Encontraron a Xavier caído sobre las rocas, rígido. Ellery se agachó para escuchar su corazón.
– ¿Está…? -aventuró la señorita Forrest al llegar.
Ellery miró a su padre, que observaba.
– Todavía vive -dijo inexpresivamente-, y hay algo de sangre en mis dedos -luego se incorporó mirándose las manos en la penumbra.
– Cuídese de él, doctor -dijo el inspector con tranquilidad.
El doctor Holmes se había arrodillado, explorando con sus dedos. Miró hacia arriba al poco tiempo.
– No puedo hacer nada de nada en este sitio. Debe haberle dado en la espalda, Queen, porque tiene una herida ahí. Creo que no ha perdido el conocimiento. Ayúdenme, por favor.
El hombre tendido por tierra soltó un gemido, exhalando otro borboteo raro. Retorcía las piernas espasmódicamente. Lo levantaron cuidadosamente entre los tres y lo llevaron a través de la escalera y terraza, a la sala de juego. La señorita Forrest les seguía presurosa, y lanzó una mirada aprensiva a la oscuridad por encima del hombro.
Depositaron al herido con gran silencio sobre un sofá cercano al piano, boca abajo. A la luz intensa de la habitación, las amplias espaldas hacían converger sobre ellas todas las miradas. Un poco a la izquierda del hombro se veía un orificio redondo y oscuro, rodeado por un círculo de sangre negra y ya seca.
Vigilando la sangre, el doctor estaba desvistiéndose. Se subió las mangas y exclamó:
– Señor Queen, tengo un maletín con equipo quirúrgico en una de las mesas del laboratorio. Señora Wheary, traiga usted una palangana grande con agua caliente enseguida, por favor. Las señoras será mejor que se vayan.
– Yo puedo ayudar -dijo suavemente la señorita Forrest-. He sido enfermera.
– Muy bien. Las demás váyanse, por favor. ¿Tiene usted una navaja, inspector?
La señora Wheary se precipitó fuera del cuarto, y Ellery salió por la puerta del otro pasillo en dirección al laboratorio, revolvió un poco hasta dar con el maletín, que estaba sobre una de las mesas; tenía unas iniciales marcadas: P. H. Evitó mirar hacia el refrigerador. Agarró el maletín y volvió corriendo a la sala.
Nadie se había movido a pesar del ruego del doctor. Parecían fascinadas por los hábiles dedos del cirujano y los graves gemidos de Xavier. El doctor Holmes cortaba la chaqueta del abogado con una navaja del inspector. Una vez que hubo terminado desgarró la camisa y la camiseta del herido, dejando al descubierto el orificio.
Ellery miraba fijamente el rostro de Xavier, y pudo ver una mueca en el borde izquierdo de la boca. Tenía espuma sanguinolenta en los labios, y los ojos semicerrados.
El doctor Holmes abrió el maletín, al tiempo en que la señora Wheary entraba trayendo una enorme palangana con agua humeante. Ann Forrest la tomó en sus manos y la depositó en el suelo al lado de la figura arrodillada del cirujano, que cortó un gran trozo de algodón absorbente de un rollo y lo mojó en el agua…
Los ojos se abrieron del todo y miraron sin ver. Las mandíbulas se abrieron por dos veces sin que se oyera ni un quejido, y luego le oyeron gemir: «No lo hice, no lo hice, no he sido yo», una y otra vez, como si se tratase de una lección aprendida de memoria que estuviera obligado a repetir en una escuela existente en su imaginación.
El inspector se movió, inclinándose sobre el doctor Holmes, y preguntándole en un susurro:
– ¿Qué tal está?
– Bastante mal -replicó el médico cortante-. Parece el pulmón derecho.
Limpiaba rápidamente la herida, pero con suavidad, secando la sangre. Se notaba un fuerte olor a desinfectante.
– ¿Podemos hablar con él?
– En circunstancias normales les diría que no. Necesita reposo absoluto. Pero es posible que en este caso… -el inglés se alzó de hombros ligeramente sin hacer alto en su trabajo.
Sin perder un instante, el inspector se puso a la cabecera del sofá y se arrodilló ante la pálida cara de Xavier. El abogado seguía musitando:
– No he sido yo, no he sido yo -maquinalmente, persistentemente.
– Xavier -dijo el inspector-, ¿puede oírme?
Los balbuceos se detuvieron y la cabeza giró y se sacudió. Movió un poco los ojos para dirigirlos al inspector. Se iluminaron con una chispa de inteligencia, unida a un estremecimiento de dolor, un espasmo. Musitó:
– ¿Por qué me disparó usted, inspector? No he sido yo, no he…
– ¿Y por qué echó a correr?
– Perdí la… la cabeza. Pensé que… Me per… Estup… No he sido yo…
Ellery apretó los puños. Se adelantó y dijo cortante:
– Está usted loco, Xavier. ¿Para qué miente ahora? Sabemos que fue usted. No puede haber sido nadie más. Nadie puede haber roto el seis de picas como usted lo hizo.
Los labios de Xavier se estremecieron.
– No he sido yo… no he sido.
– ¿Cortó usted el seis de picas y lo puso en la mano de su hermano para acusar a su cuñada?
– Sí… -articuló Xavier-. Eso es cierto. Lo hice… A ella… Quería… pero no he sido…
La señora Xavier se puso en pie lentamente, con expresión de horror en los ojos. Se llevó una mano a la boca y permaneció así, mirando fijamente a su cuñado como si nunca lo hubiera visto antes.
El doctor Holmes trabajaba sin perder un segundo, con la silenciosa ayuda de la pálida señorita Forrest. La herida, limpia ya, continuaba sangrando. El agua de la palangana era, ahora, escarlata.
Los ojos de Ellery eran meras líneas, y sus labios se movían mientras en su cara campaba una significativa expresión.
– Entonces… -dijo lentamente.
– No comprende usted -lamentó Xavier-. No podía dormir aquella noche, y daba vueltas y más vueltas. Quise ir a por un libro a la biblioteca, abajo… ¿Qué… qué es ese dolor que tengo en la espalda?
– Siga, Xavier, siga. Están curándole. ¡Siga!
– M… me… me puse el batín y bajé y… ¡ah!
– ¿A qué hora era eso? -preguntó el inspector.
– A las dos y media… Vi luz en el estudio al ir a la biblioteca. La puerta estaba cerrada pero los… entré y me encontré a John… frío, rígido, muerto… Y entonces decidí acusarla a ella…
– ¿Por qué?
Tosió, gimiendo.
– Pero no fui yo, no lo maté. Ya estaba muerto cuando llegué, se lo juro, sentado en su mesa, muerto como una piedra…
El doctor Holmes había puesto una gasa sobre la herida, y preparaba una inyección para el herido.
– Está usted mintiendo -acusó el inspector.
– ¡Le juro que digo la verdad! Ya estaba muerto cuando llegué… Yo no he sido -levantó la cabeza una pulgada, tensos los músculos del cuello, como obenques-. Pero… sé quién lo… Lo sé, lo sé…
– ¿Lo sabe? -bramó el inspector-. ¿Y cómo demontres lo sabe? ¿Quién fue? ¡Vamos, vamos, hable! ¡Hable!
Se había producido un impresionante silencio. Como si todos hubieran cesado hasta de respirar, y el tiempo se hubiera detenido, suspendido en las vastas profundidades tenebrosas del espacio interestelar.
Mark Xavier se esforzó. Hizo un esfuerzo sobrehumano. Era acongojante mirar hacia él, cómo luchaba. Su brazo izquierdo se hundió con el esfuerzo por incorporarse. La rojiza mirada se hizo más roja, más cálida, más salvaje.
El doctor Holmes sujetó un trozo de piel del brazo izquierdo de Xavier, jeringuilla en mano, como un autómata, inhumano.
– Yo… -fue el único resultado de su esfuerzo. La cara, blanca, se tornó gris y una burbuja de sangre apareció en su boca. Volvió a quedar inconsciente.
La aguja se hincó en el brazo.
Volvieron a respirar, a agitarse. El inspector se puso en pie trabajosamente, se limpió el polvo, y se secó la cara con el pañuelo.
– ¿Muerto? -dijo Ellery humedeciéndose los labios.
– No -el doctor Holmes se había incorporado también y contemplaba preocupado el cuerpo inmóvil-. Sólo desvanecido. Le he puesto morfina. Sólo la imprescindible para relajarlo y mantenerlo tranquilo.