Mientras descansaba allí, pensando y fumando, oía los pasos de los miembros de la expedición que iban regresando a la casa. El sonido y el ritmo de los pasos le contaba, lacónicamente, la historia de la incursión de cada uno. No se oía voz alguna. Los pasos eran pesados, lentos, desesperanzados. Las puertas se abrían y cerraban laboriosamente. Al fondo del pasillo… ésa debía ser Ann Forrest, ya no más aquella bulliciosa criatura de unas horas antes, disponiéndose a correr una aventura. Poco después unos pasos denotaron la presencia de Mark Xavier. Luego, el lento deslizarse de cuatro pies ritmados. Luego la señora Xavier, el doctor Holmes y, tras de ellos, dos pares de pies pesados y viejos: la señora Wheary y Bones, cruzaron hacia sus habitaciones.
Un largo intervalo de completo silencio. Ellery se preguntaba dónde estaría su padre. Tal vez esperanzado aún contra toda esperanza. Sin duda Buscando aún una ruta donde no había ninguna. Le asaltó un nuevo pensamiento que le hizo olvidar el resto, concentrándose intensamente sobre él.
Le sobresaltó un paso lento, casi arrastrado al otro lado de la puerta. Se cubrió con las sábanas a toda prisa. La puerta se abrió y apareció el inspector en el umbral, como un fantasma de ojos muertos.
El viejo no abrió la boca. Entró en el lavabo, y Ellery pude oírle lavándose la cara y las manos. Luego salió y se sentó en el sillón, mirando hacia la pared, con mirada perdida y ausente. Tenía una larga y fea cortadura a lo largo de la mejilla izquierda, y las manos arrugadas cubiertas de heridas.
– ¿Nada, padre?
– Nada.
Ellery apenas pudo oír su voz. Estaba aplastada por el cansancio.
Después de una pausa el viejo murmuró:
– ¿Y tú?
– Dios, nada de nada… ¿Horrible todo, verdad?
– Era… eso mismo.
– ¿Oíste las explosiones por tu lado?
– Sí. Dinamita. ¡Menudos mierdas!
– Calma, padre, por Dios -dijo amablemente Ellery-. Lo hacen lo mejor que pueden.
– ¿Y los demás?
– Les he oído volver a todos.
– ¿Nadie dijo nada?
– Su forma de andar hablaba por ellos… Padre…
El inspector levantó la cabeza una pizca.
– ¿Sí? -musitó sin vida.
– He visto algo muy significativo.
La esperanza brilló en los ojos del viejo. Se dio vuelta sobre sí mismo.
– ¿El fuego…? -gritó.
– No -dijo Ellery calmosamente. La gris cabeza volvió a hundirse-. Me parece que en esa cuestión tendremos que confiar en las manos ajenas. Si tenemos suerte… -se alzó de hombros-. Uno se resigna a lo inevitable que se ve venir de antemano. Pero cuando lo inevitable es el final de todo… Supongo que te darás cuenta de las probabilidades que tenemos…
– Remotas.
– Sí. Pero conservemos la calma. No podemos hacer nada de nada. Lo otro…
– ¿El asesinato de Xavier? ¡Buah!
– ¿Y por qué no? -Ellery se sentó abrazándose las rodillas-. Es lo único decente…, bueno, lo único sano que podemos hacer aquí. El trabajo aparta al hombre (y a las mujeres, claro) de los manicomios -el inspector gruñó débilmente-. Sí, padre. No dejes que te pueda la cosa. El fuego nos está debilitando, quitándonos algo, pero también nos da algo. Nunca creí en eso que se ha llamado…, en ese ¡adelante! o aguantar, bueno, ese espíritu emprendedor del romántico inglés. Pero hay algo que… Tengo que decirte dos cosas. La primera, lo que vi cuando venía hacia la casa.
Una chispa de interés saltó en los ojos del viejo.
– ¿Qué viste?
– La señora Carreau y Smith.
– ¡Qué pareja! -el inspector se levantó de su sillón con los ojos ardiendo.
– Así está mejor -rió Ellery-. Ya eres tú otra vez. Estaban en conciliábulo secreto creyendo que no les veía nadie. La Carreau le pidió algo al gordo Smith. Smith estaba flamenco, como un orangután macho, pero ella dijo algo de pronto que le quitó todos los arrestos de golpe. Le dio lo que le pedía como un corderito. Ella lo tomó, y lo rompió en trocitos y los tiró al aire. Era un cheque de diez mil «pavos» al portador y firmado Marie Carreau. Tengo los trozos en el bolsillo.
– ¡Dios! -el inspector dio un salto y comenzó a dar vueltas al cuarto.
– Creo que está muy claro -apuntó Ellery-. Y explica muchas cosas. Por qué Smith estaba tan ansioso por irse del monte la otra noche, por qué trataba de no encontrarse de cara con la señora Carreau cuando volvió, por qué hablaban esta tarde. Imagino que estarás de acuerdo: chantaje.
– Seguro, seguro.
– Smith subió hasta la casa siguiendo a la Carreau, y se las arregló para verse con ella a solas, e quizá con la chica, Forrest, también. Le sacó los diez mil dólares. ¡No me extraña que estuviera tan impaciente por largarse! Pero se produjo el crimen, entramos nosotros en escena y nadie puede escapar de aquí. Las cosas cambian bastante, ¿no te parece?
– Chantaje -murmuró el inspector-. Deben ser los chicos…
– ¿Qué otra cosa podría ser? Mientras el hecho de ser la madre de unos hermanos siameses fuera un secreto estaba dispuesta a pagar cualquier cantidad de dinero para cerrar la boca de Smith. Pero un asesinato, la investigación, la certeza de que en cuanto la carretera se abra se va a saber todo, hacía que ya no hubiera demasiadas razones para pagar el silencio de Frank J. Smith y otras hierbas. De modo que reunió el valor suficiente para exigir la devolución del cheque. Smith ve el asunto y lo devuelve y en eso estamos.
– Me pregunto… -comenzó a decir el inspector.
– ¡Oh! Hay toda clase de posibilidades -exclamó Ellery-. Pero eso no es lo importante. Hay algo más. He estado pensando…
El inspector gruñó.
– Sí, he estado pensando, y después de rebuscar exhaustivamente en mi memoria he llegado a cierta conclusión. Te lo explicaré…
– ¿Es sobre el asesinato?
Ellery alargó la mano para tomar la ropa limpia que tenía sobre la cama, a sus pies.
– Sí -respondió-. Sobre el asesinato.
Todos aparecían marcados por el fuego y decepcionados cuando se reunieron en la sala de juego tras el aviso de la señora Wheary de que la cena estaba lista, una cena compuesta de bonito en lata, ciruelas en conserva y tomates secos. Todos mostraban los rastros del aterrorizador espectáculo de los bosques incendiados, y de las ramas y espinas, salpicadas las caras y manos de tintura de yodo. Pero lo que les deprimía eran las heridas interiores, no ésas, y ponían una mueca triste en sus labios y un reflejo de desesperación en sus ojos. Hasta los gemelos se habían rendido.
El inspector comenzó a hablar inesperada y bruscamente.
– Les he llamado por dos razones. La primera para aprovisionarnos de fuerzas. Y la segunda se la diré dentro de un poco. Lo primero de todo, ¿alguien encontró algo por ahí abajo?
La expresión miserable de sus caras era una respuesta suficientemente elocuente.
– Bien, pues entonces no nos queda otra cosa que hacer que sentarnos a esperar. Y mientras -continuó el inspector, ahora con tono cortante- quiero recordarles que la situación es idéntica a la de antes. En esta casa sigue habiendo un cadáver. Y un asesino.
Ellery notó que la mayor parte, si no todos los presentes, lo había olvidado completamente. La fuerza de su propio peligro lo había borrado de sus mentes. Y ahora resurgían los recuerdos, manifestándose en un cambio de expresión instantáneo en las caras. Ann Forrest lanzó una mirada de aviso a la señora Carreau. Smith se sentó más estirado. Mark Xavier partió nerviosamente un cigarrillo en dos. Los negros ojos de la señora Xavier parpadearon. Los gemelos respiraron más rápido. El doctor Holmes palideció y la señora Carreau retorció su pañuelo haciendo una bola.
– Hemos de asumir -dijo el inspector sin pausas- que lo mejor nos sirve, no lo peor. Con eso quiero decir que estoy seguro de que lograremos escapar de esta situación de algún modo, y que, por lo tanto, vamos a proceder exactamente igual que si no hubiera incendio alguno, sino simplemente un retraso en la llegada de las autoridades judiciales locales que han de ocuparse del caso. ¿Me comprenden?