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Se arrodilló junto al inspector y le desabrochó el cuello. Tenía el rostro pálido como la cera, y una respiración estentórea. ¡Respiraba! ¡Estaba vivo!

Sacudió el cuerpo delgado y pequeño con alegre insistencia, gritándole:

– ¡Padre, despierta! ¡Soy El! -sonriendo, llorando, clamando como un demente. Pero la cabeza de pájaro gris del inspector no parecía reaccionar demasiado, sin abrir siquiera los ojos.

El pánico volvió a apoderarse de Ellery. Dio un par de cachetes sobre las mejillas del viejo, le pellizco en los brazos, le golpeó y le agitó… Al fin se detuvo, resollando y levantando la cabeza. El shock había ablandado su resistencia física. Se dio cuenta entonces de lo que subconscientemente había percibido desde su entrada en la habitación. Un olor extraño a farmacia. Y ahora, al agacharse inclinándose sobre los labios de su padre, lo notaba más intenso, sin lugar a dudas… Le habían dado cloroformo.

¡Cloroformo! Es decir, que le habían distraído de su guardia; el asesino le había engañado de algún modo y había vuelto a asesinar.

Al darse cuenta de ello, volvió a sentirse en calma. Veía ya todo con mucha mayor claridad, dándose cuenta de su propia ceguera, y de cómo había errado su parecer, porque el asunto, lejos de llegar al final de su camino, apenas si había empezado su desarrollo. Pero ahora, se dijo apretando los dientes, ya no se trata de un crimen voluntario por deseo ni por odio…; ahora era un crimen por necesidad que había hecho salir de su oscuridad al asesino, a la luz de todos. El cadáver en la cama, lo que había atisbado en la primera ojeada, al entrar…

Levantó el cuerpo liviano de su padre y lo llevó en brazos hasta el sillón, depositándolo con suavidad. Le desabrochó la camisa y le colocó en postura cómoda. Palpó su pecho hasta notar el fuerte latir de su corazón en los dedos y la palma. No corría peligro alguno, era cosa de dejarlo dormir.

Ellery se levantó y fue hasta la cama, con los ojos semicerrados. Quería ver todo lo que hubiera que ver antes de que ninguna otra persona pudiera entrar en la habitación.

El muerto no ofrecía un aspecto demasiado atractivo: sus mejillas y su pecho estaban cubiertas por un líquido grueso, pastoso, medio verde y medio marrón de olor nauseabundo y penetrante. Los ojos de Ellery se posaron en el vial que yacía en el suelo. Se agachó y lo recogió con cuidado. En el fondo quedaban aún unas gotas de líquido blanquecino. Olfateó el tapón y, luego, con decisión desesperada, lo agitó y movió hasta que cayó una gota sobre su dedo. La quitó con la otra mano y pasó rápidamente la lengua por el punto en el que había estado la gota. Notó un calor intenso y fugaz en la lengua y un sabor amargo y desagradable. Le tembló el dedo. Medio mareado, escupió en el pañuelo. Era veneno, sin lugar a dudas.

Dejó el vial sobre la mesita de noche y se arrodilló junto a la cabeza pendiente del muerto. Una rápida mirada a los cajones abiertos de la mesa y al suelo bajo la mano derecha inerte del cadáver bastó para que comprendiera toda la historia, la increíble historia. El cajón estaba lleno de juegos más o menos iguales a los que el propio Ellery tenía en la mesita de luz de su habitación, con excepción de la baraja habitual ya en todos. Las cartas estaban esparcidas por el suelo, bajo la cama. Al lado.

Y la mano del difunto Mark Xavier guardaba firmemente apretada una de ellas.

Ellery la extrajo con dificultad de entre los dedos rígidos. Movió la cabeza al verla Se había equivocado. No era una carta, era media carta. Miró nuevamente al suelo y vio enseguida la otra mitad, sobre las otras.

No era raro que Mark Xavier hubiera roto en dos una de las cartas, pensó rápidamente, puesto que su hermano había sentado el precedente al morir hacía bien poco tiempo. Tampoco era extraño que la carta rota por Xavier no fuera el seis de picas. Lo que le dejó más sorprendido es que la carta fuera el valet de diamantes.

¿Por qué un valet de diamantes, pensó preocupado, entre las cincuenta y dos cartas de la baraja?

El hecho de que una de las mitades rotas estuviera en la mano del muerto no parecía revestir ninguna importancia especial. Era el lugar lógico. En la mano derecha. El abogado envenenado era zurdo, y en sus últimos instantes de vida había alargado la mano hacia la mesilla, abierto el cajón, buscado el valet de diamantes y dejado caer el resto de las cartas al suelo, tomando entonces la carta con ambas manos, la habría cortado con la izquierda y tirado con ella la mitad, conservando la otra mitad bien sujeta en la mano derecha.

Ellery dio unas vueltas a las barajas caídas. Allí estaba el seis de picas, como un inocente miembro más del grupo.

Se puso de pie, ceñudo, y volvió a tomar el vial en la mano. Manteniéndolo junto a los labios, echó el aliento con fuerza sobre el cristal, dándole vueltas para que se cubriera con el aliento condensado. No había huellas dactilares. El asesino había vuelto a ser cuidadoso y pulcro.

Dejó el vial sobre la mesilla de noche y salió del cuarto.

El pasillo continuaba tan vacío como antes, con todas las puertas cerradas.

Ellery lo recorrió hasta el fondo, hasta la última puerta de la derecha, y escuchó durante un momento apoyando la oreja en los paneles. No oyó nada, y entró. La habitación estaba a oscuras. Pudo oír una suave respiración masculina.

Trató de localizar la cama, la encontró, tanteó por ella y luego sacudió levemente el brazo del durmiente. El brazo se tensó, rígido, y notó que el cuerpo del hombre se agitaba alarmado.

– No se asuste, doctor Holmes -dijo suavemente Ellery-. Soy Queen.

– ¡Oh! -bostezó, tranquilizado el joven médico-. Me dio un buen susto.

Encendió la lámpara de la mesilla. Y luego, al ver la expresión de Ellery, se sobresaltó.

– ¿Qué… qué sucede? -balbuceó-. ¿Qué ha pasado? ¿Xavier…?

– Venga usted deprisa, por favor. Tiene trabajo.

– Pero… ¿quién…? -comenzó el inglés vagamente con una nota de alarma en sus ojos azules. Luego saltó de la cama y se puso un bacín sobre los hombros y unas zapatillas. Siguió a Ellery sin decir una palabra más.

Ellery abrió la puerta del dormitorio de Xavier y quedó a un lado para dejar pasar a Holmes delante. Holmes se quedó petrificado en el umbral, mirando fijamente.

– ¡Dios mío! -exclamó.

– Ya ve usted, amigo mío -murmuró Ellery-. Nuestro otro amiguito, el de las tendencias homicidas, sigue haciendo de las suyas. No sé cómo mi padre… Pasemos dentro, doctor, antes de que nos oiga alguien. Tengo mucho interés en saber su opinión en privado.

El doctor Holmes se precipitó hacia la cama, seguido de Ellery, que cerró la puerta tras él silenciosamente.

– Dígame de qué se ha muerto, y cuándo.

El doctor Holmes vio por primera vez la figura inmóvil del inspector sobre su sillón. Sus ojos se salían de las órbitas.

– Pero, pero… ¡Dios mío! ¡Su padre! El también…

– Cloroformo -dijo secamente Ellery-. Me gustaría que le hiciera usted recobrar el conocimiento en cuanto pudiera.

– Bueno, y entonces… ¿Qué diablos está haciendo ahí parado? -gritó el joven con ojos ardientes-. ¡Muévase, vamos! ¡Al diablo Xavier! Abra todas las ventanas, de par en par, lo más abiertas que pueda.

Ellery parpadeó y se dispuso a obedecer. El doctor Holmes estaba ya inclinado sobre el inspector tomándole el pulso, escuchando su corazón, levantándole los párpados y observando su respiración. Fue hasta el lavabo cercano, volviendo al instante con varias toallas empapadas en agua fría.

– Acérquelo a las ventanas todo lo que pueda -dijo ya más tranquilo-. El aire fresco es lo más importante. Y este maldito lugar no es demasiado fresco -masculló-. Deprisa, ¡vamos, hombre, deprisa! -levantaron el sillón entre los dos y lo acercaron a las ventanas abiertas. El médico desnudó el pecho del inspector y aplicó las toallas mojadas sobre la carne. Tomó otra y la colocó sobre la cara como un barbero, tapando todo el rostro excepto los agujeros de la nariz.