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En la década de 1780, la propiedad pasó a manos de Thomas Wraxford, un hombre de ambiciones desmedidas que se había casado poco antes con una rica heredera. Este hombre comenzó inmediatamente a hacer reformas, a ampliar la casa y los cimientos, con la idea de convertir aquel lugar en un centro de esplendor social, sordo a todos aquellos que le advertían de la lejanía del lugar y de las dificultades que cualquier persona tendría para llegar hasta allí. Gastó en aquel plan una buena parte de la fortuna de su esposa, así como de la suya propia, pero las grandes fiestas que proyectaba jamás se llegaron a celebrar; las invitaciones fueron rechazadas muy cortésmente y las habitaciones exquisitamente amuebladas permanecieron vacías. Y entonces, alrededor de 1795, murió su único hijo, Félix, a la edad de diez años, cuando se cayó desde la galería superior del gran salón.

La esposa de Thomas Wraxford le abandonó poco después del trágico suceso y regresó con su familia. Él vivió en la mansión durante otros treinta años, hasta que una mañana, en la primavera de 1821, su ayuda de cámara le subió el agua caliente a la hora acostumbrada y descubrió que su señor se había ido. Nadie había dormido en la cama y no había signo alguno de pelea o altercado; las puertas que daban al exterior y las ventanas estaban cerradas con pestillo, como siempre; y lo único que se echaba de menos en aquel escenario era el camisón que llevaba el señor cuando el criado lo había visto por última vez la noche anterior. La casa y las tierras fueron batidas a conciencia, pero todo fue en vano: Thomas Wraxford se había esfumado de la faz de la tierra, y jamás se encontró el menor rastro de él.

En términos generales se admitía que el pobre anciano finalmente había perdido la cabeza y que de algún modo había salido fuera de la casa, en camisón, que habría vagado por el bosque de Monks Wood y habría caído en un hoyo: la zona había sido minada durante siglos en busca de estaño, y algunas de aquellas antiguas obras y galerías aún permanecían abiertas, ocultas por ramas y hojas secas, y constituían verdaderas trampas para los imprudentes. Un año y un día después de la desaparición de Thomas, Cornelius Wraxford, su sobrino y único heredero, solicitó al Tribunal del condado un dictamen que certificara el fallecimiento de Thomas Wraxford, y se le concedió casi inmediatamente. Y así fue como Cornelius, un profesor soltero y solitario, renunció a su cátedra en Cambridge y tomó posesión de la mansión. Y eso era todo lo que podía contarme mi padre, además de que con el correr de los años Cornelius había ido vendiendo gradualmente las tierras que antiguamente constituyeron la propiedad que heredó, excepto los bosques de Monks Wood y la mansión.

Como joven muchacho que era, yo empleé una buena parte de mi tiempo fantaseando con mis amigos sobre la posibilidad de adentrarnos en aquellos bosques, evitando a los perros, e internarnos en la mansión a través de un pasadizo secreto que, según se decía, iba directamente desde la casa hasta una capilla abandonada que había en los bosques cercanos. Ninguno de nosotros había estado realmente en aquellos bosques de Monks Wood y sólo los habíamos visto de lejos, así que nuestras imaginaciones tenían toda la libertad del mundo para pergeñar lo que quisieran. Los terrores que invocamos en aquel tiempo poblaron mis sueños durante años. Nuestros planes, por supuesto, acabaron en nada. A mí me enviaron a la escuela, donde hube de soportar las crueldades habituales, hasta que el golpe de la muerte de mi querida madre me dejó durante un tiempo indiferente a aquellos tormentos menores.

Creo que fue entonces cuando comencé a refugiarme en el dibujo y la pintura, para lo cual poseía una habilidad natural, aunque nunca me lo había tomado muy en serio ni me había ocupado de estudiarlo en exceso. Mi forté eran los paisajes naturales -sobre todo los bosques-, las casas, los castillos y, especialmente, las ruinas. Algo en mí luchaba contra la luz, pero no parecía que aquello tuviera nada que ver con mi destino, el cual consistía en estudiar leyes en el Corpus Christi, el viejo colegio universitario de Cambridge donde estudió mi padre. Hice lo que se suponía que tenía que hacer, y allí, en Cambridge, en mi segundo año, conocí a un joven llamado Arthur Wilmot. Estaba estudiando lenguas clásicas, pero su verdadera pasión era la pintura y, a través de él, descubrí un mundo nuevo que ignoraba por completo. Y fue con este compañero, en Londres, con quien vi por vez primera la obra de Turner, y entonces pude finalmente entender aquellos versos de Keats sobre el gran Cortés mirando el océano con indecible asombro [16]. Durante aquellas largas vacaciones, pasamos tres semanas pintando y dibujando en Escocia, y, con el apoyo y el ánimo de Arthur, yo comencé a creer que mi futuro podría estar en un estudio de arte más que en un despacho de abogados.

Arthur tenía aproximadamente mi altura, pero era ligeramente menos robusto, con una piel blanca que se quemaba fácilmente con el sol y rasgos delicados. Pero la impresión de fragilidad era engañosa, como pude comprobar durante nuestro primer día en Escocia, cuando subió corriendo una cuesta muy empinada con la agilidad de una cabra mientras yo, jadeante, le seguía la estela a duras penas. Siempre me hablaba de un lugar cercano a Aylesbury llamado Orchard House -una perfecta Arcadia, tal y como sonaba en sus labios-, donde tenía la residencia su padre, un pastor anglicano. Y especialmente me hablaba de su hermana Phoebe, a quien simplemente adoraba: se ponía muy nervioso si pasaban más de un día o dos sin tener carta suya. Al final de nuestro viaje acordamos que en vez de regresar a Aldeburgh, le acompañaría a su casa y me quedaría allí al menos durante quince días. Yo no tenía hermanos ni hermanas -mi madre había estado muy enferma tras mi nacimiento- y sabía que mi padre había estado esperando ansiosamente mi regreso. Pero yo no quería decepcionar a Arthur, o eso fue lo que me dije para justificar mi comportamiento.

Orchard House era todo lo que mi amigo me había dicho, y más: era una casa de campo, con techo de paja y deslumbrante encalado, asentada, como su nombre advertía, entre arboledas de manzanos y perales. El padre de Arthur, canoso, cordial y rubicundo, podría haber salido directamente de un lienzo de Birket Foster [17] (aunque yo no lo advertí en aquel momento), como su madre: una mujer tranquila, delgada y delicada -cualquiera podía comprobar que Arthur había heredado su aspecto-, a la que siempre se podía encontrar en el jardín cuando no había otra cosa a la que atender. Y, después… Phoebe. Era preciosa, sí, con el perfil clásico de su madre y su esbelta figura; tenía una melena abundante y brillante del color de la miel oscura, y sus ojos eran avellanados, siempre ligeramente entrecerrados, aunque no había coquetería en ese delicioso gesto. Pero, sobre todo, fue su voz lo que me cautivó: era grave y vibrante, con unos cantarines tonos bajos que conseguían que el asunto más vulgar pareciera cargado de emoción.

Mi amor por Phoebe fue correspondido. Conseguí su palabra de matrimonio casi inmediatamente, aunque el consentimiento para nuestro compromiso tardó mucho más en llegar. Aparté de mi mente cualquier idea de morirme de hambre en frías buhardillas y me apliqué a estudiar leyes, sabiendo que cuanto antes comenzara a ejercer, antes me casaría. Aparte de los sufrimientos de la añoranza que tuve que soportar estando lejos de ella, oscilando entre violentos ataques de euforia y terror de que mi Phoebe pudiera cambiar de opinión, la única nube que se cernía en nuestro horizonte era la cuestión referida al lugar donde íbamos a vivir. Yo pensaba ejercer la abogacía con mi padre, en Aldeburgh; si rechazaba hacerme cargo de la oficina, le rompería el corazón, y ello conduciría tal vez a abrir un abismo eterno entre ambos. Pero quedarme con él en Aldeburgh significaría separar a Phoebe de todo lo que ella más amaba en el mundo. Ella y mi padre intentaron congeniar sólo por mí, pero no sabían exactamente cómo conseguirlo. También supe que nuestro hogar, una casa sencillamente amueblada que miraba a la playa, le parecía a Phoebe un lugar inhóspito y lúgubre.

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[16] Se trata del soneto «On first looking into Chapman's Homer», de John Keats (1795-1821), incluido en Poems, de 1817; el fragmento al que se refiere el personaje es éste: «Then felt I like some watcher of the skies /When a new planet swims into his ken;/ Or like stout Cortez when with eagle eyes /He star'd at the Pacific -and all his men / Look'd at each other with a wild surmise» («Me sentí entonces como el observador de los cielos cuando descubre un nuevo planeta, o como el gran Cortés cuando observó el océano Pacífico con sus ojos de águila, y todos sus hombres se miraron con indecible asombro»). Joseph Turner (1775-1851) es, evidentemente, el gran pintor romántico de las nebulosas londinenses y los escenarios sublimes

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[17] Myles Birket Foster (1825-1899) fue uno de los grandes ilustradores y acuarelistas victorianos, especialmente valorado por sus escenas campestres y costumbristas