Durante los siguientes cinco días apenas salí de mi estudio. Ignoré a mi padre vergonzosamente, pero no podía abandonar el cuadro. Si en algún momento me tumbaba con el fin de descansar y buscar algunas horas de sueño, la imagen de Wraxford Hall flotaba en mi mente, llamándome, exigiéndome volver a él. Trabajé en el cuadro con una seguridad que nunca había tenido -y que no he vuelto a tener desde entonces-, poniendo a prueba constantemente los límites de mi técnica y, sin embargo, guiado por una visión tan irresistible que prácticamente hacía virtud de mis limitaciones, hasta la mañana en que dejé la paleta por última vez y di un paso atrás para admirar lo que parecía la obra de alguien bastante más dotado artísticamente que yo. La escena era a un tiempo melancólica, siniestra y hermosa, y en aquellos largos momentos de contemplación me sentí como Dios ante la Creación: contemplé lo que había hecho y vi que era bueno.
Mi padre, aunque admiró el cuadro, estaba más preocupado por la perspectiva de que yo pudiera ser detenido por entrar en una propiedad privada y me arrancó la promesa de que no volvería a aventurarme en las propiedades de los Wraxford sin una invitación previa. Desde luego, estuve dispuesto a prometérselo, creyendo que sería capaz de aplicar mi talento recién descubierto a cualquier otro asunto que eligiera. Pero mi siguiente estudio de la fortaleza de Orford parecía notablemente inferior a su predecesor, y otro tanto ocurrió cuando me volqué en algunos otros paisajes que me gustaban especialmente. Algo se había perdido: era una carencia de todo punto evidente y, sin embargo, me resultaba imposible de definir… Había perdido aquella especie de colaboración misteriosa entre el pulso y la mirada, una capacidad de la que ni siquiera yo mismo era consciente. Mientras que en aquel cuadro de la mansión simplemente me había dedicado a pintar, ahora todo era trabajoso, forzado, artificioso… Y cuanto más luchaba contra aquella misteriosa inhibición, peor era el resultado. Pensé volver a la mansión, pero además de la promesa que le había hecho a mi padre, me retenía el temor supersticioso de que si intentaba repetir mi éxito… no es que Wraxford Hall a la luz de la luna se fuera a desvanecer ante mis ojos exactamente, pero se revelaría como una pintura vulgar y mediocre. Tal vez estaba engañándome y el cuadro no valía mucho en realidad: esta idea acudía a mi mente con mucha frecuencia, porque en realidad no había sometido el cuadro al juicio de ningún experto… De todos modos, no podía exponerlo, por temor a alarmar a mi padre y a excitar sus miedos sobre el allanamiento de una propiedad privada. Sin embargo, mi corazón insistía en que había pintado algo verdaderamente notable, aunque a un precio que preferiría no haber tenido que pagar.
Entonces, en octubre del año siguiente, todo cambió con la muerte de mi padre, víctima de una apoplejía. Ahora ya era libre para poder dedicarme por completo a la pintura. Salvo por un detalle: el talento me había abandonado y, además, vender el bufete era tanto como traicionar la memoria de mi padre, e incluso la confianza que puso en mí. Nuestros empleados esperaban que yo continuara con la oficina: entre ellos, Josiah, nuestro pasante más antiguo; así que continué en el negocio «por el momento», o eso me decía a mí mismo, dudando si sería la conciencia o la cobardía lo que me mantenía amarrado al bufete. Mi único acto de rebeldía fue colgar Wraxford Hall a la luz de la luna en la pared de mi oficina. (Le dije a todo aquel que me preguntó que lo había sacado de un antiguo grabado). Y allí estaba colgado la tarde en que me encontré por vez primera con Magnus Wraxford.
Yo había recibido una nota suya en la que me decía que le encantaría encontrarse conmigo; pero no decía por qué. Supe, por las notas que mi padre había escrito en los papeles de Wraxford, que Magnus era hijo del hermano más joven de Cornelius, Silas, que había muerto en 1857. Cornelius había redactado un nuevo testamento en 1858, dejando toda la propiedad a «mi sobrino Magnus Wraxford de Munster Square, en Regent's Park, Londres». Por curiosidad, escribí a un conocido en Londres para preguntarle si aquel nombre significaba algo para él. «Pues bien, da la casualidad de que sí lo conozco», me escribió. «Es médico: estudió en París, creo; practica el mesmerismo, lo cual, como usted sabe, está actualmente bajo sospecha entre la mayoría de los doctores reputados. Dice ser capaz de curar afecciones del corazón, entre otras enfermedades, a través de tratamientos mesméricos. Al parecer, sus pacientes (especialmente las mujeres) dicen maravillas de él. Se asegura que personalmente es encantador, aunque no muy rico, lo cual, desde luego, excita todas las sospechas contra él» [22]. No sé muy bien qué esperaba de aquel encuentro, pero cuando Magnus Wraxford entró en la sala supe que me encontraba en presencia de una inteligencia superior. Sin embargo, no había condescendencia en sus gestos. Tenía aproximadamente mi altura (quizá un poco menos de seis pies), pero era más ancho de hombros que yo, y lucía un espeso pelo negro y una pequeña barba afilada, perfectamente cuidada. Sus manos eran casi cuadradas, con largos y poderosos dedos, con las uñas muy cortadas, y sin adornos, salvo en su mano derecha, en la que lucía un bonito sello de oro que ostentaba la imagen del Fénix. Pero eran sus ojos, bajo aquella frente ancha y prominente, lo que cautivaba la atención de cualquiera: eran profundos, de un castaño muy oscuro, y extraordinariamente luminosos. Tras la amabilidad de su saludo, tuve la desconcertante sensación de que mis más íntimos pensamientos quedaban al descubierto ante él. Lo cual tal vez se debía al hecho de que, cuando su mirada se volvió hacia mi cuadro de Wraxford Hall a la luz de la luna, yo admití claramente que había allanado la propiedad sin permiso. Lejos de mostrar su desaprobación, admiró el cuadro con tanta amabilidad que me desarmó, y tanto más cuanto que si alguien debía disculparse, ése era yo.
– Lamento enormemente -dijo- que mi tío quisiera apartarles de la casa de un modo tan desconsiderado. Como usted habrá comprobado, es el hombre más insociable del mundo. En realidad, sólo me soporta a mí porque cree que puedo ayudarle en sus… investigaciones. Pero… ¿usted y yo no nos hemos visto antes? En la ciudad… en la Academia, el año pasado… ¿En la exposición de Turner? Estoy seguro de que le vi a usted allí…
Su voz, como su mirada, era maravillosamente persuasiva; efectivamente, yo había visitado aquella exposición, y aunque no podía recordar haberlo visto, casi estuve medio convencido de que realmente nos debimos de encontrar allí. En cualquier caso, ambos habíamos admirado Rain, Steam and Speed [23], y lamentamos la reacción hostil que aquella obra había inspirado entre los tradicionalistas; y así fue como nos sentamos junto al fuego y hablarnos de Turner y de Ruskin como viejos amigos, hasta que Josiah llegó con el té. Eran las cuatro de la tarde de un día frío y nublado, y la luz diurna ya se estaba desvaneciendo.
– Veo que mi tío estaba trabajando aquella noche… a menos que ese siniestro resplandor en la ventana de la galería proceda de su propia inspiración… -dijo Magnus, mirando de nuevo mi cuadro.
– No… Realmente había una luz; bastante desconcertante, lo confieso. Por aquí la gente cree que la mansión está embrujada y que su tío es un nigromante.
[22] El médico alemán Franz Anton Mesmer (1734-1815) dio nombre a esta doctrina pseudocientífica, que mezclaba la hipnosis, la astrología, y los rudimentos de la electricidad y el magnetismo («magnetismo animal»), mediante la cual se pretendían curar afecciones e incluso dominar las voluntades ajenas. La doctrina del mesmerismo tuvo mucho éxito a finales del siglo XVIII y principios del siguiente, pero pronto cayó en desgracia y, a mediados del XIX ya nadie creía en esas técnicas, completamente devaluadas y desestimadas por la ciencia.