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La habitación en la que penetraron era una combinación de sala de música y de juegos. Un gran piano de cola ocupaba toda una esquina, con lámparas y sillones colocados a su alrededor. Pero la mayor parte de la sala estaba ocupada con mesas de tamaños varios y formatos diversos: mesas de bridge, de ajedrez, de mahjong, una de ping-pong y otra de billar. El salón tenía otras tres puertas: una en la pared de la izquierda, otra que daba entrada desde el vestíbulo, en la misma pared que el corredor, y a través de la cual habían oído antes los cuchicheos, y otra más en la pared de enfrente que aparentemente, por lo que Ellery había podido ver en una rápida mirada, daba a una biblioteca. Toda la pared principal estaba compuesta por balcones franceses que daban paso a la terraza.

De todo esto se dio cuenta en una primera ojeada de ambientación; y más al seguir y ver en una mesa cartas de baraja revueltas, lo que a Ellery le pareció lo más provocador de todo. Así, siguiendo a su padre y al doctor, dedicó su atención por entero a las cuatro personas que estaban en la habitación.

Se dio cuenta de inmediato de que las cuatro, al igual que el doctor Xavier, actuaban presas de una intensa excitación, que era más evidente en los hombres que en las mujeres. Los dos se habían levantado, uno, alto y rubio de anchas espaldas y ojos agudos -el hermano del doctor sin lugar a dudas-, encubría su nerviosismo con la máscara de la acción: aplastó su cigarrillo recién empezado en un cenicero que estaba sobre la mesa de bridge delante de él, manteniendo la cabeza baja. El otro enrojeció sin muy concreta razón: era un joven de aspecto delicado, rasgos finos, ojos azules y mandíbula cuadrada, pelo castaño y dedos manchados de algún producto químico. Cambió de pie un par de veces antes de que los Queen llegaran a su altura, mientras su fina piel enrojecía aún más y sus ojos iban de un lado a otro.

«El ayudante -pensó Ellery-. Un jovenzuelo de buena pinta. No sé que es lo que esconde esta gente, pero él lo esconde también con ellos, y no se siente a gusto haciéndolo».

Las mujeres apenas si dejaban aparentar su nerviosismo, haciendo gala de esa capacidad de respuesta a las emergencias tan característica de su sexo. Una era joven y la otra de edad indefinida. La joven, notó enseguida Ellery, era fuerte y competente, de unos veinticinco años y perfectamente capaz de cuidar de sí misma sin ayuda de nadie; una muchacha tranquila, de despiertos ojos pardos, figura atractiva y encanto indefinible, una cierta inmovilidad controlada que reflejaba gran capacidad de acción en caso de que resultara necesario. Estaba sentada perfectamente erguida, con las manos en el regazo, con una leve sonrisa. Tan sólo sus ojos la traicionaban, reflejando la tensión, alertas, brillantes.

Su compañera era la figura dominante del cuadro. Muy alta, incluso sentada, pecho fuerte, orgullosos ojos negros y un pelo a veces gris que armonizaba con el tono aceitunado claro de su piel, sin apenas maquillaje; una imagen que sobresaldría en cualquier conjunto. Debía tener entre treinta y cinco y cuarenta años, y algo muy francés, notoriamente francés se desprendía de ella, algo que Ellery no pudo determinar de inmediato. Una mujer de temperamento apasionado, notó instintivamente, una mujer peligrosa, peligrosa para odiar y mortífera para amar. Su tipo era de los que hacen ligeros y rápidos gestos, movimientos constantes que se desprenden de una personalidad volátil. Y sin embargo, se sentaba tan rígida y estirada que podría haber estado hipnotizada. El acuoso negro de sus ojos estaba fijo en el infinito, en algún punto indeterminado del espacio entre Ellery y el inspector… Ellery bajó la mirada, se arregló un poco y sonrió.

Se prescindió de ciertas formalidades, puesto que era, al fin y al cabo, una reunión familiar.

– Querida -dijo el doctor Xavier a la extraordinaria mujer de los ojos negros-, éstos son los caballeros a los que confundimos con unos vagabundos -y se rió en alto, levemente-: La señora Xavier, el señor Queen, y el señor Queen hijo -ni siquiera entonces les miró directamente, sino que se limitó a una fugaz mirada de costadillo de sus notables ojos, y a una cortés sonrisa…-. La señorita Forrest, el señor Queen; señor Queen… la señorita Forrest es la invitada de la que le hablé.

– Encantada -dijo inmediatamente la joven. ¿Acaso el doctor le había lanzado una mirada de advertencia? Sonrió-. Tendrán que perdonar nuestros modales de antes. Es una noche muy tenebrosa y nos pillaron de sorpresa -se estremeció: un escalofrío de verdad.

– No puedo reprocharle nada, señorita Forrest -dijo el inspector afectuosamente-. No pensamos en lo que unas personas normales pensarían al oír aporrear su puerta en medio de la noche y en un sitio como éste, pero son cosas de mi hijo, un impulsivo, ya sabe.

– Eso es más bien tu definición -sonrió Ellery.

Rieron todos, y se hizo otra vez el silencio.

– ¡Ah!, mi hermano, Mark Xavier -dijo el cirujano, señalando al rubio alto de los ojos agudos-. Y mi colega, el doctor Holmes -el joven sonrió un tanto envarado-. ¡Bueno! Y ahora que han conocido a todos, ¿no quieren sentarse? -se sentaron-. El señor Queen y su hijo -dijo despreocupadamente el doctor Xavier- fueron conducidos hasta aquí más por las circunstancias que por su propio placer.

– ¿Se perdieron? -dijo lentamente la señora Xavier, mirando de frente a Ellery por vez primera.

Ellery sintió como un golpe, un golpe físico, como mirar dentro de un alto horno. Tenía también una voz apasionada, cálida, ardiente, como los ojos.

– Oh, no, querida, no es eso -dijo el doctor Xavier-. No te alarmes, pero parece ser que hay un incendio forestal, o algo así, abajo, y estos caballeros se vieron forzados a subir por el Flecha para protegerse del fuego. Creo que volvían de unas vacaciones en Canadá.

– ¡Fuego! -exclamaron todos a una.

Y Ellery pudo notar que su sorpresa era auténtica. No había duda de que era la primera noticia del incendio que recibían.

El hielo se rompió así, y los Queen estuvieron un buen rato contestando las excitadas preguntas que les hacían, y repitiendo la historia de su escapatoria. El doctor Xavier permanecía allí sentado, en calma, escuchando y sonriendo cortésmente, como si fuera la primera vez también que él lo oía. Luego la conversación decayó, y Mark Xavier se levantó bruscamente y se dirigió a uno de los balcones para mirar afuera, intentando penetrar la oscuridad. La horrible Cosa que se asomaba en los silencios reapareció. La señora Xavier se mordía el labio; la señorita Forrest estudiaba sus rosados dedos.

– Bien, bien -dijo el cirujano de golpe-, no pongamos esas caras tan largas -así que también él se había dado cuenta-. Probablemente no es nada serio. Lo único que pasa por ahora es que estamos incomunicados temporalmente, pero Osquewa y los otros pueblos de los alrededores están perfectamente equipados para luchar contra el fuego en los bosques. De hecho todos los años, o casi, tenemos uno. ¿No recuerdas el del año pasado, Sarah?

– Naturalmente -y dirigió una mirada enigmática a su marido.

– Sugiero que hablemos de algún tema más agradable -dijo Ellery encendiendo un cigarrillo-. Del doctor Xavier, por ejemplo.

– Vamos, vamos -dijo el cirujano, ruborizándose.

– ¡Es una gran idea! -gritó la señorita Forrest saltando sin respiro de su asiento-. Hablemos de usted, doctor Xavier, de lo famoso y amable y realizador de milagros, y de todo lo que es. Llevo días queriendo hacerlo, pero no me he atrevido por miedo a que la señora Xavier me arrancase el pelo, o algo así.

– Vamos, señorita Forrest -dijo medio enfadada la señora Xavier.

– ¡Oh, perdón! -exclamó la joven dando vueltas por la habitación. Parecía que se hubiera esfumado el dominio de sí misma anterior; sus ojos brillaban extraordinariamente-. Creo que estoy muy nerviosa. Con dos médicos en la casa…, quizá un sedante… ¡Oh, vámonos, Sherlock! -y tiró del brazo del doctor Holmes. El joven estaba alarmado y sorprendido-. No te quedes ahí como un poste. Hagamos algo.