– Me temo que puede haber alguna verdad en esas leyendas -contestó-, al menos por lo que toca al segundo punto… Ya veo que se dio cuenta de los pararrayos.
Yo había hablado muy a la ligera, lo cual había convertido su contestación tanto más sorprendente. Por un momento pensé que debería haber precisado que lo de la nigromancia no era verdad.
– Sí… Nunca he visto un edificio con tantos pararrayos. ¿Teme su tío especialmente las tormentas?
– Al contrario… Pero antes debería decirle que esos pararrayos fueron instalados originalmente hace unos ochenta años por mi tío abuelo Thomas.
– ¿Es el Thomas Wraxford que perdió a su hijo cuando se cayó por la galería y después… desapareció? -pregunté, como si le hubiera escuchado mal de nuevo.
– Así es; esa galería ahora es el laboratorio de mi tío. Pero los pararrayos, que eran una gran novedad antaño, fueron instalados al menos una década antes de la tragedia. Y no: sus oídos no le han engañado hace un instante…
Mi sorpresa ante aquella aparente clarividencia debió de mostrarse en mi rostro.
– El hecho es, señor Montague, que temo que mi tío se haya embarcado en un experimento que puede representar, para él y posiblemente para otros, un peligro mortal si no se hace nada para prevenirlo. Por eso creo que debería ponerle al corriente de la situación y, si tiene usted la amabilidad, recabar su consejo.
Le aseguré que sería para mí un placer hacer todo lo que estuviera en mi mano, y le rogué que continuara.
– Mi tío y yo nunca hemos tenido mucha relación, ya me entiende… Yo le visito dos o tres veces al año y nos escribimos de tanto en tanto. Pero desde mis años de estudiante yo le he proporcionado algunos libros… poco comunes. La mayoría, de alquimia y de ciencias ocultas. Debo decirle que mi tío sufre un morboso temor a la muerte, y en ocasiones creo que eso explica que se haya apartado del mundo. Esa obsesión le ha empujado, es cierto, por extraños caminos de estudio y, en particular, se ha embarcado en la investigación de los alquimistas, en pos del elixir de la eterna juventud… la poción que supuestamente conferiría la inmortalidad a aquel que descubriera su secreto.
»El invierno pasado comenzó a dejar caer indirectas sobre cierto manuscrito alquimista muy raro que había conseguido: era en realidad un trabajo relativamente reciente, de finales del siglo XVII. No dijo quién era el autor ni contó dónde lo había conseguido. Mi tío, como usted habrá comprobado, es profundamente receloso y reservado, pero es evidente que él creía haber encontrado algo verdaderamente notable.
»Y este último otoño me dijo que pretendía cambiar todos los cables de los pararrayos y me pidió que le consiguiera un ejemplar del tratado de sir William Snow sobre las tormentas [24]. No me sorprendió en absoluto: durante años había estado refunfuñando a propósito del peligro de los incendios causados por los rayos. Desde luego, usted se preguntará por qué no ha hecho nada para asegurar la casa contra incendios más terrenales, y la respuesta es que su horror al gasto de dinero es tan poderoso como su temor a la muerte. Así que le envié el libro y no pensé más en ello hasta que vine a visitarlo hace quince días.
»Los pararrayos, le diré, siempre han estado conectados a tierra por medio de un grueso cable negro fijado al muro. Pero ahora comprobé que se ha quitado una sección de cable de unos seis pies de longitud al nivel de la galería. Al principio pensé que estaba siendo reemplazado por partes; un asunto delicado, porque si cae un rayo cuando la sección aún no se ha instalado, toda la potencia del relámpago estallaría en la galería. Pero como averigüé enseguida, la apariencia de un espacio vacío en la línea del cable era engañosa: el muro había sido perforado por dos lugares, de modo que el cable se metía por el agujero de la parte de arriba y volvía a salir por el otro agujero, seis pies más abajo.
»En su carta, mi tío sólo me había dicho que quería "llevar a cabo algunas reformas". Yo no tenía la menor idea de lo que podría significar aquello, pero cuando me encontré frente a esa extraña instalación, confieso que un escalofrío me recorrió la columna vertebral.
»Me recibió, como siempre, su mayordomo Drayton (un individuo melancólico de sesenta años, o más), que me informó de que mi tío estaba muy ocupado en la biblioteca y que había dado órdenes de que no se le molestara antes de la cena. Esto no era muy habitual; sus invitaciones nunca son para más de dos días, y él sólo me ve cuando quiere algo. De hecho, para ser sincero, si él no me hubiera hecho su heredero, dudo que hubiera mantenido esta relación.
»Mi tío, añadiré, ha mantenido los mismos y escasos criados desde que yo le conozco. Ahí está Grimes, el cochero, que también sirve como mozo de cuadra y recadero; su mujer, que es la cocinera (espartana en extremo), una criada muy anciana, y Drayton. Mi tío viste el mismo traje raído un día sí y otro también; no creo que se haya vestido para cenar desde el día que salió de Cambridge, lo cual debió de ocurrir hace cuarenta y cinco años. La mayor parte de la casa, como habrá usted observado, está cerrada: Grimes y su mujer ocupan el cottage del guarda, y las otras habitaciones de los criados se encuentran en el segundo piso, en la parte trasera de la casa.
»Las estancias de mi tío consisten en la gran galería -y de nuevo señaló las ventanas iluminadas que se veían en mi cuadro-, y la biblioteca y el estudio contiguos. La galería quizá tiene cuarenta pies por quince; la biblioteca es de igual tamaño, pero con el estudio en una esquina, junto al rellano.
»Cuando uno entra en la galería por las puertas principales, se ve, en el extremo opuesto de la sala, una inmensa chimenea. Pero ningún fuego ha ardido allí durante siglos: ese espacio está ocupado por lo que a primera vista parece ser un gigantesco arcón. En realidad, es un sarcófago hecho de cobre, tan corroído y deslustrado por los años que sólo quedan restos del cincelado ornamental. Lo ordenó construir sir Henry Wraxford, en torno al año 1640, como una especie de memento mori: sus restos están en el interior.
»En un nicho que hay entre la chimenea y la pared de la biblioteca hay una gran armadura, curiosamente ennegrecida… como si se hubiera quemado. Uno podría imaginar que se trata del trabajo de un artesano medieval, pero al aproximarse a ella se comprueba que, desde la cintura para abajo, recuerda más bien a uno de esos ataúdes egipcios que tienen forma de figura humana. Fue fabricada en Augsburg, hace menos de cien años, aproximadamente por las fechas en que Von Kempelen construyó su famoso autómata que jugaba al ajedrez [25]; Thomas Wraxford la trajo de Alemania como parte del nuevo mobiliario de la mansión.
»Por lo demás, la galería está bastante desnuda de mobiliario, excepto por una pareja de sillones de respaldo alto y una gran mesa bajo las ventanas, que le sirve a mi tío como mesa de trabajo y que está justamente donde aparece la luz en su cuadro. Los retratos de los Wraxford del pasado cuelgan sobre la mesa; la pared de enfrente está adornada con la habitual colección de armas antiguas, trofeos y tapices descoloridos, confiriendo al lugar un aire de verdadera desolación. Es un lugar frío, sombrío y solitario, que huele a humedad y decadencia.
»La biblioteca inmediata alberga la típica miscelánea de un caballero rural, atiborrada con obras que uno jamás desearía leer. Siempre que me ha permitido entrar allí, la mesa estaba limpia de libros y papeles: guarda sus obras de alquimia en un armario cerrado. El estudio es también su dormitorio; hay un lecho portátil en una esquina, y en esta sala también hace todas las comidas, por lo que yo sé, excepto cuando yo lo visito. Aparte de esto, no hay más que polvo y pasadizos vacíos. Supongo que nadie habrá puesto un pie en los pisos superiores desde el pasado siglo.
[24] El científico inglés William Snow Harris (1791-1867) dedicó toda su vida al estudio de la electricidad, el galvanismo y el magnetismo; escribió varios manuales sobre la electricidad y en 1843 publicó
[25] En 1770, el alemán Johann W. Ritter von Kempelen (1734-1804) presentó en la corte de la emperatriz María Teresa de Austria un autómata del que se decía que podía jugar al ajedrez. El maniquí adosado al mecanismo iba ataviado con turbante y ropajes exóticos, de ahí que el autómata se conociera con el nombre de «El Turco». En realidad, todo era un fraude: el mecanismo no servía más que para ocultar a un experto ajedrecista que manejaba el aparato. El Turco le ganó una partida a Napoleón en París, pero perdió contra Benjamin Franklin en Londres