Todos estaban pendientes de la menor de sus palabras.
– Muy bien -siguió Ellery-, veamos de nuevo la mitad arrugada que encontramos en el suelo del estudio. Vamos a verla, ponerla de manera que la marca del pulgar quede arriba. ¿Por qué para arriba? Porque todo el mundo rasga de arriba abajo y no de abajo arriba. Por eso dije que el segundo método no difiere demasiado en sus resultados del primero. La huella, pese a la diferencia de ángulo, sigue estando más o menos en la misma esquina de la baraja. Si sostenemos la parte esta en la posición que debía tener al ser cortada, ¿qué vemos? -volvió a respirar hondo-. Que en el trozo roto, su borde está a la derecha, y que la huella del pulgar apunta en diagonal hacia arriba, hacia la esquina superior derecha o, dicho en otras palabras, que fue la izquierda, el pulgar izquierdo, el que dejó su rastro aquí y que por tanto fue la izquierda la mano que rompió y tiró la carta.
– ¿Quiere usted decir -susurró la señorita Forrest- que quien lo hizo era zurdo?
– Es usted muy lista, señorita Forrest -sonrió Ellery-. Eso es lo que quería decir. Exactamente. La mano izquierda del asesino tuvo esta mitad en ella, la izquierda la cortó y la izquierda la arrugó y la tiró al suelo, hizo todo el trabajo, en resumen. Ergo, como usted bien dice, el asesino del doctor Xavier y acusador secreto de su viuda, ha de ser zurdo -el desconcierto dejó paso a la alarma-. Ese era el propósito de nuestro ligeramente grotesco test de esta noche.
– Un truco -dijo indignado el doctor Holmes.
– Pero muy necesario, doctor. De hecho no se trataba tanto de saber algo concreto como de realizar una cierta investigación en la psicología de la culpabilidad. Yo ya sabía antes de empezar quién era zurdo y quién no, simplemente por haberles observado antes. Sabía también, y por la misma fuente, que nadie era ambidiestro. Y tenemos también tres personas más a quienes no hemos hecho pruebas esta noche: la señora Xavier y los mellizos Carreau -los muchachos se sobresaltaron-. Pero la señora Xavier, además de ser la persona acusada, y sería demasiado bizantinismo pensar que podía acusarse a sí misma por ese método, es diestra y no zurda, como he tenido muchas ocasiones de comprobar. Y los gemelos, creo que es demasiado pedir, y aparte de su culpabilidad o no, Francis está a la derecha y es diestro y Julian tiene el brazo izquierdo roto. Y -añadió secamente- puesto que ya hemos llegado aquí, me di cuenta de que los chicos sólo habrían podido hacerlo cruzando las manos de ambos y usando un pulgar de cada uno, lo que parece demasiado complicado en esas circunstancias y no merece la pena tomarlo en consideración… ¡Bien! Y entonces -sus ojos brillaron- ¿quiénes son zurdos? ¿Recuerdan lo que les pedí que hicieran antes a cada uno?
Todos se revolvieron incómodos, mordiéndose los labios, frunciendo las cejas.
– Un momento -dijo con un gruñido el inspector acercándose otra vez-. Ya tenemos lo que queríamos. Debo explicarles que el señor Queen realiza esos experimentos por mi cuenta. Lo de ver quién era zurdo y quién no, vamos. No me había fijado -sacó un papel y un lápiz de uno de sus bolsillos y los dejó con un golpe sobre la mesa de bridge, ante el asombrado abogado-. Xavier, hágame usted de secretario. Hay que escribir un breve memorándum para el sheriff de Osquewa, el señor Winslowe Reid, para cuando llegue, si llega -siguió sin pausas, irritado-. Vamos, vamos, hombre, deje de pensar en las musarañas, y haga el favor de ir tomando nota.
Todo parecía claro, fácil y eficiente, sin un ruido. El efecto psicológico había sido calculado hasta el más mínimo detalle. La irritación del inspector, impersonalmente dirigida contra él, hizo que Xavier sujetara el lápiz, moviendo los labios y lo colocara sobre la hoja de papel.
– Escriba -gruñó el inspector moviéndose de un lado a otro-. Mi hermano, el doctor John S. Xavier -el abogado escribía deprisa, con movimientos bruscos del lapicero, pálida la cara como la de un muerto-, asesinado en su estudio de la planta baja de Cabeza de Flecha, su finca, situada en el monte Flecha, del condado de Tuckesas, a quince millas de la sede de jurisdicción más próxima, Osquewa, encontró la muerte asesinado por un disparo hecho por… -el inspector hizo una pausa, y el lápiz tembló en la mano, la izquierda, de Mark Xavier- por mi propia mano. Y ahora fírmelo, ¡haga el favor!
Durante un momento en suspenso, un intervalo sin medida, se produjo un silencio total. Sentados en sus sillas, hacia delante, paralizados sin movimiento, atónitos.
El lápiz cayó de la mano de Mark Xavier, y sus hombros se contrajeron en un movimiento instintivo de defensa. Los ojos de sanguinolentas venas no veían. Y antes de que ninguno de los otros fuera capaz de mover un músculo del cuerpo, ya se había levantado de su silla, gracias a su coordinación orgánica y a los reflejos que le daban sus nervios aterrorizados. Al levantarse derribó la mesa. Avanzó unos cuantos pasos hacia el balcón más próximo a la mesa y salió corriendo a la terraza.
El inspector pareció despertar.
– ¡Deténgase! -gritó-. ¡Deténgase le digo! ¡O le detendré yo de un tiro!
Pero Xavier no se detuvo. Saltó la barandilla de la terraza, aterrizando con fuerte ruido sobre la grava de debajo. Y su figura comenzó a desvanecerse según se alejaba de la luz que salía de la sala de juego.
Se levantaron todos al unísono sin moverse de sus sitios, mirando hipnotizados hacia la oscuridad. Ellery estaba rígido con el cigarrillo en la mano a dos centímetros de la boca.
El inspector dejó escapar un curioso suspiro, sacó el revólver de reglamento de la funda del cinturón, quitó el seguro y disparó con cuidado tras apuntar a la evanescente silueta, apoyado en el marco de una de las puertas de las ventanas.
Timador timado
Todos recordarían aquella escena fantástica mientras vivieran. De piedra por el susto, y el inspector apoyado contra el balcón apuntando su revólver, el disparo y el humo, el ruido, el hombre ya casi invisible corriendo en su intento de escapar… y luego, un único grito, cortante y desagradable terminado por un gorgoteo que cesó tan súbitamente como se había iniciado.
Xavier desapareció.
El inspector volvió a poner el seguro y a guardar la pistola en la funda; se limpió los labios con la misma mano en un extraño gesto y salió a la terraza. Pasó con cierta dificultad por encima de la barandilla y saltó.
Ellery pareció despertar, y salió detrás, a toda prisa.
Saltó la barandilla y corrió detrás de su padre, en la oscuridad.
Su salida rompió el silencio. La señora Carreau se apoyó sobre el hombro de la viuda Xavier. La señorita Forrest, blanca como una muerta, soltó un curioso ruidillo y avanzó hacia la terraza al mismo tiempo que el doctor Holmes. La señora Xavier se derrumbó sobre la silla, hipando. Los gemelos parecían clavados en tierra, paralizados.