– ¿Está muy mal? -preguntó ansioso el inspector.
– Es peligroso. Diría que tiene una oportunidad. Todo depende, claro. La bala se alojó en el pulmón derecho.
– ¿No la ha sacado? -gritó Ellery, asustado.
– ¿Quiere intentarlo? -el médico levantó una ceja-. Mi querido amigo, eso sería fatal de necesidad. Ya le digo que sus probabilidades dependen de su estado. Así, de mano, yo diría que no está muy fuerte, aunque la verdad es que nunca le he realizado un examen físico a fondo. Es bastante juerguista y además le gusta demasiado la carne. ¡Bien! -se encogió de hombros y se volvió hacia Ann Forrest, dulcificando su expresión-. Muchísimas gracias, Ann. Has sido una magnífica ayudante… Y ahora, caballeros, hagan el favor de ayudarme a llevarlo arriba. Con cuidado, no vayamos a inducir una hemorragia ahora.
Los cuatro hombres -Smith estaba petrificado en una esquina- levantaron el cuerpo y lo transportaron escaleras arriba hasta el dormitorio de la esquina oeste del edificio, sobre la carretera. Los demás iban detrás, apretados unos contra otros como buscando protección. Nadie parecía querer quedarse solo. El horror no se había borrado todavía de sus ojos.
Los hombres le desvistieron y lo colocaron en la cama con sumo cuidado. Respiraba trabajosamente, pero ya no se retorcía, y tenía los ojos cerrados.
El inspector abrió la puerta.
– Pasen y no hagan ruido. Tengo que decirles algo, y quiero que me oigan todos.
Obedecieron mecánicamente, clavando los ojos en la figura inmóvil tendida entre las sábanas. La lámpara de la mesilla de luz dejaba llegar una cierta claridad a Xavier, delineando el contorno izquierdo de su cuerpo bajo las ropas.
– Parece que hemos vuelto a caer en una trampa -dijo con calma el inspector-. Todavía no estoy seguro ni me he decidido sobre las posibilidades de que Xavier haya mentido o no. He visto a gente mentir tres segundos antes de morir. No se puede asegurar que por estar muriéndose la gente tenga que decir necesariamente la verdad. Pero no hay duda de que había algo convincente en lo que dijo y cómo lo dijo. Si es verdad que lo único que hizo fue montar el tinglado acusatorio en contra de la señora Xavier y que no asesinó al doctor Xavier, entonces el asesino sigue estando suelto por la casa, Y quiero asegurarles a ustedes que -sus ojos centellearon- la próxima vez no va a haber ningún error.
Continuaron mirándole fijamente. Ellery intervino:
– ¿Cree que volverá en sí, doctor?
– Es posible -murmuró Holmes-. Es posible que vuelva en sí sin previo aviso en cuanto se le pasen los efectos de la morfina -se encogió de hombros-. O puede que no. Todo puede ser, incluso morirse. Puede volver la hemorragia después de unas horas, o puede producirse una infección a pesar de que he limpiado y desinfectado la herida, o sucumbir a la enfermedad, o…
– Reconfortante -gruñó Ellery-. Y aparte de todo eso, doctor, tiene probabilidades, ¿eh? ¡Pues sí! En todo caso lo que me interesa es el hecho de que pueda recobrar el conocimiento. ¿Cuándo…? -miró significativamente alrededor.
– Lo dirá -gritaron de pronto los mellizos que, avergonzados por el sonido de sus voces, se ocultaron contra su madre.
– Claro que sí, muchachos, claro que lo dirá. Excitante. Creo que por consiguiente, padre, será mucho mejor no correr ningún albur.
– En eso estaba yo pensando precisamente -replicó el inspector-. Nos turnaremos toda la noche vigilando. Tú y yo. Y -añadió tras una pausa- nadie más -se volvió hacia el doctor Holmes-. Yo haré el primer turno hasta las dos de la mañana, doctor, y luego mi hijo me relevará hasta el amanecer. Si le necesitásemos…
– En cuanto dé alguna señal de recuperar el conocimiento -dijo el médico secamente-, avísenme sin perder un minuto, por favor, inmediatamente, porque cada segundo puede ser vital. Mi habitación está al fondo del pasillo, hacia el otro lado, ya saben, junto a la de ustedes. Ahora no hay nada más que hacer por él.
– Excepto proteger lo poco de vida que le quede.
– Le avisaremos -dijo Ellery. Miró al resto de los presentes y añadió-: En beneficio de todos ustedes quiero avisar al que pueda estar calculando tomar medidas desesperadas que el que esté de turno a la cabecera del enfermo estará provisto de la misma arma que ha traído al pobre Xavier a este lecho del dolor… Eso es todo.
Tan pronto como se quedaron a solas con el herido inconsciente, los Queen experimentaron un curioso alivio. El inspector se sentó en un confortable sillón y se aflojó el cuello de la camisa, preocupado por hacer algo inútil. Ellery fumaba abstraído, junto a una de las ventanas.
– Muy bien -dijo finalmente-, éste es el lío en que estamos bien metidos -el inspector dio un gruñido-. ¡El gran detective Ojo-muerto en persona! -siguió Ellery punzante-. ¡Pobre tipo!
– ¿Puedo saber de qué estás hablando? -masculló incómodo el inspector.
– De su propensión a disparar a tontas y a locas, a toda prisa y sin pensar, mi distinguido señor. No hacía la menor falta, como comprenderás. No podía escapar.
El inspector estaba francamente incómodo.
– Bueno -exclamó-, tal vez no, pero ¿qué va a hacer un pobre policía tonto, si ve salir corriendo a un individuo acusado de asesinato? Eso es una verdadera confesión. Además le advertí, y luego hice un disparo al aire.
– ¡Oh, sí, claro, en eso eres perfecto! -dijo Ellery, seco-. Todos estos años no han dañado tu ojo de águila ni un poquito. Pero de todas formas no había por qué hacerlo.
– ¡Bueno, pues no lo había! -explotó el inspector rojo de rabia-. Fue tanto culpa tuya como mía. Tú me hiciste creer…
– Ya, ya, lo siento mucho, padre -dijo contrito Ellery. El viejo se calmó y volvió a sentarse, ablandado-. Tienes mucha razón. De hecho fue más culpa mía que tuya. Decidí que el que hubiera inculpado a la señora Xavier era el asesino de su marido, y me arrepiento de mi seguridad. Desde luego que es una asunción lógica, pero, mirándolo bien lo es menos. Es una cosa complicada y rara, pero las cosas fantásticas tienen su lógica fantástica.
– Tal vez haya mentido…
– Estoy completamente seguro de que no -suspiró Ellery-. Otra vez igual. No, no estoy seguro. No puedo estarlo, ni de eso ni de nada Este asunto no me está dando mucho lucimiento… ¡Bueno! Vigila bien, ¿eh? Estaré aquí a las dos.
– No te preocupes por mí -el inspector echó una ojeada al herido-. En cierto modo esto es como mi penitencia. Si no sale de ésta…
– Si sale él, tú, yo o cualquiera -dijo Ellery crípticamente con la mano en la manilla.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó el inspector.
– Echa una miradita afuera por esa maravillosa ventana -dijo secamente Ellery. Y salió del cuarto.
El inspector se le quedó mirando, se levantó y se acercó a la ventana. Lanzó un profundo suspiro. El cielo era una mancha púrpura y escarlata sobre las cepas de los árboles. Se había olvidado del fuego por completo con la excitación.
El inspector giró la pantalla de la lamparilla de la mesa para dar un poco más de luz al enfermo. Observó pensativo el vendaje sobre la piel del abogado y se volvió a su sillón con otro suspiro. Lo giró de manera que pudiera ver el herido y la puerta con un leve giro de cabeza. Después de unos minutos recordó algo, puso cara de descubrimiento y extrajo el revólver de reglamento de la funda. Lo miró complacido y lo colocó en el bolsillo derecho de la chaqueta.
Se recostó con las manos sobre la barriga, en la penumbra.
Durante más de una hora se oyeron ruidos intermitentes por el pasillo: puertas que se abrían y cerraban, pasos, murmullos de voces quedas. Luego se fue haciendo gradualmente el silencio en sustitución de los ruidos domésticos, hasta hacerse tan completo que el inspector llegó a creerse a mil kilómetros de cualquier lugar habitado.