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»Considere también que a un sujeto mesmerizado se le puede ordenar que no sienta dolor, y no lo sentirá: esto se hace a menudo en los espectáculos y en los teatros, y puede hacerse igualmente en los quirófanos. Y entonces, ¿resulta tan extravagante suponer que si yo sugestiono a una persona para que su sangre circule más libremente después de que se despierte del trance, no se seguirá una mejoría real? En realidad, no veo ninguna razón por la que, basándonos en el mismo principio, a un tumor maligno no se le pueda ordenar disminuir o desaparecer, como ocurre espontáneamente de vez en cuando.

– Pero si eso es verdad -exclamé- y usted dice que ha obtenido notables resultados con sus pacientes, eso significa que ha hecho un gran descubrimiento. ¿Por qué no lo acepta todo el mundo?

– Bien… en primer lugar, no es un descubrimiento mío. Elliotson [30] lo dijo hace más de treinta años, pero hizo de sus demostraciones un circo y fue obligado a abandonar su profesión. En segundo lugar, y principalmente, porque no sabemos cómo influye la mente sobre el cuerpo; podemos hablar de influencias electrobiológicas, o fuerzas ideomotoras, pero son meras etiquetas que aplicamos a un misterio. Yo puedo ver la mejoría, y mis pacientes notan el beneficio del tratamiento, pero para un escéptico es sólo una cura espontánea, y yo no puedo demostrar lo contrario. Hasta que se descubra el mecanismo físico, y se anatomice y se diseccione, este método no será aceptado por la profesión.

– Pero todos los pacientes de los médicos escépticos los abandonarán y vendrán a usted…

– Permítame que le haga una pregunta: si usted se hubiera encontrado mal esta mañana, y un mesmerista le hubiera ofrecido sus servicios, ¿habría aceptado?

– Bueno… no…

– Precisamente. Le habría considerado un charlatán.

– Pero ahora que sé…

– Usted lo sabe sólo porque se ha encontrado conmigo; si hubiera ido a preguntarle a su médico, muy probablemente le habría asegurado que toda esta disciplina está desacreditada desde hace años. Además, hay numerosos casos en los que deben aplicarse los métodos de la medicina ortodoxa; sería muy poco prudente ordenar que un apéndice inflamado no estallara, en vez de extirparlo inmediatamente.

Yo le pregunté la que sin duda es la pregunta más habitual sobre el mesmerismo. Me contestó que no: una persona no puede ser mesmerizada contra su voluntad, ni puede ser impelida a hacer algo que no quiera hacer en su vida de vigilia. En el estado más profundo del trance, en todo caso, un sujeto podría recibir instrucciones para que viera escenas y personas que no están presentes en ese momento.

– Así que si usted me mesmerizara -le dije, un poco desasosegado-, podría sugestionarme para que yo creyera que Arthur Wilmot -habría querido decir «Phoebe», pero temí que pudiera derrumbarme- iba a entrar en esta habitación, y él aparecería… tal y como dicen que los médiums son capaces de invocar los espíritus de los muertos.

No podía dejar de mirar las sombras que había más allá del fuego mientras hablaba.

– Sí -dijo Magnus-, pero la persona que usted vería en el trance no sería un espíritu. Sería una imagen compuesta a partir de los recuerdos que usted tiene de esa persona.

– Pero… ¿podría hablar con esa persona? ¿Podría tocarla? ¿Me parecería estar ante una persona realmente viva?

– Como en un sueño, sí. Pero como en un sueño, esa persona se desvanecería en cuanto usted despertara.

– Pero suponga -insistí- que usted me ordena que despierte del trance, pero que conserve la capacidad para ver…

– Eso no puede hacerse. La «capacidad», como usted la llama, es tan característica del estado de trance como el acto de soñar lo es para el dormir. Suponiendo que en este momento usted estuviera en trance, podría sugestionarle para que, tras despertarse, se levantara, fuese a la estantería y me trajera cierto libro; y muy probablemente usted lo haría, y después se sentiría confundido y se preguntaría por qué ha hecho eso; por el contrario, yo podría ordenar que apareciera esa persona y, finalmente, no apareciera… Oh, me temo que este asunto ya le está enojando.

Le aseguré que no, al tiempo que intentaba dominar la emoción que amenazaba con desbordarme.

– Dígame -me preguntó tras una pausa-, ¿ha participado alguna vez en una sesión de espiritismo?

Una resplandor del fuego se reflejó en su sello cuando levantó la copa.

– No -contesté-, aunque he tenido la tentación… Perdí la poca fe que tenía cuando Phoebe y Arthur murieron, y, sin embargo, no puedo renunciar del todo al sentimiento de que algo de nosotros sobrevive más allá de la tumba. Todo depende de las circunstancias. Aquella noche que pasé dibujando junto a la mansión, por ejemplo… Allí sería muy fácil creer que existen los fantasmas.

– Desde luego -dijo Magnus-. Como debe de haber oído, la galería en la que trabaja mi tío está supuestamente habitada por el fantasma del pequeño Félix, el hijo de Thomas Wraxford. Es muy curioso… -se interrumpió, como si repentinamente se le hubiera ocurrido algo.

– ¿Qué es muy curioso? -le pregunté.

– Oh, nada… sólo que el niño murió durante una tormenta. O eso me contó mi tío en cierta ocasión.

La sala donde nos encontrábamos pareció oscurecerse de repente; noté que una de las velas se había reducido a una débil llama azul.

– ¿Cuántos años tenía su tío cuando Félix murió? -pregunté.

– Alrededor de once. Era un año mayor que Félix. Dice que Thomas Wraxford dejó una narración sobre la muerte de su hijo, pero yo nunca la he visto.

– ¿Y cómo murió exactamente, según su tío? -pregunté.

– Ocurrió que una de las criadas estaba encerando la balaustrada de la escalera principal cuando se desató la tormenta. La mujer vio al niño salir corriendo de la galería y huir por el rellano como si el mismísimo demonio fuera tras él. Corrió directamente hacia la balaustrada con tanta fuerza que la destrozó y se rompió el cuello en la caída.

– ¿Y qué pudo aterrorizarle tanto?

– Mi tío no me lo ha dicho… Cuenta esos pequeños detalles en rarísimas ocasiones, pero nunca contesta preguntas directas. Probablemente al niño le asustó la misma tormenta. Thomas Wraxford, recordará usted, fue el que primero instaló los pararrayos, y quizá comunicó su propio temor a su hijo.

– Y… ¿el fantasma?

– Sara, la criada, asegura que oyó pasos en el suelo de la galería dos veces, mientras se encontraba en el salón que está debajo; en ambas ocasiones, esos pasos fueron seguidos por el rugido de un trueno. Pero la historia de los pasos proviene de la anterior generación de criados.

– ¿Cree usted…? ¿Es posible que su tío estuviera presente… quiero decir, en la mansión, cuando murió Félix Wraxford?

– Él no lo ha dicho así, pero sí: es posible. Creo que el distanciamiento entre Thomas y su hermano Nathaniel (el padre de Cornelius) no se produjo hasta después de la tragedia. ¿Está usted sugiriendo que mi tío pudo ser responsable de la muerte de su primo?

No había querido decir tanto, pero evidentemente me había adivinado el pensamiento.

– Bueno, yo difícilmente podría…

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[30] El médico inglés John Elliotson (1791-1868), frenólogo y mesmerista, fue uno de los principales impulsores de la doctrina de Mesmer en Inglaterra; estaba especialmente interesado en el desarrollo terapéutico del mesmerismo. Sus críticos, en el comité del hospital donde trabajaba y en otras instituciones, le obligaron a demostrar sus teorías: fracasó y no tuvo más remedio que abandonar su puesto en el hospital