Выбрать главу

– Lo de siempre -comentó Mark Xavier desdeñoso-. El gato de nueve colas, etcétera. ¿Por qué no confiesan que están desconcertados y que tratan de sorprender a alguno de nosotros, al que sea, para que se delate?

– ¡Ajá! -exclamó Ellery-. Lo malo es que no se trata de seguir dando palos de ciego, amigo. Ni remotamente. Lo sabemos.

La clara piel del hombre se puso gris. «Lo… ¿lo saben?»

– Ya no está usted tan seguro de sí, ¿eh? -atacó Ellery-. Padre, creo que estamos de acuerdo… Ah, señora Wheary, ¿qué tal? Pase usted. Y usted también, Bones. No debemos olvidarnos de ustedes dos.

Todos se volvieron maquinalmente hacia la puerta del vestíbulo. El ama de llaves y el criado titubeaban en el umbral.

– Pasen, pasen, por favor -dijo con viveza Ellery-. Necesitamos a toda la compañía Siéntense. Así está mejor.

El inspector estaba apoyado en una de las mesas de bridge, mirando las caras de todos los presentes.

– Recordarán ustedes que el señor Queen, aquí presente, descubrió el habilidoso plan utilizado para inculpar a la señora Xavier de la muerte de su marido. Alguien la acusaba por ese medio, y ese alguien ha de ser sin duda el verdadero asesino… ¿lo recuerdan?

No había duda de que lo recordaban. La señora Xavier bajó la mirada, palideciendo, y los demás miraron a otra parte tras lanzarle una ojeada. Los ojos de Mark Xavier estaban casi cerrados por la intensidad con la que miraba el inspector.

– Pues ¡ahora vamos a realizar un test con ustedes, señores!

– ¿Un test? -dijo lentamente el doctor Holmes-. ¿No es un poco…?

– Tranquilo, jefe. He dicho un test y lo sigo diciendo. Una prueba. En cuanto todo haya pasado y se haya disipado el humo -hizo una pausa seria- tendremos a nuestro hombre. O -añadió tras otra pausa- nuestra mujer. No tenemos prejuicios a la hora de localizar culpables.

Nadie contestó. Todos los ojos estaban fijos en sus labios. Entonces Ellery dio un paso adelante y todas las miradas se posaron en él. El inspector se retiró y se colocó junto a los balcones. Estaban abiertos para dejar pasar el poco aire fresco que había. Su silueta pequeña y tiesa se recortaba contra la oscuridad de la noche.

– El revólver -dijo Ellery, cortante, extendiendo la mano en dirección a su padre.

El inspector presentó el revólver largo que habían encontrado en el suelo del estudio del doctor Xavier. Lo abrió, inspeccionó el tambor vacío, lo cerró y lo colocó sobre la mano de Ellery sin el menor comentario.

Le miraron realizar la silenciosa operación con el aliento en vilo.

Ellery levantó el arma con una sonrisa enigmática, acercó la mesa de bridge y una silla que colocó detrás de la mesa de manera que quienquiera que se sentara en ella quedase mirando a los presentes.

– Ahora quiero que todos ustedes vayan pasando y haciendo lo que les diga. Vamos a suponer que esto es el estudio del doctor Xavier, ésta su mesa de escritorio, y la silla su silla ¿Está claro? Muy bien -se detuvo-. ¡Señorita Forrest!

Al oír su nombre pronunciado como un latigazo seco, la joven dio un salto sobre su asiento, con los ojos asustados. El doctor Holmes se medio incorporó para protestar, pero se sentó de nuevo, mirando con los ojos entrecerrados.

– ¿Yo?

– Exactamente. Póngase de pie, por favor.

Obedeció, aferrándose al respaldo de su silla. Ellery cruzó la habitación, yendo hacia el extremo opuesto, colocó el revólver sobre el piano y volvió a su puesto al lado de la mesa.

– P-p-pero ¿qué…? -susurró la joven, con un gemido.

Ellery se sentó.

– Quiero que reproduzca usted el crimen, señorita -dijo con normalidad absoluta en su tono.

– ¡Reproducir el crimen!

– Eso es. Por favor. Debe usted tener en cuenta que yo soy el doctor Xavier, lo que ojalá fuera verdad, pero en fin… Salga usted al pasillo por esa puerta que está detrás de usted y, cuando yo le dé la señal, entre. Quedará usted un poco a mi derecha, mirándome. Yo soy Xavier, y estaré haciendo un solitario en mi mesa. Al entrar usted debe ir hacia el piano y tomar el revólver, mirarme de frente y apretar el gatillo. No está cargado, por supuesto. Procure, por favor que… euh, que siga así. ¿Está claro?

La chica estaba pálida como una muerta. Intentó decir algo, temblándole los labios, pero desistió; asintió con la cabeza brevemente y salió de la habitación por la puerta que le había indicado Ellery. La cerró tras ella, dejando a todos con ojos expectantes y en un gran silencio.

El inspector, de pie junto a los balcones, miraba ceñudo.

Ellery dobló los brazos sobre el borde de la mesa que tenía delante y llamó:

– ¡Señorita Forrest!

La puerta se abrió despacio, muy despacio, y apareció la cara blanca de Ann Forrest. Titubeó un poco, entró, cerró la puerta tras de ella -y sus ojos al mismo tiempo-, se encogió de hombros -volviendo a abrirlos- y avanzó temerosamente hacia el piano. Contempló el revólver descargado unos instantes, lo cogió y apuntó aproximadamente a Ellery con él, gritando:

– ¡Oh! ¡Esto es ridículo! -y apretó el gatillo. Dejó caer el arma y se desplomó sobre la silla más próxima, sollozando.

– Ha estado muy bien -dije alegremente Ellery cruzando la habitación-. Todo muy bien, excepto ese comentario gratuito, señorita Forrest -se detuvo, recogió el revólver y dijo a su padre-: Te has dado cuenta, ¿no?

– Sí.

Todas las bocas se abrieron asombradas, y la señorita Forrest se olvidó de sus sollozos, levantando la cabeza y uniéndose a la sorpresa general.

– Ahora -continuó Ellery- usted, señor Smith.

La batería de ojos apuntó inmediatamente a la cara del gordo de ojos de batracio. Se irguió en su asiento, parpadeando y moviendo las mandíbulas como una vaca.

– ¿Qué tengo que hacer yo? -preguntó azarado.

– Es usted un asesino…

– ¿Un asesino?

– Tan sólo a efectos de nuestro pequeño experimento. Es usted el asesino que acaba de matar, digamos, al doctor Xavier. El arma humeante está aún en su mano, el arma que pertenecía al doctor Xavier, de modo que no es necesario tratar de ocultarla. Aunque, como es lógico, se preocupa usted de no dejar huellas dactilares. De modo que saca usted su pañuelo, limpia la pistola y la deja caer después con mucho cuidado. ¿Lo ha entendido?

– S… sí, sí.

– Pues entonces hágalo.

Ellery retrocedió, y miró al gordo con mirada fría. Smith dudaba, y por fin comenzó, muy preocupado, como si su único deseo fuera quitarse de delante su actuación. Cogió el revólver firmemente por el cañón, sacó un pañuelo con aspecto de servilleta, limpió culata, tambor y gatillo con gran pericia y después, sujetándola con su mano fofa, la dejó caer al suelo. Dio unos pasos hacia atrás, llegó a su asiento y se sentó, secándose el sudor de la frente con el brazo.

– Muy bien -exclamó Ellery-. Estupendo.

Recogió una vez más el arma de la alfombra y la guardó en el bolso, volviendo sobre sus pasos.

– Usted ahora, doctor Holmes -el inglés se revolvió, incómodo-. Otra vez soy, milagrosamente, un cadáver. Su papel en nuestro drama será el de un médico que examina mi cadáver ya frío y tieso. Creo que lo entiende usted perfectamente y que no hacen falta más explicaciones -Ellery se sentó en la silla, tras la mesa de bridge, se tumbó sobre la mesa con el brazo derecho colgando hacia el suelo y la mano izquierda con la palma apoyada sobre la mesa, igual que la mejilla izquierda-. Vamos, vamos, amigo mío. No me gusta este personaje, ¿sabe?

El doctor Holmes se levantó y se acercó a él. Se inclinó sobre la figura inmóvil de Ellery, palpó el cuello, los músculos de la garganta, le giró la cabeza para examinarle los ojos, y tocó brazos y piernas… hizo todo un rápido examen de experto.