– Así que… si papá se va… -preguntaba yo-, ¿me enviarán a un hospicio?
– Por supuesto que no, mi niña -contestaba Annie-. Tu papá no se va a ir a ninguna parte, y yo estaré aquí para cuidarte. Además, tú ya eres demasiado mayor para entrar en un hospicio.
Aquella tarde, un poco después, mientras nos encontrábamos bajo el ángel, observando a los niños hospicianos que jugaban en la parte correspondiente de su patio, Annie me contó la historia de su amiga Sara, cuya madre la había abandonado en el Hospital porque el padre se había marchado antes incluso de que ella naciera. Sara había conservado el apellido de su madre, Baker, pero no recordaba nada de ella; en cambio, había crecido adorando a la mujer que la cuidó, una tal señora Garrett, de Wiltshire, y había llorado todo lo que se puede llorar cuando tuvo que regresar al Foundling Hospital para ir a la escuela. El señor y la señora Garrett se habrían quedado con Sara encantados, porque todos sus hijos habían muerto, pero eran muy pobres y el Hospital no podía pagarles por cuidar a Sara una vez que la niña alcanzara la edad de ir a la escuela. Sí: a veces se permitía que las señoras del campo se quedaran con los niños a los que cuidaban, pero sólo si podían demostrarle al Foundling Hospital que contaban con suficiente dinero como para ocuparse de ellos adecuadamente; del mismo modo, las madres que habían tenido que dejar allí a sus hijos podían volver y recogerlos si la fortuna volvía a sonreírles.
Creo que yo tenía alrededor de seis o siete años cuando se me ocurrió por primera vez que yo también podría ser una hospiciana. Ello explicaría que viviéramos tan cerca del Foundling Hospital; habíamos vivido en el campo antes de que naciera Alma, aunque yo sólo tenía recuerdos difusos de aquel tiempo, y Annie no podía resolver mi duda, puesto que vino a vivir con nosotros después de que nos trasladáramos a Londres. Por supuesto, yo podría haber sido otro tipo de huérfana: Annie me había dicho que había otros hospicios (y me miró de un modo muy extraño cuando le pregunté si podíamos ir a verlos). Yo había oído hablar también de bebés que habían sido abandonados en las escaleras de las casas, en canastillas: podría haber sido uno de ésos. Tal vez mamá había tenido otros niños que habían muerto y entonces me habrían adoptado a mí, puesto que era huérfana, y habían decidido quedarse conmigo. Y entonces el Señor les había concedido después a Alma… aunque esta teoría conseguía que todo el asunto resultara doblemente inexplicable: si Dios era un Dios tan misericordioso -tal y como decía el señor Halstead en sus sermones dominicales-, ¿por qué se la había arrebatado tan pronto? ¿Es que había pretendido Dios probar la fe de mi madre, como hizo con Job? «Dios te lo da, y Dios te lo quita», había dicho el paciente Job. «Bendito sea el nombre del Señor» [2].
Yo no podía entenderlo; sin embargo, mis sospechas echaron raíces y crecieron. Ello explicaba por qué mamá había querido a Alma mucho más que a mí, y por qué yo nunca pude consolarla, e incluso por qué no la quise tanto como debería, tal y como llegué a intuir con un profundo sentimiento de culpa. Aunque constantemente rogaba a Dios que le devolviera a mi madre la felicidad, temía quedarme a solas con ella en el oscuro salón en el que pasaba sus días. Yo me sentaba en el sofá junto a ella, como si estuviera haciendo labor o fingiendo leer, y sintiendo como si un corsé de plomo se fuera estrechando lentamente en torno a mi pecho, al tiempo que me repetía silenciosamente a mí misma que yo sólo era una hospiciana, y que ella no era mi madre. «Soy una hospiciana; y ella no es mi madre». Lo repetía una y otra vez hasta que me daba permiso para irme, y entonces me reprochaba amargamente haber buscado su comprensión. De hecho, todo lo que sentía por mi madre se reducía a un sentimiento de culpabilidad; incluso me sentía culpable por estar viva, porque yo sabía que ella habría preferido que yo hubiera muerto y Alma hubiera vivido. Pero finalmente, no me habían devuelto al Foundling Hospital, y puesto que papá y ella habían decidido no decirme que yo era una hospiciana, entendí que no estaría bien preguntarles acerca de ello.
Intenté abordar la cuestión con Annie por todos los medios, pero, por alguna razón, ella jamás pareció darse por enterada, y cuanto más intentaba yo llevar nuestra conversación hacia el asunto de los hospicios, más parecía apartarse ella, hasta que repentinamente y sin previo aviso se acabaron nuestros paseos hasta el Foundling Hospitaclass="underline" siempre era «la semana que viene» u «otro día». Una vez le pregunté si pensaba que yo era culpable de que Alma hubiera muerto, y me aterrorizó la vehemencia de su negativa; me preguntó furiosa quién me había metido esas ideas en la cabeza. Pero… ¿y si mamá y papá no le habían dicho a Annie toda la verdad sobre mí? Ella seguramente pensaría que yo era muy mala por imaginar semejante cosa, pero yo nunca estuve lo suficientemente segura de hasta qué punto podía creer lo que me decía respecto a mi pasado.
Mientras Annie estuvo conmigo, siempre había algo que me obligaba a mirar hacia el futuro. Ella tenía amigas que eran niñeras y que llevaban a los niños a jugar a la plaza, y yo me unía a sus juegos y corría con ellos, y me reía, y olvidaba que era una hospiciana. Pero cuando escuchaba sus conversaciones sobre sus hermanos y sus hermanas, sus tíos y tías, y sus primos, y sus abuelas, recordaba que yo no había visto jamás a ninguno de mis parientes. Cuando fui mayor, supe que papá tenía una hermana viuda en Cambridge, que no nos visitaba porque mamá no se encontraba bien, y que mamá tenía un hermano pequeño llamado Frederick, a quien no había visto desde hacía muchos años. No tenía abuelos vivos, porque papá y mamá ya eran un poco mayores cuando se casaron; el padre de mamá había estado enfermo durante mucho tiempo, y ella se había tenido que quedar en casa para cuidarlo hasta que casi tuvo cuarenta años.
Jamás se me ocurrió pensar que Annie y yo no permaneceríamos juntas indefinidamente. Pero cuando cumplí los ocho años, me llevó a su habitación y me sentó en su cama, me rodeó con sus brazos y me dijo que pronto tendría que ir a la escuela de la señorita Hale, que se encontraba muy cerca de nuestra casa. La pobre Annie estaba intentando que aquello pareciera una agradable sorpresa, pero yo podía notar la tristeza en su voz. Entonces me confesó que nos dejaba; papá había decidido que yo ya era demasiado mayor para tener una niñera, y que Violet, la doncella, podría ocuparse de mí a partir de entonces. A mí no me gustaba Violet: era gorda, y tenía las manos frías, y olía como la ropa sucia que lleva demasiado tiempo en el cesto. En vano le rogué a papá que permitiera quedarse a Annie; me dijo que teniendo en cuenta los honorarios de la señorita Hale, no podíamos permitirnos el lujo de mantener a Annie. Yo le dije que no necesitaba ir al colegio, y que podría aprender todo lo que precisaba en los libros, y así Annie no tendría que marcharse; pero no hubo manera. Si me quedaba en casa, necesitaría una institutriz, lo cual sería aún más caro. Y no: Annie no podía ser mi institutriz porque no sabía nada de francés, ni de historia, ni de geografía, ni de ninguna de las cosas que yo aprendería en la escuela.
Aunque acudí al colegio de la señorita Hale decidida a odiar todo lo que significaba aquella escuela, no estaba preparada para resistir el terrible aburrimiento de las clases. En casa nadie había supervisado mis lecturas, porque Annie no sabía nada de libros y difícilmente podía leer una cartilla. Papá mantenía su estudio cerrado con llave, pero no la biblioteca que había en la puerta de al lado, en una habitación no más grande que una alcoba, y que era para mí una mina de oro en la que tácitamente se me permitía la entrada, en tanto en cuanto cada libro fuera devuelto a su lugar exacto antes de que papá regresara a casa. Y así me acostumbré a leer libros que apenas comprendía, confundiendo sonidos y significados de palabras desconocidas con la ayuda del diccionario del doctor Johnson [3]. Bien al contrario, en la escuela todo lo tenía que aprender a fuerza de repetirlo mil veces, excepto las interminables sumas de aritmética, las cuales me resultaban tan inútiles como difíciles. Y, de nuevo, al convivir con las otras niñas de mi clase, me percaté de mi falta de hermanos y hermanas y parientes. En la escuela apenas podía hablar acerca de los libros que leía y pronto descubrí que un conocimiento prematuro de las obras de Shelley y de Byron no era algo de lo que se pudiera presumir [4].