– ¡Oh, no se preocupe, inspector! -dijo la señora Carreau alarmada-. Sólo… sólo es que tenemos los nervios alterados.
– Creo que el inspector tiene toda la razón -dijo la señorita Forrest, dejando caer un ejemplar de Vanity de más de seis meses de antigüedad-. Yo subiré a ducharme, ¡y desafío a cualquier asesino a impedírmelo!
– ¡Así se habla! -dijo el inspector mirándola con agudeza-. Si se deciden ustedes a hacer lo mismo estoy seguro de que se sentirán mucho mejor. Estamos en el siglo veinte y a pleno día. Y además tienen ustedes un par de ojos, qué caramba, y oídos. ¿De qué diantres tienen miedo entonces? Venga, ¡largo todos!
Y así, al poco rato, los Queen se encontraron a solas.
Salieron a la terraza juntos, hombro con hombro, sintiéndose desamparados. El sol estaba alto y casi derretía las rocas volcánicas que rodeaban la casa. La visión era devastadora y poco reconfortante.
– Tanto da estofarse aquí que dentro -gimió el inspector dejándose caer en una silla. Sudaba.
Ellery se derrumbó en otra silla, a su lado, gruñendo.
Permanecieron allí sentados un buen rato. El interior de la casa mantenía una calma opresiva. Ellery había cerrado los ojos, dejando la mano sobre el pecho, abandonada, inerte. Sentían como si el calor les friera los huesos, pero no se quejaban, sentados tan estirados como podían.
El sol empezó a derivar hacia el oeste. Bajaba más y más, y ellos seguían allí sentados, rectos. El inspector había sucumbido al sopor, suspirando convulsivamente en medio del sueño de vez en cuando.
Ellery tenía también los ojos cerrados, pero no dormía. Nunca había tenido la mente más despejada. El problema… Le había dado más de cien vueltas, buscando los posibles resquicios, localizando los detalles que no parecían de importancia pero que tal vez fueran fundamentales. Nunca se sabe. Había algo en el primer asesinato, algo científico que no acababa claro. Pero cada vez que intentaba delimitar con precisión de qué se trataba, el tema resbalaba inesperadamente de su pensamiento. Y quedaba también ese valet de diamantes…
Se sentó como si se hubiera oído un tiro, temblando, tensa hasta la última fibra. El inspector abrió los ojos.
– ¿Qué sucede? -murmuró medio dormido.
Ellery saltó de la silla y quedó en pie escuchando.
– Creí oír…
El viejo se incorporó alarmado.
– Oír ¿qué?
– En la sala -Ellery cruzó la terraza hacia los balcones.
Se oía un ruido sordo en dirección a la sala, y ambos se detuvieron alerta La señora Wheary apareció por los balcones, roja como una langosta hervida, con los pelos mojados y desarreglados y una gamuza en la mano. Respiraba pesadamente.
Se detuvo al ver a los dos hombres y exclamó misteriosamente:
– Inspector Queen, señor, ¿podría usted venir? Hay una cosa muy rara…
Corrieron hacia la entrada más cercana y miraron adentro, pero la habitación estaba vacía.
– ¿Qué es lo extraño? -dijo Ellery cortante.
El ama de llaves se apretó la mano contra el pecho.
– Eh… Oí… oí algo o alguien haciendo algo, señor…
– Vamos, vamos -dijo impaciente el inspector-. Suéltelo, señora mía.
– Pues verá, señor -susurró-, como no tenía nada que hacer, de cocinar y esas cosas quiero decir, y como estaba un poco nerviosa, decidí ponerme a arreglar un poco las cosas en la planta baja. Como todo está tan revuelto…, ya saben, con todo esto…
– Sí, sí.
– Bueno, pues con la ceniza por todas partes y eso pensé en pasar una gamuza por los muebles para quitarles el polvo un poco, a ver si quedan las cosas un poco limpias otra vez -miró nerviosamente alrededor y hacia la habitación vacía-. Empecé por el comedor y cuando iba por la mitad fue cuando oí ese ruido raro en la sala, ahí.
– Un ruido, ¿eh? -Ellery frunció las cejas-. Nosotros no oímos nada.
– Era muy suave, señor. Como unos picotazos… no puedo describirlo bien. Pero bueno, pensé que alguien habría bajado otra vez a buscar una revista o alguna cosa así, ya saben, y cuando iba a seguir con lo mío pensé: «A lo mejor es otra cosa», y me fui de puntillas hasta la puerta y empecé a abrirla lo más despacio que podía…
– ¡Muy valiente, señora Wheary!
Se ruborizó.
– Debo haber hecho un poco de ruido porque cuando abrí un poco y pude mirar ya no había nada de nada… El ruido debió asustar a quienquiera que fuese… y se largó, él o ella… ¡no sé qué pensar!
– ¿Quiere decir que la persona que estaba allí la oyó ir a mirar y desapareció por la puerta del pasillo? -cortó el inspector-. ¿Y eso es todo?
– No, no, señor. Entré -siguió la gobernanta-. Y lo primero que vi…, se lo enseñaré.
Volvió hacia la sala seguida por los Queen. Atravesaron la amplia sala en dirección a la chimenea. Levantó uno de sus gordos dedos y señaló la puerta de nogal bordeada de metal que cerraba el depósito en el que el inspector había guardado el paquete de cartas encontrado en la mesa del doctor Xavier, la mañana del primer crimen.
Se veían arañazos alrededor del cierre, y en el suelo, a sus pies, yacía un largo utensilio, fino y delgado, de los de atizar la chimenea.
– Alguien ha estado hurgando aquí -murmuró el inspector-. Bueno, bueno, a ver qué tal.
Avanzó un paso y examinó las marcas de la puerta con ojo de experto. Ellery recogió el atizador y lo observó pensativo, dejándolo a un lado un momento después.
– Huuumm -gruñó el inspector-. Es como si trataran de reventar la cámara acorazada de un banco con un mondadientes. ¿Por qué diablos lo habrá hecho? Lo único que hay ahí dentro es el paquete de cartas.
– Muy curioso -dijo Ellery-. Muy curioso. Te sugiero que lo abras tú, padre. A ver qué hay que ver.
La señora Wheary los contemplaba con la boca abierta.
– Creen ustedes… -comenzó a decir con mirada interrogativa.
– Lo que creemos, señora, lo creemos -dijo severo el inspector-. Nos ha hecho un buen servicio teniendo ojos y oídos atentos, y ahora puede hacernos otro aún más importante manteniendo la boca bien cerrada. ¿De acuerdo?
– Oh, sí, señor.
– Pues eso es todo por ahora. Puede volver a su limpieza.
– Muy bien, señor -se alejó un tanto renuente y cerró la puerta del comedor tras ella.
– Veamos pues -gruñó el viejo sacando la llave que llevaba en una cartera y abriendo la puerta de la caja.
Ellery se sobresaltó:
– ¿Todavía tienes la llave?
– Naturalmente -respondió el inspector, mirándole.
– Es muy curioso. Por cierto, ¿es la única que hay?
– No temas, me preocupé de comprobarlo, y es la única.
– No me preocupo. Bueno, veamos qué hay ahí dentro.
El inspector abrió la hoja y miraron al interior. Seguía estando tan vacío como antes, sin más contenido que el mazo de cartas. Y seguían en el mismo lugar en el que las había depositado el inspector. Era evidente que nadie había abierto la caja fuerte desde que el viejo la cerrase la última vez.
Sacó las cartas y las examinaron cuidadosamente. Eran las mismas sin dudarlo.
– Qué extraño… -murmuró Ellery-. No entiendo por qué… ¡Dios mío! ¿Sería posible que se nos hubiera escapado algo al examinar las cartas la primera vez?
– Lo que es seguro -dijo pensativo el inspector- es que estábamos todos reunidos arriba cuando pregunté por un lugar donde esconder las cartas con seguridad absoluta y la señora Wheary me indicó este sitio. Ella misma dijo que estaba vacío, creo recordar, y lo estaba. De manera que todo el mundo sabía perfectamente que las guardaría aquí, y puesto que no hay ni había nada más…
– Desde luego, las cartas son una prueba concerniente al asesinato del doctor Xavier, y por tanto parece lógico que nadie más que el asesino pudiera tener interés en buscarlas. Pensándolo bien, padre, se me ocurren un par de cosas a deducir de este incidente: que fue el asesino quien vino hasta aquí para intentar abrir la caja y que si lo hizo tuvo que ser porque en esa baraja hay algo que se nos escapó y que tiene un gran interés en destruir antes de que nos demos cuenta de qué se trata. ¡Veamos!