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Al final alcanzamos un acuerdo precario: viviríamos en Aldeburgh, pero en otra casa de nuestra propiedad, en otro lugar, lejos del ruido de las olas, el cual, tal y como Phoebe describió con un gesto de mal humor, le parecía melancólico y agobiante: en más de una ocasión la había sorprendido murmurando inconscientemente: «Rompe, rompe, rompe, en las frías piedras grises, oh, mar…» [18]. Así que íbamos a pasar en Orchard House tanto tiempo como las obligaciones de la oficina me permitieran.

Después de tres largos años nos casamos en la primavera de 1859. Yo sólo tenía veintitrés años, y Phoebe era un año menor. Pasamos parte de nuestra luna de miel en Devon; a mí me hubiera gustado ir a Roma, pero su familia se mostró preocupada por el largo viaje y por los peligros del cólera. Aquellos días y aquellas noches, a solas con ella, me parecieron en aquel momento los más felices de mi vida… Pero a los quince días, Phoebe comenzó a echar de menos Orchard House y, consecuentemente, tuvimos que regresar, para gran regocijo de su familia, hasta que llegó la hora de comenzar nuestra vida en Aldeburgh.

Yo había alquilado un cottage en un lugar muy pintoresco, junto al camino de Aldringham, aproximadamente a una milla de la casa de mi padre y bien lejos del sonido de las olas que rompían sobre los guijarros, pero también bastante aislada: Phoebe se quedaba sola durante todo el día, con la única compañía de nuestra ama de llaves, una mujer muy amable, pero escasamente dada a la conversación. Pocas semanas después de nuestra llegada supimos que mi esposa estaba embarazada, una alegría amortiguada por su creciente nostalgia de Orchard House, que en vano trataba de ocultar. Arthur vino a vernos; por una parte, fue un alivio, pero su visita también proyectó una sombra de amargura sobre nuestras vidas, porque pensaba que yo me estaba comportando de un modo muy cruel al mantener a Phoebe lejos de su familia. Así que decidimos que ella pasaría los últimos meses de su embarazo en Orchard House: poco podíamos imaginar que aquéllos serían los últimos meses de su vida. Yo abandoné el cottage y regresé a casa de mi padre, absolutamente decidido a dejar el despacho y a buscar un empleo en Aylesbury tan pronto como naciera el niño. Pero mi padre estaba tan feliz de verme de nuevo en casa que no me atrevía a decírselo, y así continuaron las cosas hasta que una noche de aquel invierno recibí un telegrama de Orchard House, apremiándome para que acudiera allí inmediatamente. El parto de Phoebe había comenzado prematuramente y duró toda la noche… Mi esposa se había ido debilitando más y más, hasta que decidieron ir a buscar a un médico… Phoebe murió, y nuestro hijo con ella, una hora antes de que llegara el doctor.

Es inútil insistir en aquel dolor infinito, o hablar de sus terribles consecuencias, que se resumen en poco: yo permanecí en Orchard House una semana tras su funeral, hasta que se me hizo insoportable el pensamiento no declarado que toda la familia parecía asumir: que ojalá yo nunca hubiera cruzado el umbral de aquella casa.

Cinco meses después, en agosto de aquel mismo año, Arthur se fue a escalar a las montañas de Welsh, se cayó y se mató.

Volver a Aylesbury para el funeral fue la cosa más dura que he tenido que hacer jamás. Era inútil decirle a sus padres -tan arrasados por el dolor que apenas podían reconocerse sus rostros- que habría preferido que me cortaran la mano derecha antes que verlos morir; pero esas palabras no nos devolverían ni a Phoebe ni a Arthur, ni contestarían a las preguntas que pendían como espadas sobre nuestras cabezas. ¿Por qué Arthur, en lo más intenso del luto por la muerte de su hermana, había abandonado a sus padres para ir a escalar insensatamente? Sus compañeros juraron que había resbalado mientras intentaba subir una pared de roca, pero yo vi en ellos la sombra de una sospecha íntima: puede que Arthur no hubiera decidido deliberadamente poner fin a su vida, pero era absolutamente seguro que se había embarcado en aquella mortal escalada sin que le preocupara mucho vivir o morir.

Durante la larga oscuridad que se abatió sobre mí, el pensamiento de acabar con mi propia vida estuvo constantemente presente. Ni siquiera podía afeitarme sin que se apoderara de mí el impulso de segar mi garganta con la navaja. Las pistolas me llamaban desde los armarios, los venenos desde las estanterías, y siempre estaba allí el ruido del mar, y la imagen de mí mismo adentrándome en las heladas profundidades y nadando hasta que me fallaran las fuerzas y me hundiera bajo las olas. Pero el pensamiento del sufrimiento que mi muerte causaría en mi padre -angustiado como yo por el recuerdo de los estragados rostros de los Wilmot- siempre me contuvo; eso, y como dice Hamlet, el temor de algo después de la muerte: esos versos a menudo acudían a mi memoria [19]. Poco a poco me fui percatando de cuán pesadamente el espectáculo de mi dolor estaba abatiéndose sobre mi padre, y así conseguí salir de una negra noche a un gris amanecer del espíritu. Volví a mi puesto en la oficina y comencé, casi insensiblemente, a tomar conciencia del mundo que me rodeaba, y entonces volví a pintar; al principio eran simples bosquejos, hasta que me encontré vagando por lugares lejanos en busca de nuevos temas para mis dibujos. Pero mi vida, o eso creía yo, ya había terminado efectivamente, y pasarían otros cuatro años antes de que nada pudiera hacer tambalear esta melancólica convicción.

Quizá sea sólo la indeleble impresión que causa la historia de Peter Grimes en The Borough [20], pero yo he notado que muchos visitantes encuentran algo opresivo, e incluso siniestro, en estas tierras del sur de Aldeburgh, las cuales me atraen, creo, por esa precisa razón. El castillo de Orford, especialmente cuando se dibuja contra un cielo nublado y amenazante, es una de mis imágenes favoritas, y desde Orford hay sólo otras tres millas, a través de una zona de pantanos, hasta los límites de los bosques de Monks Wood. Uno puede andar ese camino mil veces sin encontrarse con otro ser humano, y viéndose sólo acompañado por los graznidos solitarios de las gaviotas y los avistamientos ocasionales de un mar picado y gris. Debido al modo en que se extiende el paisaje, el bosque permanece oculto hasta que uno asciende un pequeño collado y se encuentra con el camino encajonado entre oscuras masas de árboles. Yo me encontraba admirando este paisaje una fría tarde de primavera de 1864, y preguntándome si los perros de Wraxford Hall serían realmente tan salvajes como había creído antaño, cuando se me ocurrió pensar que ahora tenía una razón legítima para visitar la mansión.

Convencí a mi padre para que escribiera a Cornelius Wraxford -de quien no habíamos sabido nada durante varios años-, presentándome como su nuevo abogado y solicitando una entrevista. Una semana más tarde llegó la contestación: el señor Wraxford continuaría contando con nuestra oficina, pero no veía ninguna necesidad de mantener un encuentro. Por lo que concernía a mi padre, ahí concluía el asunto. Pero mi antigua curiosidad había renacido y comencé a hacer preguntas. Yo tenía por aquel entonces un amigo entre los furtivos -un hombre a quien yo había sorprendido con las manos en la masa cuando salí a dibujar una mañana muy temprano, y a quien no había delatado- y en un rincón tranquilo de la taberna The White Lion supe que una buena parte del muro exterior de la propiedad se había derrumbado y que los pocos perros que quedaban permanecían encadenados en las viejas caballerizas, en la parte trasera de la casa. El guardia, que ejercía también como mozo de cuadra y cochero, se había dado a la bebida, y rara vez salía de noche, o eso había oído mi informante. De todos modos, la cofradía de los furtivos, me dijo, todavía procuraba evitar acercarse a la mansión, especialmente después del anochecer.

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[18] «Break, break, break, / On thy cold gray stones, O Sea!». Son los primeros versos de un poema de Alfred Tennyson (1809-1892) sobre la añoranza de lo perdido; sus últimos versos dicen: «Rompe, rompe, rompe a los pies de los acantilados, oh, mar, que los dulces encantos del día que murió ya nunca volverán a mí»

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[19] «The dread of something after death», Hamlet (III, i); el verso se encuentra en el famoso monólogo del protagonista: «To be, or no t to be…»

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[20] The Borough (1810) es un extenso poema de George Crabbe (1754-1832), natural de Aldeburgh, como el narrador de este segundo libro. La historia de Peter Grimes narra la vida de un pescador, acusado de asesinato y amargado por las severas relaciones sociales de la aldea