– ¿Qué equivocación? -el inspector parpadeó atónito.
– ¡Ah! ¡Y qué equivocación! Casi impuesta por la Madre Naturaleza, algo realmente inevitable, o casi, un error a consecuencia de una anormalidad. La persona que mató a Mark Xavier y administró cloroformo al inspector no pudo resistir la tentación de -hizo una pausa- ¡robarle su anillo!
Se volvieron todos hacia el inspector, mirándole embobados. El doctor Holmes dijo con voz sorda:
– ¡Cómo…! ¿Otro más?
– Un anillo de lo más inofensivo -dijo Ellery pensativo-, un vulgar anillo de bodas, de oro liso, de un valor de muy pocos dólares. Ya ve, doctor, otro robo de anillo sin valor, cuya historia comenzó cuando usted y la señorita Forrest nos comunicaron la desaparición de los suyos la misma noche de nuestra llegada a esta casa. ¿Extraño, verdad? Y más extraño que un acto tan idiota haya hecho caer a un doble asesino en su propia trampa.
– Pero ¿cómo? -el inspector tosió, cubriéndose la boca con un pañuelo grisáceo. Los demás se frotaban la nariz, moviéndose nerviosos. El aire se enrarecía.
– ¿Por qué robó el anillo? -gritó Ellery, solemne-. ¿Por qué robó los de la señorita Forrest y el doctor Holmes? ¿No se les ocurre alguna razón?
Nadie respondió.
– Vamos, vamos -les animó Ellery-, alegremos nuestra última hora jugando a las adivinanzas. Estoy convencido de que pueden ustedes dar con los motivos.
Su voz cortante volvió a hacerles participar.
– Bueno -dijo el doctor Holmes en un susurro-, pudiera ser alguna razón independiente de su valor, Queen. Usted mismo lo ha sugerido.
– Acierta usted -y Ellery añadió una nota mental de agradecimiento por haberle ayudado a seguir con su historia-. Pero, de todas maneras, muchas gracias, aunque eso es muy poco. ¿Alguien más? ¿Usted, señorita Forrest?
– Pues… -se humedeció sus secos labios con la lengua. Tenía los ojos extraordinariamente brillantes-. Tampoco sería por…, bueno, por razones sentimentales, señor Queen. Los anillos no tenían valor, solamente valor personal, de eso estoy segura. Sólo interesaban a sus propietarios. No podían tener valor sentimental ninguno para el ladrón.
– Una excelente explicación, señorita, tiene usted muy buenos argumentos y estamos de acuerdo con usted -aplaudió Ellery-. ¡Vamos, vamos, los demás! ¡No se rindan! ¡Que no decaiga!
– ¿Podría ser porque los anillos tuvieran un depósito secreto de veneno o algo así? -aventuró Francis.
– ¡Lo que yo iba a decir! -añadió Julian tosiendo.
– Muy ingenioso -comentó Ellery, con un leve espasmo de tos también-. Y podía servir para los dos primeros anillos. Pero no conviene olvidar que quien robó esos dos primeros anillos robó también el del inspector, Francis, porque tuvo que ser la misma persona. Ya no podemos pensar que el asesino, ahora ladrón, buscase secretos ocultos en el anillo de mi padre. ¿Más ideas?
– ¡Por Baco! -exclamó repentinamente el inspector. Se incorporó y miró a su alrededor con ojos inquisidores.
– ¡El gran detective despierta! Ya estaba preocupado, padre. Ya ven ustedes que el único motivo que tenía para robar el anillo del inspector, y los otros, era el mero deseo de posesión.
El doctor Holmes abrió la boca y comenzó a decir algo, pero volvió a encerrarse en sí mismo, guardándose las palabras y fijando la mirada en el suelo de piedra.
– ¡Humo! -aulló la señora Xavier, poniéndose en pie mirando a la escalera.
Todos dieron un salto al oírla. En efecto, a través de los forros de tela que Ellery había puesto en los resquicios de la puerta se filtraban unos hilos de humo.
Agarró uno de los cubos de metal y subió corriendo los peldaños. Arrojó el contenido del cubo sobre los trapos y el humo desapareció al instante con un silbido.
– ¡Padre! Súbeme el balde grande de agua. Aquí, aquí. Yo te ayudo -subieron el balde entre los dos-. Procura mantener húmeda la puerta. Hay que aplazar lo inevitable cuanto se pueda… -sus ojos centelleaban otra vez cuando descendió las escaleras-. Un poquito más, amigos, un poquito más y acertarán -parecía un charlatán de feria tratando de sujetar a un auditorio nervioso. Sus últimas palabras fueron cubiertas por el chapoteo del agua que el inspector arrojaba furiosamente contra la puerta-. Hablábamos de mero deseo de posesión. ¿Saben qué significa eso?
– ¡Por favor! -protestó alguien. Todos miraban fijamente la puerta, horrorizados, y puestos en pie.
– ¡Hagan el favor de escucharme! -dijo Ellery salvajemente-. Me escucharán aunque tenga que ir sacudiéndoles de uno en uno. Siéntense -obedecieron confusos-. Así. Mucho mejor. Y, ahora, escúchenme. Esos robos indiscriminados de objetos sin valor aparente ni oculto no pueden tener más que una explicación: cleptomanía. Y en este caso una cleptomanía dedicada exclusivamente a los anillos, anillos de cualquier clase. Y digo esto porque parece ser que no ha sido robado ningún otro objeto -volvían a escucharle atentamente, con poco esfuerzo, tratando al mismo tiempo de olvidar el infierno que ardía sobre sus cabezas. Ruidos sordos de paredes que se arruinaban, desplomándose sobre el piso resonaban en la bodega como golpes en las paredes de un ataúd-. En otras palabras: si encuentran ustedes un cleptómano en este grupo, habrán encontrado al asesino del doctor John Xavier y del abogado Mark Xavier, al asesino que quiso incriminar a los dos chicos.
El inspector bajó a toda prisa a buscar más agua.
– Por ello -dijo Ellery con gesto feroz- me propongo, como último triunfo a conseguir en la vida, descubrir eso -levantó de pronto una mano y comenzó a sacarse un precioso anillo, muy raro y vistoso, que llevaba puesto.
Por fin, logró sacarlo y lo colocó sobre uno de los cajones vacíos viejos, empujándolo suavemente hasta el centro del grupo.
Luego se volvió atrás unos pocos pasos y se quedó callado.
Todos los ojos estaban clavados sobre la brillante joya como si fuera un amuleto de salvación en lugar de un último y desesperado truco. Hasta las toses habían desaparecido. El inspector bajó también a sumar sus ojos a la batería ya instalada. Nadie hablaba. Nadie se movía.
Pobres tontos, pensaba Ellery para sus adentros. No os dais cuenta de lo que está pasando en realidad. ¿Será posible? Y mantenía su fiera expresión, tan feroz como podía, mirando a su alrededor con frialdad. Deseó intensamente que se derrumbara la casa en ese momento en que tenían tan concentrada todos su atención en el maldito anillo que no se enterarían casi de nada, ahorrándose dolor y sufrimiento. Y continuaba mirando.
Permanecieron así durante un espacio de tiempo infinito. No se oía más que los desplomes del piso de arriba y el silbido de las llamas. El frío de la bodega había sido sustituido hacía ya horas por un calor creciente, agresivo, tremendo.
Hasta que alguien gritó. Una mujer.
«¡Gracias a Dios! -pensó Ellery-. El truco ha funcionado. ¡Como si importase algo!». ¿No podría haber aguantado hasta el final? En realidad siempre fue una infeliz, una pobre tonta enredada en su torpe y complicado engaño.
La mujer volvió a gritar.
– ¡Sí! ¡Fui yo! ¡No me importa decirlo! ¡Lo hice y lo volvería a hacer, estuviera donde estuviera!
Se detuvo para recuperar el aliento, mientras un destello de locura se dibujaba en su mirada.
– ¿Y qué más da? -aulló-. ¡Vamos a morir todos enseguida! ¡Al infierno! -lanzó su brazo hacia la figura petrificada de la señora Carreau, apoyada en los jóvenes siameses, que miraban aterrados-. Lo maté y maté a Mark porque lo sabía. Estaba enamorado de esa… de esa… -se le quebró la voz, convirtiéndose en un murmullo ininteligible. Creció el tono de nuevo-. Da igual que lo niegue. Tanto susurro, tanto susurrar y susurrar y susurrar y…
– No -susurró la señora Carreau-. Hablábamos solamente de los niños, puedo jurarlo. Nunca hubo nada entre nosotros.