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– Yo tampoco sabía que tenía un tío artista.

– Yo diría que más bien soy lo que me manden. En mis tiempos fui… veamos… ilustrador (que ha sido el trabajo en el que he empleado la mayor parte de mi vida), copista, grabador, dibujante y restaurador, así como pintor por encargo… ¿Fue una larga enfermedad…? Perdón, me refería a su madre…

– Sí, pero no en el sentido que usted… La verdad es que… -Y, tras esas palabras, decidí narrarle toda mi historia.

Me escuchó muy seriamente y sin muestras de sorpresa, incluso cuando le conté todo lo de las sesiones de espiritismo, y me las arreglé de algún modo para llegar hasta el final sin derrumbarme.

– Así pues, ya ve usted, señor… aunque mi padre no lo sabe, yo soy la causa de la muerte de mi madre.

– Se juzga usted demasiado severamente -replicó-. Por todo lo que me ha contado, lo maravilloso es que mi hermana no hubiera puesto fin a su vida mucho antes. Usted se ha comportado muy generosamente, y no debería reprochárselo.

Dejé escapar un sollozo entonces, pero vi que mi conducta le resultaba muy incómoda y me dominé en cuanto pude.

– Y ahora -me dijo-, ¿se irá usted con su padre a casa de su tía en Cambridge?

– No la conozco, no la he visto nunca. No me quieren y preferiría irme lejos… pero… sí, debo ir.

– Comprendo -dijo, y permaneció en silencio durante unos instantes-. Constance… si yo pudiera… -titubeó al fin-. Yo soy soltero… y me conozco lo suficientemente bien como para decir que soy un egoísta: adoro mi tranquilidad y mis comodidades, y la seguridad de que puedo irme al estudio después de desayunar y que nadie me molestará durante las diez horas siguientes. Tengo una cocinera y una doncella, ambas excelentes mujeres, pero a veces me molestan con sus preguntas. Ahora… si yo contara con alguien que se ocupara de la casa por mí… alguien que tuviera en consideración lo que me gusta y lo que me disgusta, y que se preocupara de que todo se hiciera correctamente… digamos… una joven tranquila y discreta… y especialmente si su padre estuviera dispuesto a concederle una asignación… porque yo no soy precisamente rico… No sería un trabajo demasiado pesado, y la casa es lo suficientemente grande para que usted tuviera sus propias habitaciones.

Una semana más tarde ya estaba instalada en casa de mi tío, en Elsworthy Walk. Estaba tan aliviada ante la perspectiva de no tener que ir a Cambridge que habría estado contenta con una cama en un sótano. Pero encontrarme con una habitación en el piso superior, con la ventana mirando al este, hacia las laderas herbosas de Primrose Hill, me pareció de todo punto milagroso. La mesa del comedor estaba siempre atestada de libros y periódicos; la idea que tenía mi tío de la comodidad consistía exactamente en dejar las cosas donde mejor le parecía, y le encantaba que a ambos nos gustara leer durante las comidas: algunas veces se pasaban los días, enteros sin intercambiar más que un «buenos días» o un «buenas noches». Al principio no podía salir de casa sin temer que acabaría tropezándome con alguien del círculo de la señora Veasey o de la señorita Carver, pero nunca ocurrió, y mi tío nunca volvió a hacer referencia a las sesiones de espiritismo. A cambio del Foundling Hospital, ahora tenía Primrose Hill, y a menudo, aquel otoño, me senté junto a la ventana para ver a los niños jugar… y encontré en aquellas escenas un secreto consuelo para mi espíritu.

Pero incluso en esta apacible situación pasaron muchos meses antes de que el peso de la culpa y el remordimiento comenzara a aliviarse, y sólo fue para dar paso a una inquietud de espíritu cada vez mayor.

Mis obligaciones en la casa estaban muy lejos de ser gravosas y me permitían disponer de una gran cantidad de tiempo. Mi tío, pronto lo comprendí, evitaba cualquier expresión de emoción; y creo que no era porque fuera una persona insensible, sino porque temía el efecto que las emociones pudieran tener sobre él. Por ciertos detalles que dejó entrever, llegué a sospechar que a veces su conciencia le remordía por haber abandonado a su familia, especialmente a mi madre, a quien podía haber seguido la pista fácilmente, y que haberme acogido a mí había sido su modo de compensar aquel abandono. Parecía que le agradaba tenerme en casa: yo era la persona con la que podía mantener una conversación cuando a él le apetecía conversar, y le permitía concentrarse en sus propios pensamientos cuando no le apetecía, y si él se dio cuenta de mis tribulaciones, no dejó entrever el menor indicio de ello. En cualquier caso, yo no le podría haber dicho en qué consistían mis preocupaciones.

Me fui acostumbrando a la soledad y no eché de menos -o no creí que echara de menos- el contacto con otras personas de mi edad; no tenía ningún interés particular y ninguna ambición concreta y, ciertamente, no deseaba casarme. Y, aun así, había algo que deseaba fervientemente, una ansiedad innombrable y secreta que sólo podía calmar caminando durante horas seguidas, hiciera sol o diluviara, hasta que conocí todas las calles del barrio, hasta Hampstead, donde las casas daban paso a los caminos y los campos… Pero nunca volví a Holborn.

Al final encontré un empleo como institutriz de los hijos de un tal capitán Tremenheere, que estaba sirviendo en la Artillería Real en el cuartel de Ordnance Hill. Mi tío se enojó un poco por esto, pero, como le recordé, la asignación que me dispensaba mi padre pronto cesaría y yo no podía permitirme vivir de su caridad. Yo estaba contenta con mi trabajo y pronto aprendí a querer de verdad a mis tres alumnos, pero aun así, la inquietud persistió; no podía zafarme del sentimiento de que estaba caminando como una sonámbula por la vida, esperando a que comenzara mi verdadera existencia… o lo que quiera que fuese.

En la primavera de 1888 mi padre murió repentinamente de un ataque de apoplejía. Lo supe por una carta que me envió mi tía, la cual me escribió diciéndome que mi padre le había dejado todo a ella, con instrucciones de que continuara librándome la asignación hasta que se cumpliera mi mayoría de edad, en el mes de enero siguiente. No me invitaba a acudir al funeral, ni yo quise ir: yo sabía que no había significado nada para él y creo que lloré por mi propia falta de dolor, más que por aquel hombre al que apenas había conocido.

Aquel verano fue tan frío y lluvioso que difícilmente mereció ese nombre, y el otoño se ensombreció aún más por los continuos sucesos y atrocidades acontecidos en Whitechapel [14]. Mis paseos solitarios se redujeron: ya no me sentía tranquila caminando más allá de los límites de St John Wood; y, después, en diciembre, el capitán Tremenheere fue trasladado a Aldershot, y se llevó a su familia con él.

Mi vigésimo primer cumpleaños pasó, y no encontré otro trabajo, hasta que una mañana, después del desayuno, mientras estaba curioseando descuidadamente un artículo, mis ojos se detuvieron en un anuncio que aparecía debajo:

«Se ruega a Constance Mary Langton, hija de la difunta Hester Jane Langton (de soltera, Price), domiciliada antaño en Bartram's Court, Holborn, que se ponga en contacto con Montague y Venning, notarios públicos, en sus oficinas de Wentworth Road, Aldeburgh, por un asunto que le interesa especialmente».

Yo había imaginado que todo se aclararía con la respuesta del señor Montague, pero su carta simplemente solicitaba «pruebas consistentes que puedan aportarse» de que yo era la verdadera Constance Mary Langton en cuestión. Mi tío bromeó mientras redactaba un certificado a tal efecto, y dijo que, en realidad, por lo que él sabía, yo podía ser una vagabunda que se hubiera colado en la casa de Bartram's Court el día en que a él se le ocurrió llamar… Aquélla era una observación que me perturbó más de lo que él podría imaginar jamás. También se me solicitaba la fecha y el lugar de mi nacimiento -respecto a esto último, sólo pude escribir: «En el campo, cerca de Cambridge»- y declarar si tenía hermanas «u otros familiares cercanos de sexo femenino» vivos, a lo cual contesté que no había nadie, por lo que yo sabía. En respuesta a mi carta, recibí una nota del señor Montague diciéndome que vendría a Londres en los próximos días y que le encantaría visitarme, cuando yo considerara conveniente, «para tratar el asunto del legado». Mi tío pensó, por el texto del anuncio, que el legado procedería de alguien de la rama materna, pero no pudo arrojar más luz sobre el caso: él nunca había tenido demasiado interés en la historia de su familia. Muy probablemente, me advirtió, se trataría de una pequeña suma de dinero o algunas piezas de mobiliario viejo, legado a mi madre por alguna tía olvidada o por algún primo. Pero aquellas breves indagaciones habían vuelto a despertar mis fantasías infantiles, según las cuales había algún misterio en torno a mi nacimiento. Yo nunca le había mencionado esas sospechas a mi tío, y me sentí secretamente aliviada cuando me dijo que no estaría presente en la entrevista, asegurándome que aquello era un asunto que sólo me concernía a mí, sobre todo porque ya era mayor de edad; en todo caso, si lo necesitaba, podía ordenar que alguien fuera a buscarlo al estudio.

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[14] Se refiere, naturalmente, a la ola de asesinatos cometidos por Jack el Destripador. Los cinco crímenes tradicionalmente atribuidos a este asesino se encuadran entre el 31 de agosto y el 9 de noviembre de 1888.