón rojos, seguida después por la gran columna del gran fuego en sí, el grueso del ejército, consumiendo con indescriptible ferocidad lo que le habían dejado preparado.

Se echó atrás cubriéndose la cara. Veía por primera vez el verdadero horror en sí mismo. El avance implacable de las llamas… La naturaleza rapaz, indetenible, desencadenadas sus más poderosas fuerzas de destrucción. Quiso correr hacia atrás, huir de la conflagración, y tuvo que clavarse las uñas en las palmas de las manos para resistir. Hasta que el calor volvió a atacar su rostro y retrocedió, bosque arriba.

Se dirigió hacia el sur, siguiendo la línea de fuego lateralmente, hacia el punto en que debía encontrarse el borde del abismo. Sentía una rara desesperación, fría, que le empezaba a superar el sentimiento de miedo. Tenía que haber una salida… Se detuvo, sujetándose de una rama para no caerse. Había llegado al corte.

Se quedó allí largo rato, parpadeando, mirando el valle lleno de humo. Parecía que estaba en el cráter de un volcán.

Los árboles llegaban hasta el nivel mismo de la quiebra Un poco más abajo el precipicio se suavizaba un poco, formando una especie de barriga cubierta también de árboles ardiendo con la misma intensidad que los otros.

Por ese lado no había ninguna posibilidad de escapar. Nunca supo cuánto tiempo había tardado en volver a subir hasta la cumbre del Flecha. La ascensión era mucho más penosa que el descenso, empinada, sofocante, durísima. Las piernas parecían petrificadas dentro de su protección, y las manos eran ya carne viva. Trepó sin pensar en nada, respirando pesadamente, con los ojos semicerrados, intentando olvidar el horror de más abajo. Tardó horas.

Por fin pudo respirar un poco más libremente y ver el espeso grupo de árboles de la cima. Continuó su lucha contra el monte y, agotado, se dejó caer contra una piedra más fresca, agradecido. Los ojos irritados, mirando al cielo. El sol bajaba ya y hacía mucho menos calor que antes. Agua, un baño, yodo para las heridas. Cerró los ojos y se concentró buscando reunir fuerzas suficientes para cubrir los últimos metros hasta la casa.

Los volvió a abrir con desconfianza. Había alguien cerca, a la derecha. Algún otro del grupo, que volvería también… Se incorporó, en cuclillas, y se deslizó sigilosamente hasta ocultarse tras unos arbustos, sintiendo la fatiga desaparecer por encanto, alerta todos los sentidos.

La gruesa cabeza del gordo Smith surgía entre los árboles, un poco hacia el oeste, vigilando la cima con precaución. Estaba desarreglado, gris y, desde lejos, parecía tan maltratado como el propio Ellery. Pero no era eso, aunque el viejo gorila regresara arañado y herido, lo que impulsó a Ellery a ocultarse.

Era más bien el hecho de que a su lado se veía el rostro, tan lastimado y cansado como el de su compañero, de la delicada señora Carreau.

La extraña pareja buscó un sitio despejado, observando la casa, al fondo, con gran interés. Luego, aparentemente convencidos de que nadie les descubriría por ser los primeros en volver, salieron del escondrijo y se dirigieren descaradamente hacia una roca plana, en la que la señora Carreau se sentó con un sonoro suspiro de alivio. Se puso una mano sobre la cara, mirando a su colosal compañero, apoyado contra el árbol más cercano, con los ojos idos.

La mujer empezó a hablar. Ellery se incorporó y pudo ver sus labios moverse. Pero estaba demasiado lejos para oír lo que decía y maldijo el destino que le vetaba la posibilidad de escuchar la conversación. El hombre descansaba, alternando el peso de uno a otro pie, apoyado en el árbol y temeroso de la mujer.

Hablaba rápidamente, y el otro no abrió la boca en todo el rato. Luego, de repente, la mujer se puso en pie, con dignidad, y alargó la mano derecha.

Ellery pensó durante un momento que Smith quería pegarle. Se separó del árbol, retorciendo su maciza espalda, gruñendo algo, con el puño medio en alto. La mujer no se inmutó ni dejó caer la mano extendida durante todo el tiempo en que él habló sin moverse.

Finalmente él pareció calmarse, desinflándose como un globo, y metió la mano en el bolsillo interior de la americana. Sacó una billetera con sus dedos temblones y de ella extrajo algo que Ellery no pudo identificar, poniéndolo rudamente sobre la palma extendida de ella. Y sin dirigirle ni una sola mirada, se fue hacia la casa.

La señora Carreau quedó allí de pie un buen rato sin mirar su mano, rígida y blanca como una estatua. Luego llevó la mano izquierda junto a la derecha y con sumo cuidado empezó a romper en trozos lo que Smith había depositado en ella de tan mala gana. Lo rompió en trozos pequeños y luego, rabiosamente, lo hizo una bola y lo arrojó lejos, hacia el bosque. Finalmente se dio la vuelta y salió detrás de Smith, a ciegas, con la cara entre las manos. Ellery vio cómo se agitaban sus hombros.

Ellery esperó un momento, suspiró, se encogió de hombros y fue hacia el lugar que acababan de abandonar los dos personajes. Echó un vistazo alrededor, veloz. Habían desaparecido ya dentro de la casa, y el claro estaba sin nadie. Se agachó y empezó a recoger los trozos, todos los posibles. Como había sospechado, eran trozos de papel, y una simple mirada le descubrió ya mucho de lo que quería saber. Pasó más de diez minutos arrastrándose, y en cuanto hubo terminado se dirigió de nuevo al bosque, se sentó en el suelo, tomó una vieja carta de su bolsillo y la utilizó de mesa para ir tratando de recomponer los fragmentos.

Largo rato se quedó admirando el resultado de su labor. Era un cheque de un banco de Washington, con fecha del día en que los Queen se habían encontrado con el gordo en la carretera que subía al Flecha. Estaba extendido al portador, y llevaba una firma femenina: Marie Carreau.

El cheque importaba la cantidad de diez mil dólares.

El test

Ellery, tumbado, desnudo sobre la cama de refrescantes sábanas, con un cigarrillo en la mano, miraba el techo blanco al lento oscurecer de la tarde. Se había dado un baño y curado los numerosos rasguños y heridas con tintura de yodo que había en el botiquín del cuarto de baño, y se sentía físicamente nuevo. Pero su cerebro seguía incomodado por ideas poco claras, imágenes recurrentes. Una de ellas era un mazo de barajas; otra, un dedo tiznado; y por encima de todo, pese a sus esfuerzos por aclararla, una visión confusa del fuego.