Y les empujó suavemente, pero con firmeza, hacia la escalera.
Bajaban de a tres en fondo por la amplia escalera, y Ellery lanzó una mirada furtiva a su padre. Apenas si una leve contracción de los labios reflejaba un signo de su agitación de instantes antes. Aunque había marcadas arrugas en sus cejas grises, y se mantenía en posición muy erguida, forzada, como si le costara un gran esfuerzo de voluntad ir derecho.
Ellery movió la cabeza en la semipenumbra. Su deseo de dormir se había desvanecido por completo, siendo sustituido por una creciente excitación que hacía hervir su cerebro. ¿Qué clase de lío, qué complicadas relaciones humanas habían sido involuntariamente turbadas al producirse su presencia allí?
Frunció el ceño, y siguió bajando, despaciosamente, los escalones. Tres problemas importantes requerían una solución inmediata, a no ser que estuviera decidido a no conceder reposo a su cerebro, incapaz de tomarse el menor descanso mientras no hallara solución a las interrogantes que se le habían planteado en la casa: qué era lo que había causado el increíble y nunca visto espanto de su padre, el inspector; por qué razón había aparecido su anfitrión a su lado, junto a la puerta de su habitación, en medio de la oscuridad del piso de arriba; y, finalmente, una explicación racional al hecho de que el fuerte brazo del doctor Xavier estuviera rígido, duro y tenso como si su propietario hubiera muerto y estuviera ya invadido del rigor mortis, en el momento en que cogió a Ellery del codo, en el pasillo. Era preciso dar con una solución inmediata a esos enigmas, si quería poder llegar a conciliar el sueño durante la noche que se avecinaba.
Gente rara
Años más tarde, Ellery habría de recordar con todo detalle aquella noche especial en los montes Tipis, sazonada con el silbido del viento en la cima del pico, sobre el que se erguía aquella verdadera mansión del misterio. No hubiera sido tan malo -puntualizaría al contarlo- si no hubiera estado todo tan oscuro, pues la negrura de la noche era un perfecto caldo de cultivo para los fantasmas de la imaginación. Y, además, el incendio que crecía allá abajo no se apartaba de sus mentes, como un fosforescente telón de fondo de sus pensamientos. Se daban cuenta ambos de que no había posibilidad alguna de escapar de aquella casa y que por lo tanto no tendrían más solución que enfrentarse a lo que en ella pudiera ocultarse, malo o peor, salvo que prefirieran arrojarse al dudoso albur de la feroz conflagración que arrasaba la base de la montaña.
Y para empeorar las cosas no había un mínimo instante en el que estuviesen a solas para poder participarse en privado sus temores mutuos. Su anfitrión no los abandonaba ni un minuto. Los Queen hubieran prescindido de muy buen grado de la presencia del doctor Xavier mientras engullían los sándwiches de cerdo frío, las tartas de arándanos que la silenciosa señora Wheary había traído en una bandeja en cuanto estuvieron de nuevo en la sala de estar de la planta baja. Pero el médico permaneció con ellos, llamando a la señora Wheary y pidiéndole más sándwiches y más café, ofreciéndoles cigarros, en resumen, comportándose como un perfecto anfitrión en todos los órdenes, excepto en el que a ellos más les interesaba.
Ellery contemplaba al hombre mientras comía su bocadillo, y se sentía confundido. El doctor Xavier no era un charlatán ni mucho menos una figura siniestra sacada de una novela barata de horrores. No se podía decir que tuviera rasgos del doctor Caligari, o de Cagliostro. Era un hombre culto, refinado, guapo, cordial, cercano a la madurez pero confortable y con un evidente aire de ser un experto en su profesión. Ellery recordó, en efecto, que se le conocía por el «Doctor Mayo de Nueva Inglaterra», comparándole con el famoso propietario de la Clínica Mayo, y era indudable que desprendía un encanto tranquilo y apacible que aumentaba al estar más rato a su lado. El anfitrión ideal para una cena, por ejemplo; un deportista, además, según se desprendía de su aspecto físico; en fin, un científico, un estudiante y un caballero, todo en uno. Pero, sin embargo, había algo más, algo que trataba cuidadosamente de ocultar. Ellery se exprimió las meninges mientras sus mandíbulas trabajaban, pero no pudo hallar ninguna explicación, salvo la Cosa que había espantado al inspector cuando estaban arriba ¡Dios mío!, pensó, ¡no será uno de esos monstruos científicos! Eso sería demasiado, tuvo que reconocer. Se trataba de un cirujano famoso que había sido un pionero en muchos campos inexplorados de la cirugía, pero ¡de ahí a que fuera un doctor Moreau wellsiano!… ¡Bobadas!
Miró hacia su padre. El inspector comía tranquilamente, sin rastros de terror. Este había sido sustituido por una agudeza vigilante, sin sueño, difícil de ocultar incluso mientras comía.
Y, de repente, Ellery notó algo más. La luz que llegaba del corredor había aumentado su intensidad. Y se oían voces, voces absolutamente normales procedentes de la misma dirección en que antes no se oían más que susurros. Era como si se hubiera subido un telón, o una prohibición, o como si el doctor hubiera movido a los propietarios de tales voces con una orden telepática, haciéndoles dejar los cuchicheos y volver a la normalidad.
– Y ahora, si ya han terminado -dijo el doctor Xavier echando una ojeada a las ruinas que quedaban sobre las bandejas y sonriendo-, ¿les parece que nos reunamos con los demás?
– ¿Los demás? -repitió, como un eco inocente, el inspector, como si no hubiera podido sospechar que hubiera alguien más en la casa que ellos.
– Desde luego, los demás. Mi hermano, mi mujer, mi ayudante, el médico que me asiste en las pequeñas investigaciones que llevo a cabo aquí arriba; tengo un buen laboratorio en la parte de atrás de la casa… También está…, un… -titubeó- un huésped. Pienso que es un poco pronto para irse ya a dormir, ¿no?
Terminó en una nota ascendente, un poco como si tuviera la esperanza de que los Queen quisieran prescindir del placer dudoso de encontrarse con «los demás» a cambio del más seguro del sueño.
Pero Ellery respondió con rapidez:
– Oh, claro, sí, estamos ya del todo recuperados, ¿no, padre? -el inspector, acostumbrado a aceptar y pasar claves, asintió con la cabeza. Incluso había una cierta impaciencia en su asentimiento-. Ya no tengo nada de sueño. Y además, después del susto será bueno sumergirse de nuevo en la amable sociedad humana -añadió riendo Ellery.
– Sí, sí, naturalmente -dijo el doctor Xavier con un levísimo asomo de disgusto en el tono-. Por aquí, caballeros.
Los condujo a través de la sala y el corredor hasta la puerta de enfrente. Luego, con la mano en el pomo, dijo titubeante:
– Supongo que tendré que explicar…
– En absoluto -dijo de corazón el inspector.
– Pero creo que nuestro comportamiento de esta noche ha de parecerles un poco raro -dudó otra vez-. Tengan presente que aquí arriba siempre estamos completamente solos y aislados, y claro, las señoras estaban un poquito…, hmm…, alarmadas, digamos, un poquito alarmadas al oír el ruido y sus llamadas tan violentas a la puerta. Por eso me pareció más prudente enviar a Bones…
– Ni una palabra más -dijo Ellery, amable, y el doctor Xavier bajó la cabeza y se volvió hacia la puerta, como si se diera cuenta de cómo habían de sonar sus explicaciones a unas personas inteligentes.
Ellery empezó a sentir compasión del pobre hombre. Rechazó mentalmente de nuevo, y definitivamente, la posibilidad de cualquier monstruosidad científica que su mente calenturienta le había hecho concebir antes y atribuir al doctor. El hombretón ese era tan suave como una señorita y tan gentil como una flor. Lo que le preocupaba tenía que ser algo que concerniera a otros, no a sí mismo. Y tenía que tratarse de algo racional, no de algún fantástico horror.