– Pues todo pasó -dijo secamente Ellery-. No podemos desecharlo solamente porque no suene bonito. Las mujeres apasionadas enamoradas de sus cuñados pueden hacer las cosas más inesperadas. Y esa mujer está medio loca, me parece a mí. Pero eso no es lo que me preocupa -se acercó a la mesilla de noche y tomó la media carta, el medio valet de diamantes que Xavier había tenido en su mano muerta-. Esto es lo que me preocupa. No entiendo por qué Xavier dejó esta pista, otra vez, la carta, teniendo papel y lápiz en el mismo cajón de donde sacó las cartas…
– ¿Hay?
– Sí, lo he mirado -Ellery movió una mano en el aire-. Pero tenía un precedente, claro, y con su mentalidad leguleya…, no hay que olvidar que era un abogado listo, vio su oportunidad. Ya recuerdas que el nombre del asesino lo tenía en los labios justo antes de perder el conocimiento. Y cuando volvió en sí aún estaba allí aguardando. Recordó las cartas. Tenía la mente clara. Entonces apareció el asesino y le obligó a tragarse el ácido oxálico del vial. Las cartas seguían en su pensamiento… En todo caso no sería lo más raro de todo lo que ha pasado.
– Pero no te convence como historia -dijo el inspector, lentamente.
– ¿Qué? ¡Bobadas!
Ellery se acercó a una de las ventanas y miró hacia el mundo escarlata del exterior. El inspector se reunió con él en silencio, apoyando la mano derecha en la ventana y descansando sobre ella su peso, con actitud cansada, rendida.
– El fuego está bastante peor, parece -exclamó-. ¡Rayos! Tengo la cabeza como un bombo… ¿Oyes el sonido del fuego? No me deja en paz ni un momento, lo tengo metido… Y encima el crimen, ¡los crímenes! ¿Qué demonios querría decir Xavier con ese valet de diamantes?
Ellery se volvió a medias desde la ventana, alzando los hombros. Luego se enderezó y abrió más los ojos. Contemplaba la mano del inspector sobre el marco.
– ¿Qué pasa ahora? -dijo el inspector mirándose la mano sin entender. Hasta que también él se puso rígido, mientras los dos, a dúo, contemplaban sin poder apartar la vista aquella mano pequeña y delicada, con la piel arrugada y surcada de venas azules. Parecía que le faltase un dedo.
– ¡Mi anillo! -exclamó el inspector-. ¡Ha desaparecido!
El valet de diamantes
– ¡Ésta sí que es buena! -dijo lentamente Ellery-. ¿Cuándo lo perdiste? -miró instintivamente a su propia mano en la que brillaba un anillo raro y muy bonito, un trinquete medieval que había comprado por pocas liras en Florencia no hacía mucho.
– ¡Perderlo! -clamó el inspector alzando las manos-. No lo he perdido, El. Lo tenía anoche, esta mañana. Recuerdo perfectamente haberlo visto en el dedo hacia las doce y media, cuando miré el reloj.
– Pensándolo bien recuerdo perfectamente habértelo visto anoche cuando me despedí de ti para irme a dormir -comentó Ellery-. Pero no lo vi cuando te encontré en el suelo, a las dos -apretó los labios-. ¡Truenos! ¡Te lo han robado!
– Eso es una buena deducción, ¡vive Dios! -dijo sarcástico el inspector-. ¡Claro que lo han robado! ¡Me lo ha robado el mismo reptil que me durmió con el cloroformo y que liquidó a Xavier!
– Indudable. Pero sujeta un poco tus caballos -Ellery paseaba furiosamente arriba y abajo-. Estoy más fascinado con el robo de tu anillo que con cualquier otra cosa de las muchísimas que han pasado aquí desde que llegamos. ¿Te das cuenta del riesgo? Y total, ¿para qué? ¡Para llevarse un anillo de diez dólares, una alianza matrimonial pasada de moda que no valdrá ni un peso mexicano en un prestamista!
– Bueno -dijo el inspector cortante-. Voló. Y te aseguro que cazaré al hijo de su madre que se lo haya llevado. Era de tu madre y no lo hubiera vendido ni por mil dólares -se dirigió hacia la puerta.
– ¡Eh! -gritó Ellery cogiéndole por la manga-. ¿Dónde vas?
– ¡A registrarlos a todos de arriba abajo!
– No hagas tonterías, padre -dijo Ellery apresuradamente-. No lo estropees todo ahora. Tu anillo es… ¡es el caso! No sé exactamente cómo, pero recordando los otros robos de anillos sin valor…
– Ajá… -dijo el inspector apretando las cejas.
– Tiene que encajar de alguna manera, pero necesito tiempo. No sacarás nada registrando a la gente, ni las habitaciones. El ladrón no puede ser tan tonto como para llevarlo encima y si lo encuentras después de revolver la casa entera seguirás sin saber quién lo escondió. Así que olvídalo, por favor. Al menos un rato.
– Muy bien, muy bien. Pero no para siempre. Y antes de que nos vayamos de este sitio, si es que salimos alguna vez, sabré por qué y cómo -si hubiera podido leer el futuro inmediato no habría hablado así con tanta seguridad.
Con el avance inexorable del fuego, una quietud mortífera parecía extenderse sobre Cabeza de Flecha y sus desasistidos habitantes. Estaban ya todos física y moralmente exhaustos. Ni siquiera la amenaza de la criatura sangrienta que se movía entre ellos podía sobreponer su sombra a la presencia del incendio que les circundaba. Las mujeres habían sucumbido ya a la histeria, y los hombres estaban francamente preocupados mientras el calor, al avanzar el día, se hacía claramente insoportable, el aire se llenaba más y más de cenizas que se depositaban sobre la piel y las ropas y se metían por la nariz. No había refugio alguno, y si el interior de la casa estaba ligeramente más fresco, no corría en él ni una gota de aire. De vez en vez se refugiaban en sus habitaciones para ducharse, pero apenas si se atrevían, temerosos de encontrarse solos.
Las conversaciones habían muerto por completo. Agrupados por el miedo, no ocultaban las sospechas mutuas que les invadían. Sus nervios estaban a flor de piel. El inspector desconfiaba de Smith, lo vigilaba. La señorita Forrest miraba al doctor Holmes, sumido en la cerrazón más completa. La señora Xavier hablaba entrecortadamente con la pareja de mellizos, que su madre acudía a auxiliar. Las dos mujeres se lanzaban frases amargas y ácidas… Era como una pesadilla horrible. El humo les rodeaba ya todo el tiempo, haciéndoles parecer condenados en un infierno regentado por un Satanás especialmente cínico.
No quedaba harina. Comían juntos, sin apetito y de mal humor, en la mesa grande del comedor, alimentándose eternamente de pescado en lata. Algunas veces miraban a los Queen sin esperanza. Todos parecían darse cuenta en su apatía de que si quedaba alguna esperanza de salvación, tendría que venir de manos de padre e hijo. Pero los Queen comían inexpresivos, silenciosos, sin decir nada por la sencilla razón de que no tenían nada que decir.
Después de comer no parecían saber qué hacer. Tomaban y dejaban revistas dándoles apenas un hojeo rápido y desganado, paseaban sin rumbo fijo, no hablaban. Por alguna extraña razón, el asesinato de Mark Xavier parecía haberles afectado mucho más que el del dueño de la casa. El abogado tenía una fuerte personalidad, reticente, seco, ceñudo, que llenaba siempre la estancia en que se encontraba de una extraña energía. Tal vez por eso su ausencia se hacía más evidente.
Tosían, lagrimeaban, sudaban bajo la ropa. El inspector no pudo resistir más.
– ¡Óiganme todos! -gritó de pronto, sobresaltándolos a todos-. No podemos seguir así. Vamos a derretirnos, así que háganme el favor de subir a sus habitaciones a darse una ducha más, o jueguen al escondite o a lo que sea -movió las manos expresivamente, con la cara enrojecida-. ¿No pueden dejar de rumiar en seco como un rebaño de vacas sin lengua? ¡Vamos, vamos! ¡Todo el mundo fuera!
El doctor Holmes soltó una risilla sarcástica.
– Las señoras tienen miedo, inspector.
– ¡Miedo! ¿Miedo de qué?
– De estar solas, supongo.
– Humm. Hay alguien, sin embargo, que no tiene miedo ni al mismísimo demonio que saliera del infierno -el viejo se suavizó-. Es muy comprensible, desde luego. Si lo desean -añadió volviendo a poner su tono cínico- podemos escoltarlas una a una a sus aposentos.