– ¡Canastos! -exclamó el inspector.
– ¿Te das cuenta? Francis juzgado, culpable y condenado a muerte, mientras el pobre Julian tiene que estar a su lado sufriendo mental y físicamente, encarcelado y… ¿muerto? Y no es más que una víctima inocente de las circunstancias. ¿Cirugía? La ciencia actual, al menos al nivel que había llegado el difunto doctor John S. Xavier, dice que los gemelos siameses con un órgano importante en común no pueden ser separados con garantía de éxito, de modo que moriría el inocente junto al culpable. Descartemos la cirugía pues. ¿Y entonces qué? La ley dice que una persona condenada a muerte debe ser ejecutada, pero en este caso no podría hacerse porque sería ejecutar también a un inocente, y si no se realiza la ejecución se viola descaradamente la ley. La fuerza irresistible tropezando con la barrera inamovible -Ellery dejó escapar un suspiro-. Me gustaría enfrentar a unos cuantos leguleyos con el problema, creo que debe ser el problema legal más complicado de la historia del Derecho… Bueno, inspector, ¿qué cree usted que va a pasar en su precioso caso?
– ¡Déjame en paz, haz el favor! -bramó el padre-. Te pasas la vida haciéndome preguntas imbéciles. ¿Cómo quieres que lo sepa? ¿Soy Dios?… Como esto dure una semana más nos vamos todos derechos al manicomio…
– Si dura una semana más -dijo Ellery meditabundo, mientras miraba al cielo estremecedor e intentando meter una bocanada de aire fresco en los pulmones- nos recogerán con un cenicero.
– Es tonto estar rompiéndonos la cabeza con un asunto de un crimen individual estando al borde del infierno todos -murmuró el inspector-. Volvamos adentro. Hay que prepararse y organizarse para…
– ¿Qué es eso? -dijo cortantemente Ellery.
– ¿Qué?
Ellery saltó el murillo de la terraza para caer sobre el camino. Miraba el sombrío cielo rojizo.
– Aquel ruido -dijo lentamente-. ¿No lo oyes?
Se notaba una especie de mugido lejano, débil rugido que emanaba de alguna remota región celeste.
– ¡Por san Jorge! -gritó el inspector-. ¡Parecen truenos!
– Después de esta horrible espera parece imposible.
La voz de Ellery se desvaneció en un susurro. Tenían ambas caras levantadas hacia el cielo, esperanzadas.
No se dieron la vuelta al oír ruido de pasos sonando en la terraza.
– ¿Qué es eso? -chillaba la señora Xavier-. Hemos oído… ¡truenos!
– ¡Gracias, Dios mío! -gritaba la señorita Forrest-. ¡Si truena, lloverá!
El ruido aumentaba de intensidad apreciablemente. Parecía sorprendentemente vivo, con tonalidades metálicas. Crepitaba…
– Parece ser que es un curioso fenómeno meteorológico, muy poco frecuente -gritó el doctor Holmes-. He oído hablar de ello.
– ¿Y qué es? -preguntó Ellery sin dejar de mirar al cielo.
– Bajo determinadas condiciones de la atmósfera, se forman nubes sobre los incendios forestales de gran magnitud debido a la condensación de la humedad procedente del follaje. He leído en alguna parte que hay veces que los incendios se extinguen gracias a la lluvia caída de las nubes generadas por ellos mismos.
– Gracias, Dios mío -musitaba la señora Wheary. Ellery se volvió repentinamente. Estaban todos alineados a lo largo de la barandilla de la terraza, mirando hacia arriba. En todos los rostros, menos en uno, se leía la esperanza. La señora Carreau tenía pintado el horror, el horror de darse cuenta de que el fin del fuego significaría… Apretó con mayor fuerza los hombros de sus hijos.
– No le dé gracias tan pronto, señora Wheary -dijo Ellery con tono salvaje-. Nos hemos equivocado, no son truenos. ¿No ve aquella lucecita roja allá arriba?
– ¿No son truenos?
– ¿Qué luz roja?
Miraron en la dirección que señalaba su dedo. Y vieron una luz roja que avanzaba rápidamente, destacándose contra el firmamento de color vino oscuro.
Iba acompañada del trueno, en dirección a la cima del Flecha.
El trueno era el sonido de un motor, el de la avioneta cuya luz roja de posición avanzaba claramente hacia ellos.
El último refugio
Suspiraron en masse, un suspiro trágico que intentaba ocultar la muerte de su esperanza. La señora Wheary exhaló un gemido descorazonador, y la voz de Bones les sobresaltó, cortando el aire, chirriante como un proyectil.
Hasta que la señorita Forrest exclamó:
– ¡Es un avión! ¡Viene a buscarnos! ¡Nos traen ayuda!
Sus gritos les hicieron reaccionar. El inspector aulló:
– ¡Señora Wheary! ¡Bones! ¡Enciendan todas las luces de la casa! ¡Vamos, alguno, que alguien vaya! Y los demás, a buscar todo lo que se pueda quemar. ¡Rápido! ¡Vamos a encender un fuego para que localicen nuestra posición!
Salieron a toda prisa, embarullados. Bones comenzó a apilar todas las sillas de la terraza contra la barandilla. La señora Wheary se esfumó, desapareciendo por uno de los balcones, y las demás mujeres se desparramaron por el jardín y la terraza, trayendo sillas y objetos y colocándolos a una cierta distancia del edificio. Ellery entró en la casa y volvió al poco rato con un gran montón de periódicos y revistas viejas. Los gemelos, olvidándose con la excitación del momento de su problema personal, aparecieron portando un sillón que habían tomado del salón, ahora esplendorosamente iluminado. Parecían hormiguitas laboriosas en la noche…
El inspector organizó la pira y luego, con mano temblorosa, encendió una cerilla. La enorme pirámide de muebles y trastos empequeñecía aún más su figura. Se agachó, aplicó la cerilla a los papeles colocados en la base de la pira y se apartó a toda prisa. Los otros se apretujaban alrededor del fuego futuro, vigilando la llamita que empezaba a desarrollarse junto al suelo, contemplando también el cielo con mirada atenta.
La llama lamió a toda velocidad los papeles, hambrienta, y se lanzó crepitando hacia el misceláneo montón, que pronto comenzó a arder desaforadamente, haciéndoles retroceder y alejarse del intenso calor.
Contuvieron el aliento mientras vigilaban la lucecita roja de los aires. Estaba ya muy cerca, y el ruido del motor ensordecía. Era difícil precisar con exactitud la altura a la que podría estar el aparato, pero era seguro que apenas unos centenares de metros sobre sus cabezas. La luz roja, montada sobre el invisible fuselaje, se acercaba más y más…
Y de pronto notaron su paso justo encima, un ruido atronador, y que se alejaba.
En ese único y preciso momento pudieron ver, a medias y al resplandor de su hoguera de señales y del cielo escarlata, un pequeño monoplano de cabina descubierta.
– ¡Oh! ¡Ha pasado de largo! -gimió la señorita Forrest.
La lucecita roja comenzó a cambiar de dirección, girando lentamente hasta volver a dirigirse a la cima de la montaña.
– ¡Ha visto el fuego! -chilló la señora Wheary-. ¡Vengan aquí! ¡Que nos vean junto a la hoguera!
Las maniobras del piloto eran poco claras, hacía círculos alrededor de la cima, estudiando el terreno como si no estuviera seguro de él o no supiera muy bien qué hacer. Hasta que, de repente, volvió a alejarse.
– ¡Dios mío! -dijo abruptamente desde su lugar el doctor Holmes-. ¿No pensarán aterrizar? ¿Irán a abandonamos?
– ¿Aterrizar? ¡A quién se le ocurre! -replicó Ellery con irritación-. ¿Cómo van a aterrizar en este pedregal empinado? ¡Ni un pájaro! Está tomando altura para hacer un picado preciso. ¿Qué cree usted que hacía antes aquí encima, divertirse? Ha estado estudiando el terreno y ahora hará alguna cosa más seria.
Antes de que recuperasen el aliento ya estaba la avioneta dirigiéndose de nuevo hacia ellos con enorme ruido del motor y la hélice, y un fuerte silbido de viento. Bajaba más y más; directa hacia ellos, que la contemplaban petrificados y admirados: ¿se habría vuelto loco el piloto? Parecía que hubiera decidido suicidarse, estrellándose contra ellos. Estaba ya apenas a unos centenares de pies de distancia, y tan bajo que agacharon todos la cabeza, inconscientemente. El tren de aterrizaje rozaba casi las copas de los árboles, y pasó en un instante sobre sus cabezas, atronador, alejándose de nuevo, mientras todo vibraba a su alrededor. Antes de que se hubiesen recobrado del susto estaba más allá de la cima, elevándose de nuevo, ganando altura.