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Una vez más, las puertas estaban cerradas desde el interior. Golpeé los paneles, y una vez más con ningún resultado, excepto una descarga de ecos. Podía ir en busca de Grimes, pero ¿cuánto tiempo tardaría? ¿Y me obedecería si le encontraba? No quería entrar en los dominios de Cornelius a la luz de una vela.

De las tres entradas, la puerta del estudio había parecido menos sólida que las otras. Volví sobre mis pasos hacia Drayton, que se había desplomado en la silla y apenas parecía consciente, empujé con el hombro el panel superior y pareció ceder. Me aparté un poco y lancé todo mi peso contra la puerta, esperando que el panel se rompiera; en lugar de eso, la puerta se abrió de pronto con un estallido y se hizo pedazos… Me precipité a través del umbral cuando los cerrojos y las cerraduras se desprendieron de los armazones de madera: las jambas estaban podridas por la carcoma.

No había nadie en el estudio, el cual medía quizá veinte pies por diez, con una chimenea al fondo. Contra la pared, a mi izquierda, había una cama portátil, aseadamente arreglada, debajo de varias estanterías de obras teológicas. Más allá, en esa misma pared, otra puerta permanecía abierta. A mi derecha, bajo las ventanas, una mesa, una cajita de hojalata e, incongruentemente, un lavamanos. A pesar del frío, el aire olía a sucio y a rancio. Y había algo más: un leve olor a cenizas, que se fue haciendo más evidente cuando me dirigí intranquilo hacia la otra puerta. El olor procedía de una masa de papel ennegrecido y calcinado que había en la chimenea.

La sala siguiente era, como me había dicho Magnus, una típica biblioteca de caballero rural, con altas estanterías cerradas en tres paredes, una escalera para los estantes más altos, más paneles oscuros de roble, alfombras raídas, sillones de piel y una gran chimenea en la pared del fondo. Y ni rastro de Cornelius, incluso cuando reuní todas mis fuerzas para mirar al otro lado de la esquina, en la alcoba que se encontraba tras la pared del estudio: no había nada, salvo una gran mesa vacía; ni libros ni papeles sobre ella, ni sobre ninguna de las mesas o las sillas. Ambas puertas en el muro contiguo a la galería estaban cerradas.

«Si yo desapareciera…». Tragué saliva y caminé a zancadas hacia la puerta más cercana de las dos y moví el pomo, deseando que estuviera cerrada. Pero la puerta giró hacia dentro con un chirrido y con un gemido de bisagras, abriéndose a un salón desnudo de suelo entarimado y una larga mesa bajo las ventanas, que comenzaban a oscurecerse. Allí estaba la enorme chimenea acogiendo el sarcófago y flanqueada por la oscura mole de la armadura, exactamente tal y como Magnus lo había descrito… pero no había ningún maniquí decrépito tirado en el suelo, y ningún lugar para esconderse, como había dicho Magnus: ningún lugar salvo la ennegrecida figura que se elevaba amenazadora, cada vez más alta, a medida que yo me aproximaba a ella, hasta que me pareció que alcanzaba los siete pies de altura.

Temblando como si estuviera a punto de ser mordido por una serpiente, me acerqué a la empuñadura de la espada. Cuando mis dedos tocaron el frío metal, oí un sonido ahogado, seguido de un golpe seco, a mi espalda. Ese ruido acabó de romperme los nervios y me retiré directamente hacia la biblioteca. Cuando por fin llegué al rellano, con el sonido de mis propios pasos reverberando a mi alrededor, oí otro grito proveniente de la oscuridad de abajo. Por un instante creí que era Drayton, hasta que lo vi tumbado en el suelo, en las sombras, junto a la silla, y me di cuenta de que el Altísimo le había llamado a su presencia.

Recuerdo que encontré a la anciana criada Sarah temblando a los pies de la escalera, pensando que había regresado el fantasma. (Recibió la noticia de la desaparición de su señor con indiferencia, pero estalló en lágrimas cuando le conté lo de Drayton). Recuerdo que salí dando traspiés hacia el cottage y llamando en vano a Grimes, que ya estaba borracho, cogí un farol de su mujer y salí en camino hacia Melton en plena oscuridad. Pero el frío no abandonó mis huesos y los temblores aumentaron a medida que caminaba, hasta que los dientes me tabletearon en la cabeza. Creo que debí de permanecer varias horas agazapado junto al fuego en la posada Coach and Horses, incapaz de conseguir que mis dientes dejaran de castañetear, y con la extraña sensación de estarme viendo a mí mismo desde lo alto, desde algún lugar cerca del techo; y después ya estaba temblando en una cama extraña, con el rostro muerto de Drayton dando vueltas en mis pesadillas, mientras ardía de fiebre y me congelaba sucesivamente. Otros rostros vinieron y se fueron en mi delirio, el de Magnus entre ellos, pero no puedo decir cuáles eran reales y cuáles meras alucinaciones.

La fiebre hizo crisis al cuarto día, dejándome muy débil pero, aparte de eso, perfectamente. El doctor que me atendió -George Barton, de Woodbridge, un individuo afable y sensato de cuarenta y cinco años, aproximadamente- me dijo que la mansión y el bosque habían sido batidos a conciencia sin resultado. No me atreví a preguntar si habían abierto la armadura; sus modales francos y cordiales no invitaban a hablar de alquimia y ritos sobrenaturales.

Magnus vino a verme a la mañana siguiente, pidiéndome todas las disculpas posibles por mi horrorosa experiencia; estaba en Devon cuando se dio la alarma y no había llegado hasta última hora del día siguiente. Aún no había noticias de Cornelius.

– ¿Ha ido usted a la mansión? -pregunté.

– Sí, ayer estuve todo el día allí. El inspector Roper, de Woodbridge… ¿lo conoce usted?, el inspector Roper pensaba que yo debía mirar en los papeles de mi tío para ver si nos aportaban alguna pista…

– ¿Y…?

– Me temo que no tenemos nada. Parece que quemó gran cantidad de papeles… ¿vio usted las cenizas en la rejilla de la chimenea? Creo que quemó incluso el manuscrito de Tritemio. Aún quedaban algunos fragmentos, y creo que reconocí la escritura, pero todos ellos se desmenuzaban en cuanto se tocaban.

– «Quemaré mis libros…» [32].

Las palabras de Fausto vinieron involuntariamente a mis labios.

– Confieso -dijo Magnus- que ese mismo pensamiento se me ocurrió a mí…

– ¿Y… la armadura?

– Vacía. Le mostré al inspector Roper el mecanismo y le conté algo acerca de la obsesión alquímica de mi tío, pero rechazó todo el asunto diciendo que eran supersticiones medievales. Tiene la idea de que Drayton se equivocó al pensar que había visto retirarse a mi tío… y… sí, ya sé que usted encontró todas las puertas cerradas por dentro, pero Roper insiste en que la puerta que usted forzó debía de estar sólo atascada, y no cerrada con llave.

Cuando despegué los labios para protestar ante esa afirmación me di cuenta de que no podía jurar positivamente que la cosa fuera tal y como yo la había contado. La fiebre había enturbiado mi memoria.

– Como ve, no es fácil discutir contra el pétreo sentido común. Roper, sólo para completar su teoría, piensa que mi tío abandonó la casa en algún momento a lo largo de la tarde anterior, en todo caso, no más tarde del anochecer, y que la tormenta lo sorprendió en el bosque. Como él dice, uno puede pasar a tres pies de un cuerpo en los bosques de Monks Wood y no darse cuenta de que está allí.

– ¿Y usted? -pregunté-. ¿Qué cree usted?

– Estoy casi inclinado a estar de acuerdo con Roper, aunque sólo sea porque la alternativa parece completamente monstruosa… Y ahora, mi querido amigo, no debo abusar más de sus fuerzas. No sé qué habrá sido de mi tío, pero tendré que solicitar un certificado de fallecimiento, y si usted no encuentra ningún conflicto en ello, me encantaría que se ocupara de mis asuntos. A propósito, me gustaría saber, puesto que el inspector Roper parece decidido a ignorar las posibilidades más oscurantistas, si el asunto de Tritemio y de la armadura podría quedar entre nosotros… la reputación de la mansión ya es lo suficientemente siniestra.

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[32] En Doctor Faustus (esc. XIV), de Christopher Marlowe (1564-1593)