Le aseguré que todo eso quedaría como un secreto entre nosotros. Y con esa conversación tan poco concluyente, nos despedimos.
Se deducía que Cornelius no había puesto por escrito ninguna de aquellas extrañas provisiones que había proyectado durante su última conversación con Magnus, y que los términos del testamento de 1858 permanecían inalterados, aunque podrían pasar otros dos años, tal y como estaban las cosas, antes de que se concediera el certificado de fallecimiento. El señor Cornelius Wraxford les había dejado cien libras a Grimes y a Eliza, y otras cien a Drayton y a Sarah (que evidentemente había sido la mujer conviviente de Drayton; supe después que su mujer legal le había abandonado muchos años antes). Mi padre no había mencionado estas disposiciones, y me sorprendió su generosidad. Todo lo demás era para Magnus: una pesada carga en lugar de una cuantiosa herencia, porque la propiedad estaba cargada con innumerables deudas.
Hubo una extraña coda a la desaparición de Cornelius. Un par de meses después del suceso, estaba yo conversando con el doctor Dawson, que se había hecho cargo del dispensario local, y me contó la historia de un paciente suyo que había muerto recientemente. Este hombre, un obrero itinerante, había estado en los bosques de Monks Wood la noche de la gran tormenta (posiblemente para revisar algunas trampas que hubiera puesto allí, pero esto sólo era una suposición). En cualquier caso, se había perdido y vagó por el monte hasta que llegó a la vieja capilla de Wraxford. Agobiado por el calor asfixiante, se tumbó a descansar un poco junto a la entrada, se quedó dormido y se despertó cuando ya era de noche. La tormenta aún no se había desatado, pero con las estrellas oscurecidas por completo, no se atrevió a moverse: no podía ver absolutamente nada.
Entonces, un relampagueo de luz se adivinó en la negrura, titilando entre los árboles a medida que se acercaba a él. Pensó en gritar para pedir ayuda, pero algo en aquel silencio y aquel decidido aproximarse lo pusieron nervioso. (En todo caso, aquel hombre no era de por aquí, y no sabía nada acerca de la fama de la mansión). A medida que la luz se acercaba más y más, pudo descubrir la figura de un ser humano, aunque no podía distinguir si era hombre o mujer, con un farol en la mano. De nuevo estuvo a punto de gritar cuando vio que la figura iba envuelta… no en un capote de lluvia, sino en hábitos de monje, con el capuz echado sobre la cabeza. Entonces comenzó a temer por su alma, y habría corrido desesperado hacia el bosque, pero sus miembros estaban paralizados por el miedo. Las ramas crujieron bajo sus pies cuando la figura pasó a su lado; era alto, dijo, demasiado alto para ser un hombre mortal, y cuando pasó junto a él pudo adivinar bajo el capuz algo como la palidez mortal de la carne… ¿o era el hueso?
La figura no se detuvo, sino que se adelantó directamente hacia la puerta de la capilla. El obrero oyó que estaba utilizando una llave, y el crujido y el chasquido de una cerradura, y después, el chirriar de las bisagras cuando la puerta se batió hacia el interior y la figura entró en la capilla, cerrando la puerta tras él. El resplandor del farol refulgió a través de una ventana enrejada.
Ahora tenía la posibilidad de huir… Sabía que si la figura volvía a salir, le vería. Pero sólo podía ir tan lejos como la luz de la ventana pudiera guiarle, por temor a caer y permitir así que aquella criatura embozada se abalanzara sobre él. Comenzó a avanzar a gatas alrededor de la capilla, manteniéndose en el límite del difuso semicírculo de luz. Entonces vio que la ventana no tenía cristal, y que sólo cuatro oxidadas barras de hierro le separaban de lo que estaba ocurriendo en el interior.
La figura encapuchada permanecía con la espalda vuelta hacia él, de cara a un sepulcro de piedra que se encontraba en la pared de enfrente; el farol colgaba de un gancho en lo alto. Mientras observaba, la figura se adelantó y empujó la losa del sarcófago y allí se oyó el rechinar de la piedra sobre la piedra. De nuevo le fallaron los miembros; sólo pudo observar cómo la criatura cogió el farol, se apoyó en el borde, y con un movimiento rápido se tumbó en el interior del sepulcro, recolocando la losa cuando lo hizo, hasta que sólo quedó un hilillo de luz amarilla en la rendija. Un momento después, también esa luz se extinguió, y el obrero se quedó de nuevo en la más absoluta oscuridad.
Entonces recuperó todas sus fuerzas y se lanzó ciegamente al interior del bosque, cayendo y tropezando de un obstáculo en otro, hasta que se derrumbó de cabeza en el tronco de un árbol. Más tarde, después de un tiempo que no pudo fijar, el violentísimo estallido de un trueno le despertó. Incluso bajo los árboles, iba calado hasta los huesos, y cuando finalmente pudo abandonar arrastrándose los bosques de Monks Wood, a la mañana siguiente, se encontraba peor que nunca en su vida. Lo llevaron al dispensario, donde sobrevivió al primer absceso de fiebre y pudo contar su extraño relato al doctor Dawson, pero sus pulmones nunca se recuperaron, y otra infección acabó con él antes de que concluyera el mes.
Dawson, aunque pensaba que era una historia pintoresca y que valía la pena contarla, naturalmente, consideraba la desafortunada historia de aquel hombre como un sueño provocado por el delirio y la fiebre. Por supuesto, yo estuve de acuerdo con él, pero me recordó de un modo desasosegante la vieja superstición sobre la mansión, y la imagen de una figura encapuchada con un farol inquietó mi imaginación durante muchos meses después…
TERCERA PARTE
Todo comenzó con una caída, poco después de mi vigésimo primer cumpleaños, aunque yo no recuerdo nada entre el momento de haberme ido a la cama, como siempre, y el momento de despertarme tras un larguísimo descanso sin sueños. Me encontraron a primera hora de la mañana aquel día de invierno, tendida a los pies de la escalera, en camisón, y me llevaron de nuevo a mi habitación, donde permanecí inconsciente, y respirando con dificultad, durante el resto del día y la noche siguiente, hasta que me desperté y me encontré al doctor Stevenson inclinado sobre mí. Su cabeza estaba rodeada por un halo de luz verdaderamente extraordinario, que se difuminaba en todos los colores del arco iris… una luminiscencia tan sutil y al tiempo tan viva que me hizo pensar que antes de aquello no había visto en realidad ningún color. Permanecí extasiada por la belleza de aquel halo, demasiado absorta como para entender lo que el doctor me decía. Y durante mucho tiempo -minutos, horas… no sé- todos aquellos que se acercaron a la cabecera de mi cama aparecían bañados en aquella luz sobrenatural, como si mi madre y mi hermana Sophie hubieran salido de las páginas de un viejo libro manuscrito que yo había visto en cierta ocasión… En cada uno de ellos la luz era sutilmente distinta, los colores brillaban y cambiaban a medida que ellos se movían o hablaban. Un versículo me rondaba la cabeza constantemente: «Ni siquiera Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos…» [33]. Entonces, me comenzó a doler la cabeza, cada vez más y más, hasta que me vi forzada a cerrar los ojos y a esperar a que el somnífero hiciera efecto. Cuando desperté, aquella luminiscencia ya había desaparecido.
Todo el mundo suponía que me había caído mientras caminaba sonámbula, una costumbre tan frecuente en mí que cuando era niña mi madre amenazó con encerrarme en una habitación. Pero nunca me había hecho daño hasta entonces. En realidad, mamá nunca se había mostrado muy compasiva con aquella debilidad. Decía que aquello era una prueba más de mi naturaleza egoísta y obstinada, y que me había inventado aquella caída por las escaleras justamente una semana después de que mi hermana hubiera aceptado una propuesta matrimonial. El hecho de que Sophie fuera más joven que yo sólo contribuía a aumentar la ofensa. Porque si yo me hubiera esforzado en hacerme agradable a la vista de los demás, en vez de estar siempre escondida con un libro, también podría haber conseguido un compromiso matrimonial. Yo pensaba que su prometido era un vacuo estúpido, pero no podía negar que yo siempre había resultado una verdadera incomodidad para mi madre.