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La señora Carreau dejó de llorar. Se sentó, erguida, y dijo con calma:

– Hace dieciséis años que me está sacando dinero.

– Marie… ¡no! -suplicó la señorita Forrest.

Hizo un gesto con la mano.

– Ya no tiene importancia, Ann. Yo…

– Sabía lo de sus hijos, ¿no es cierto? -exclamó Ellery.

La mujer se quedó pasmada.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– Tampoco tiene ninguna importancia ahora -respondió amargamente.

– Era uno de los médicos que me atendieron en el parto…

– ¡Cerdo asqueroso! -gruñó el inspector con un destello de ira en los ojos-. Me gustaría aplastarte esa cara sebosa…

Smith juró algo por lo bajo.

– Estaba desacreditado, expulsado de su profesión -dijo la señorita Forrest rabiosa-. Prácticas criminales. ¡Y tanto! Vino hasta aquí siguiéndonos y consiguió ver a solas a la señora Carreau…

– Sí, sí -dijo Ellery-. Ya sabemos el resto -miró por encima de las cabezas a la puerta. No había otra salida: tenía que mantenerlos interesados en algo, asustados, aterrados, lo que fuera, para evitar que pensaran en el horror que se cernía sobre sus cabezas-. Me gustaría contarles una historia… -dijo.

– ¿Una historia? -exclamó el doctor Holmes.

– La historia del caso más extraordinario de estupidez congénita con que me he encontrado en toda mi vida -Ellery se sentó en el primer escalón, tosió un poco y siguió-: Pero antes de contarles el cuento quisiera preguntar si no hay alguien que, a imitación del señor Smith, quiera hacer una pequeña confesión.

Se hizo un silencio. Miró lentamente las caras, una a una.

– Testarudos hasta la muerte, ¿eh? Pues muy bien, dedicaré mis últimos…, mis próximos minutos al trabajo -se frotó el desnudo cuello y miró a la bombilla-. Les he hablado de estupidez y lo he dicho porque todo ha sido tan fantástico e increíble, todo el asunto, que es necesariamente producto de una mentalidad poco equilibrada. En otras circunstancias más normales no me hubiera engañado ni un momento, pero en las actuales me llevó un poco más de tiempo darme cuenta de lo enloquecido que era todo.

– ¿Todo el qué? -dijo precipitadamente la señora Xavier.

– Las «pistas» dejadas, o mejor, encontradas, en la mano de su marido y de su cuñado, señora -continuó Ellery-. Después de un tiempo pude darme cuenta de que eran sencillamente imposibles. Demasiado sutiles para poder emanar de la mente de dos moribundos. Demasiado sutiles y demasiado complicadas. Esa sutileza excesiva es la que hacía estúpido utilizarlas como el asesino hizo. Se salían de lo normal. Y, por cierto, si no hubiera sido por nuestra aparición absolutamente fortuita y casual en este lugar es casi completamente seguro que hubieran producido el efecto que se buscaba con ellas, aunque muy probablemente sin descubrir su significado. Y no lo digo por alabanza propia, porque en cierto modo mi propia mente ha trabajado como la del criminal. Tengo una mente tortuosa lo mismo que él -hizo una pausa y suspiró-. Como les iba diciendo, sospeché enseguida de la validez de tales «pistas» y con el tiempo las descarté del todo, mientras meditaba aquí en la bodega. Y entonces, se me iluminó el camino y me di cuenta de toda la deprimente intriga, deprimente, astuta y estúpida a la vez.

Hizo otra pausa, removiendo la lengua, con la boca ya seca. El inspector le observaba atónito.

– ¿De qué demonios está usted hablando? -dijo el doctor Holmes.

– Espere, doctor. Nos equivocamos de camino por primera vez cuando decidimos que no debía haber más que un intento de acusación en falso: la de Mark Xavier contra su cuñada. Es decir, que el valet de diamantes en el caso de la muerte del doctor Xavier había sido dejado por el mismo doctor.

– ¿Quieres decir -preguntó el inspector de retruque- que el abogado no encontró el medio valet de la mano de su hermano John aquella noche, en el estudio?

– ¡Oh, sí! Encontró la carta -dijo Ellery-, ése es el punto crucial del asunto. Y, además, Mark dio por sentado que su hermano había dejado ese medio valet para dar una pista a la policía. Y se equivocó, como nosotros.

– ¿Y cómo puedes saber eso?

– Por algo que he recordado hace poco. El doctor Holmes dijo, después de examinar el cadáver, que su colega era diabético y que, debido a esa condición patológica, el rigor mortis se había producido enseguida, en cuestión de minutos en vez de horas. Supimos así que el doctor Xavier había muerto sobre la una de la mañana. Mark Xavier se encontró el cuerpo a las dos y media. A esa hora el rigor tenía que ser ya completo, y su mano derecha estaba crispada sujetando el seis de picas cuando lo encontramos por la mañana, mientras la izquierda permanecía sobre la mesa del escritorio, con la palma para abajo, de plano sobre la superficie lisa, y los dedos rígidos y rectos. Si el rigor se había producido a los pocos minutos de la muerte ambas manos debieran haber estado en esa misma posición cuando Mark Xavier encontró el cadáver una hora y media después de muerto.

– ¿Y entonces?

– ¿No se dan cuenta? -gritó Ellery-. Si Mark Xavier se encontró la mano derecha de su hermano cerrada y la izquierda rígida y estirada, de manera que ya no podía ni estirar la una ni cerrar la otra sin romper los dedos rígidos ya, ni dejar señales evidentes de haberlos forzado, tuvo necesariamente que manipularlos sin hacer fuerza y dejarlos como estaban, es decir, que se lo encontró necesariamente con la mano derecha cerrada y la izquierda plana, lo mismo que lo encontramos nosotros. Y si sabemos que Mark cambió el valet de diamantes por el seis de picas, ¿en qué mano tuvo que encontrar ese medio valet de diamantes?

– En la derecha, claro está -exclamó el inspector.

– Exactamente. El valet de diamantes estaba en la mano derecha del doctor Xavier y lo único que tuvo que hacer Mark fue lo que tú hiciste cuando recogiste el seis de picas, padre, es decir, separar los dedos rígidos lo suficiente para que cayera la carta por su propio peso. Luego insertó el seis de picas y volvió a forzar los dedos esa pequeña fracción de milímetros para que lo sujetaran. Es imposible que encontrara el valet en la mano izquierda del médico porque entonces hubiera tenido que abrir la mano completamente para dejarla plana sobre la mesa y eso es imposible de hacer sin dejar al menos, como he dicho, fuertes marcas, marcas que no existían cuando examinamos el cuerpo.

Se detuvo, y el silencio dejó oír el temible crepitar sobre ellos. En los momentos anteriores se había oído algún que otro ruido fuerte sobre el techo, objetos cayendo. Se oyó otro… Pero apenas le hicieron caso. Estaban fascinados por la historia.

– Pero… -comenzó la señorita Forrest balanceándose atrás y adelante.

– ¿Aún no está claro? -dijo Ellery casi con alegría-. El doctor Xavier era diestro como probé hace mucho tiempo, y por lo tanto si quisiera haber partido en dos una carta hubiera cortado y estrujado el trozo con la mano derecha y lo hubiera tirado con esa misma, conservando la otra mitad en la izquierda, puesto que, además, no tenía interés especial por ninguno de los trozos, ya que eran idénticos. Pero si el trozo conservado quedó, como ya demostré también, en su derecha, que es donde lo encontró Mark, no fue el doctor quien rompió la carta y por tanto alguna otra persona lo hizo y se la puso en la mano derecha equivocadamente. Es decir, que ese valet partido, puesto allí para acusar del crimen a los mellizos era también una acusación falsa, una escapatoria, y los muchachos quedan, por lo tanto, fuera de toda sospecha.

Quedaron tan perplejos que no podían ni siquiera sonreír o mostrar alivio, sólo podían mirar hacia Ellery. Debía ser poca cosa, pensó éste, ser inocente o culpable cuando la muerte amenaza tan de cerca, detrás de la puerta de arriba.

– Así, pues, la primera pista falsa fue preparada antes de las dos y media, antes de que Mark penetrara en el escenario del crimen -siguió sin perder tiempo Ellery- y creo que tenemos perfecto derecho a asegurar que la acusación falsa en contra de los muchachos hubo de ser preparada por el asesino. A no ser que prefiramos la teoría descabellada de que tampoco en este caso fuera el asesino, sino otra persona que llegara por allí después del crimen pero antes que Mark Xavier; en otras palabras, que haya habido dos delatores falsos y un asesino -negó con la cabeza-. Demasiado fantástico. El asesino tuvo que dejar la primera falsa pista.