Mi padre había pasado gran parte de su vida, o al menos de la última parte de su vida, en esa sala; conoció a mamá cuando volvió a Inglaterra de permiso, después de muchos años de servicio con el ejército en Bengala. Tenía unos abundantes bigotes blancos veteados en gris, y una barba que sobresalía hacia delante cuando caminaba, de modo que su mirada parecía feroz. Su piel tenía una pátina amarillenta, porque estuvo muy enfermo cuando padeció de fiebres, y su cabeza calva resplandecía con tanto brillo que yo solía preguntarme si se la puliría en secreto. De tanto en tanto nos llevaba a dar un largo paseo, y si encontrábamos una ladera tranquila en la que no hubiera nadie mirando, nos obligaba a hacer instrucción como si fuéramos soldados, y nos hacía desfilar arriba y abajo durante un buen rato, y a mantenernos firmes y a saludar. A mí me encantaba jugar a eso y solía hacer que Sophie marcara el paso alrededor del jardín trasero hasta que mamá ponía fin a la diversión. A ella no le gustaba que las niñas jugaran a los soldados.
Como era la hija más joven de su familia, mamá se había visto obligada a quedarse en casa cuidando a su propio padre, enfermo crónico, hasta que murió; para enton atestadas con libros azules *ces, mi madre ya tenía treinta años. Era muy pálida y muy delgada, y fue adelgazando cada vez más con la edad, de modo que sus ojos, de un azul claro, parecían haberse hecho más grandes a medida que los huesos del rostro se hacían más prominentes. La casa de Highgate, por lo que pude averiguar, había sido el resultado de un acuerdo entre papá, que hubiera querido vivir en el campo, y mamá, que deseaba tener algún contacto con la sociedad. Cuando yo era niña, no tenía una idea muy clara de lo que podía ser «la sociedad», pero parecía que Highgate se encontraba en los confines más alejados de la misma. No necesitábamos compañía: el capitán James Paget, un viejo amigo y camarada de papá, había alquilado una casa a pocos minutos de la nuestra, y yo me había hecho amiga inmediatamente de su hija Ada desde que tenía siete años. Pero, por alguna razón, los Paget no contaban como «sociedad».
A Ada y a mí a menudo nos tomaban por hermanas, porque ambas éramos bastante altas y muy llamativas, mucho más morenas que Sophie, que era rubia, de piel blanca y respondía al patrón convencional de la belleza familiar. Sophie fue siempre la favorita de mi madre, porque le encantaban los bailes, las fiestas y el cotilleo, y se podía pasar medio día delante del espejo, un tiempo que yo evidentemente prefería emplear enterrando la nariz en un libro, tal y como decía mamá despectivamente. Cuando me hice mayor, me di cuenta de que mis padres estaban profundamente enemistados, y que vivían vidas separadas y, si podían, se evitaban mutuamente. Mientras los Paget permanecieron cerca de nosotros -eran una pareja fiel y enamorada hasta el final-, la ausencia de «sociedad» no pareció importar mucho. Pero poco después de que yo cumpliera los dieciocho años, James Paget murió repentinamente, y pocos meses después falleció mi padre.
Entonces, la madre de Ada se fue a vivir con unos parientes a la Isla de Wight, y Ada se casó con un pastor y se fue a vivir a cien millas de distancia, a una aldea remota de Suffolk… Mientras, yo me quedé en casa, descontenta, infeliz, y riñendo constantemente con mi madre. Había intentado dibujar y tocar el piano, y tenía cierta habilidad para ambas cosas, pero nada más; intenté escribir una novela, y llegué hasta el capítulo tres, antes de que la desconfianza en mi propia creación me obligara a detenerme. Imploré que me permitieran buscar un empleo como institutriz, pero mi madre no quiso ni oír hablar de aquello. El éxito de Sophie a la hora de echarle el lazo a Arthur Carstairs solamente había conseguido incrementar el disgusto que yo le causaba a mamá: solía presentarme como una joven insensible, ingrata, insolente, obstinada, resentida y contradictoria. A pesar de la injusticia de sus recriminaciones, no podía estar en completo desacuerdo, agobiada como estaba por el sentimiento de mi propia inutilidad y por la conciencia de que la vida se me estaba escurriendo entre los dedos.
Al igual que ocurrió con la aparición de mi abuela junto a mi cama, la visión de mi padre fue seguida, tras un singular periodo de calma, por un violentísimo dolor de cabeza. Yo no había establecido ninguna conexión entre la primera «visita» -semejante palabra me resultaba, cuando menos, insatisfactoria- y mi caída. Pero después comencé a preguntarme qué habría ocurrido realmente. Había oído hablar de esa gente denominada «abierta» y quizá el significado de la palabra era más literal de lo que yo suponía. ¿Pudo ocurrir que la caída hubiera abierto alguna fisura en mi consciencia, admitiendo percepciones que debería rechazar? Eso implicaría que las apariciones eran en algún sentido reales, aunque nadie más pudiera darse cuenta… Por supuesto que nadie podía: sólo yo gozaba de aquel poder especial para verlas.
Yo sabía que era mejor no decir nada a mi madre y a mi hermana, y no me atreví a escribirle a Ada para contárselo; le había dicho todo lo de la caída y la extraña luminiscencia que vi después, pero nada más, ya fuera porque no quería inquietar su felicidad o por temor a que pensara que estaba loca, no estaba segura. Dado que los días transcurrieron sin más «visitas», intenté convencerme de que no ocurriría nada más. Pero, sin lugar a dudas, algo en los resortes de mi vida interior se había alterado sutilmente. Era como caminar por una habitación y sentir que el color de las paredes o el dibujo de la alfombra habían cambiado, sin que me fuera posible decir con precisión en qué sentido y cómo. Los olores y los gustos conocidos me resultaban de pronto muy fuertes… Era primavera, de acuerdo, pero era algo más que eso… Era un sentimiento… no era exactamente ansiedad, sino el sentimiento de algo amenazante. En varias ocasiones tuve la sensación, muy poderosa, de saber lo que otra persona presente en la sala diría pocos segundos después. Y en una ocasión, cuando mamá se lamentó entre sollozos de haber perdido una piedra de sus pendientes favoritos, yo la encontré: fui directamente hasta el extremo opuesto de la casa, me dirigí al salón, busqué bajo un armarito que había en el rincón más oscuro, y encontré la piedra perdida, que era de azabache. Yo estaba completamente perpleja y sorprendida, y no sabía cómo podía haber hecho aquello, y me alegré de que mi madre no hubiera presenciado tan sorprendente proeza.
Habían transcurrido varias semanas en este desasosegante estado cuando mamá anunció que la madre de Arthur Carstairs y sus hermanas vendrían pronto a tomar el té. Aquella tarde en cuestión, bajé para reunirme con el resto y para esperar la llegada de nuestras visitas. Cuando entré en el salón, vi a un hombre joven sentado en el sofá, frente a mamá y a Sophie. No lo había visto antes jamás. Sólo era un joven alto, moreno, ataviado melancólicamente con lo que parecía un traje de luto; estaba absorto observando el dibujo de la alfombra que estaba pisando. Parecía como si evitara levantar la mirada por modestia, como si no quisiera que se notara su presencia, pero, aparte de eso, parecía bastante cómodo. Yo me quedé junto a la puerta, indecisa, esperando que me presentaran, pero ninguno de los reunidos parecía estar prestándole la menor atención.