– Siéntese usted, por favor -dijo Ellery enfadado-. Comprendo lo que significa mucho mejor que usted, querida amiga. ¿Señora Carreau?
Las manos de la mujer se retorcían igual que culebras.
– ¿Qué quiere usted que diga? Lo único… ¡que está usted cometiendo un terrible error, señor Queen!
Los mellizos se levantaron del sofá.
– ¡Retire eso ahora mismo! -gritó Francis, levantando los puños-. ¡No tiene usted ningún derecho a decir esas cosas de mi madre!
Julian bramó:
– ¡Está usted completamente loco! ¡Loco!
– Sentaos, chicos -dijo tranquilamente el inspector desde su esquina.
Miraron a Ellery y obedecieron.
– Déjenme continuar, por favor -dijo Ellery con voz cansada-. No me convence más que a ustedes. La palabra francesa se corresponde con la carta y hay por tanto base para sustentar esa teoría, fantástica, de acuerdo, de que haya sido un Carreau el designado por John y Mark Xavier al dejar los medios valets de diamantes. Lo lamento.
Desde la pared del fondo llegó la voz del inspector, calma, impersonal.
– ¿Cuál de vosotros -dijo dirigiéndose a los siameses- mató a esos dos hombres?
La señora Carreau dio un salto y cruzó el espacio que la separaba de sus hijos como una tigresa, quedándose ante ellos con los brazos extendidos, protectora, y el cuerpo vibrante de pasión.
– ¡Ya han ido demasiado lejos! -gritó-. ¡Hasta el más estúpido comprendería lo absurdo que es acusar de asesinato a unos niños! ¡Mis hijos unos criminales! ¡Están completamente locos! ¡Los dos!
– ¿Absurdo? -Ellery suspiró-. Por favor, señora, ha debido estar poco atenta cuando explicaba la importancia de la pista que nos lleva a ellos. No se trataba solamente de una carta de diamantes, sino de un valet de diamantes y, ¿qué forma tiene un valet de diamantes? Dos jóvenes unidos por la cintura -la mujer quedó boquiabierta-. ¡Ajá! Ya veo que no está usted tan segura. Dos jóvenes unidos, no dos viejos que podrían haber sido representados por un rey, sino dos jóvenes. ¡Unidos! ¿Es increíble? Ya dije que lo era, pero resulta que tenemos dos hombres jóvenes y unidos por la cintura en esta casa y que además su nombre es Carreau, es decir, diamantes. ¿Qué otra cosa podemos pensar?
La madre se derrumbó sobre el sofá, junto a sus hijos, cuyas bocas se movían sin articular sonido alguno.
– Y podemos también hacernos otra pregunta: ¿por qué la carta estaba partida en dos, dejándonos, por decirlo así, la pista hacia uno solo de ellos? -Ellery continuaba inexorablemente-. Pues obviamente porque el muerto quería hacer patente que se trataba de uno solo de ellos y no de los dos. ¿Cómo es posible? Si uno domina al otro, le obligaría a estar presente como mero testigo mientras cometía los crímenes… ¿Cuál de vosotros disparó contra el doctor y envenenó a Mark Xavier, jóvenes?
Temblaron sus labios. Su espíritu de lucha había desaparecido. Francis habló, susurrando, a punto de llorar:
– Pero… no hemos sido nosotros…, señor Queen. No. ¿Cómo puede…? ¿Cómo puede pensar eso? ¿Hacer… eso? No hubiéramos podido… Y además, ¿por qué habíamos de hacerlo? ¿Por qué? Es… ¿no comprende?
Julian se encogió de hombros mientras miraba a Ellery fijamente, aterrado.
– Te diré por qué -dijo lentamente el inspector-. El doctor Xavier estaba haciendo experimentos con animales siameses en su laboratorio. Vosotros sabíais que se tenía la esperanza de que el doctor pudiera hacer el milagro de separaros quirúrgicamente…
– Eso son bobadas -exclamó Holmes-. Yo nunca lo creí.
– Exactamente. Usted nunca creyó que pudiera hacerse, doctor Holmes. Nunca se ha conseguido con éxito, ¿no es así? Precisamente ésa es su parte en el asunto. Su falta de fe en las posibilidades sembró la duda en el ánimo de los chicos, de su madre. ¿Les habló usted de ello?
– Pues… -el médico dudaba-. Es posible que les aconsejara, que les advirtiera de que el experimento era muy peligroso…
– Eso pensaba. Y así, pues, se produjo algún acontecimiento -los ojos del inspector parecían de mármol brillante-. No sé exactamente qué. Tal vez que el doctor Xavier se obstinase, que insistiera en seguir adelante… Los chicos se asustaron. En cierta manera se trata de un caso de legítima defensa.
– Pero…, pero ¿no ve que todo eso es ridículo? -gritó la señorita Forrest-. ¡Es infantil! El doctor Xavier no tenía nada de Maquiavelo ni era ningún «sabio loco» de película de miedo. Nunca hubiera realizado una operación como ésa sin pleno conocimiento y consentimiento de todos los interesados. Además, ¿quién iba a impedirnos huir? ¿No se da cuenta? ¡Su teoría no se tiene en pie, inspector! -su voz sonó triunfante.
– Aparte de que -intervino el doctor Holmes- no había nada decidido sobre la operación. La señora Carreau vino con sus hijos solamente para realizar una observación seria. Incluso si se hubiera decidido otra cosa, hubiera sido imposible operar. Los experimentos del doctor Xavier con sus animales eran meramente de investigación, y muy anteriores a la llegada aquí de los Carreau. Y le puedo asegurar que no tenía ningún plan concreto para ellos, tan sólo teorías. Me deja usted sorprendido, inspector.
– Sí -volvió a exclamar la señorita Forrest, con los ojos echando chispas-, así es, y, ahora que lo pienso, hay algo aún más falso en sus razonamientos, señor Queen. Dice usted que el hecho de partir en dos el valet de diamantes significa que los muertos querían acusar a uno de los dos. ¿Y si lo que trataban de decir era lo contrario, que nadie fuera a creer que habían sido Julian o Francis? Si hubieran dejado el valet completo cualquiera hubiera pensado en los dos mellizos, pero al partirlo en dos podrían haber pensado: «No crean que han sido los mellizos. Piensen en una persona sola. Por eso dejamos una sola carta». ¿Qué le parece?
– ¡Bravo! -exclamó Ellery-. Un verdadero genio, señorita. Pero olvida usted que las cartas eran de diamantes, y que los únicos Carreau varones son ellos dos.
La joven se rindió, con los labios apretados. La señora Carreau habló firme.
– Cuanto más lo pienso, más creo que hay aquí algún tremendo error. No… no pensará usted arrestarlos, ¿verdad, inspector?
El inspector, un tanto incómodo, se rascó la mejilla. Ellery callaba, mirando otra vez por la ventana.
– Hombre… -dijo el viejo, dudoso-. ¿Puede usted darme alguna otra pista sobre ese valet de diamantes?
– No. Pero…
– Es usted el detective, no nosotros -dijo la señorita Forrest sintiendo que renacía su espíritu-. Y yo sigo opinando que sus argumentos son… de lunático.
El inspector se acercó a uno de los balcones y salió a la terraza. Ellery le siguió instantes después.
– ¿Y bien? -dijo.
– No me gusta -el inspector se retorcía los bigotes-. Lo que dicen suena convincente…, no lo de la carta, pero si lo de la operación y demás -gimió-. Menudo lío. Además, ¿por qué iban a cargarse al doctor esos dos críos? No me gusta esto.
– Ya discutimos eso antes de hablarles a ellos -indicó Ellery, indiferente.
– Ya lo sé -dijo lastimero el viejo-; pero… ¡Cáscaras! Ahora no sé qué pensar, y cuanto más lo pienso, menos. Incluso si es verdad y lo han hecho ellos, ¿cómo podremos saber cuál de los dos? Si no hablan…
Un rayo de luz iluminó los ojos preocupados de Ellery.
– El asunto tiene sus puntos de interés. Porque si uno de ellos confiesa, supongamos, ¿te has parado a pensar en el problema que se le plantearía al juez para dar sentencia?
– ¿Cómo?
– Verás -siguió Ellery-. Supongamos que nuestro hombre es Francis. Confiesa el crimen, exonerando de culpa a Julian, que fue forzado por él a permanecer, ¡qué remedio!, a su lado mientras cometía el asesinato. Probamos que Julian es en efecto completamente inocente, tanto de intenciones como de hechos. Así que se juzga a Francis, se le declara culpable, y se le condena a muerte.