– ¿Y… el otro? -pregunté con un leve temblor.
El camino había descendido otra vez, y ahora discurría en paralelo a las lindes del bosque, que efectivamente parecía muy denso, y tan estrangulado por enredaderas y ramas caídas que la mirada apenas alcanzaba a ver unas yardas.
– Cornelius Wraxford: el sobrino de Thomas, y su familiar varón vivo más cercano. Cornelius solicitó al tribunal de la Cancillería un certificado de la muerte legal de Thomas. Este Cornelius era profesor en algún oscuro colegio universitario de Cambridge, pero renunció a su plaza en cuanto se le entregó el certificado y tomó posesión de la mansión. Allí permaneció durante otros cuarenta y cinco años, viviendo la vida de un perfecto solitario, hasta que la pasada primavera, ocurrió lo mismo que en la ocasión anterior: se retiró a sus aposentos, como siempre, y de nuevo, por una extraña coincidencia, fue una noche de una violenta tormenta eléctrica, y no se le volvió a ver.
– ¿Y… qué crees tú que le ocurrió?
– ¡Quién sabe! Desde luego, la historia dio para muchas habladurías; la opinión general en la taberna The Ship es que a ambos se los ha llevado el demonio. Yo sólo me pregunto si el destino de Thomas Wraxford pudo haber ejercido alguna influencia en la mente de su sobrino hasta el punto de que se trastornara y, con la tensión de la tormenta, se sintiera impelido a seguir el ejemplo de su tío.
– Como el rey Lear en el monte [38] -dijo Ada-. Recuerdo perfectamente esa tormenta: si salió durante la tempestad, efectivamente debía de estar loco.
– ¿Y quién será el nuevo propietario de la mansión? -pregunté.
– Creo que el heredero se llama… Magnus Wraxford. No sé nada de él… también ha pedido un certificado de defunción de Cornelius. Puede que alguien se haya extrañado ante esta circunstancia en el tribunal, pero no creo que tenga muchos problemas para conseguirlo: Cornelius debía de tener ochenta años, por lo menos.
– Muy bien -dijo Ada-, ya es hora de que hablemos de algo más amable.
No quise insistir en el tema, pero la imagen de un anciano vagando por un bosque oscuro permaneció viva en mi mente, incluso mucho después de que hubiéramos perdido de vista Monks Wood.
Aproximadamente una hora más tarde alcanzamos a ver el castillo de Orford, un gigantesco edificio almenado, levantado en piedra irregular de color marrón y mortero grisáceo. le yergue en un elevado montículo de tierra, y más allá se ven algunas casas dispersas, aunque el asentamiento parece completamente desierto. Cuando nos acercamos, vi un caballete a cierta distancia de la fortaleza. Había un lienzo con un esbozo en él, pero no había ni rastro del artista, el cual presumiblemente se había ido a alguna de las casas de campo circundantes. No pude resistir el deseo de ver el cuadro…
Era, tal y como supuse, un estudio del castillo, en óleos, no en acuarelas, y me recordó un lugar que conocía, pero que no pude identificar en el momento. El artista había captado la voluminosidad y la grandeza de la torre, de modo que parecía empequeñecer al observador, pero había en la pintura algo más: algo siniestro, un sentimiento de amenaza latente. Las ventanas pareadas que tenía la fortaleza bajo las almenas le hacían creer a una que eran ojos… ¡Sí, eso era…! ¡Era como la casa de mis sueños: vigilante, viva, atenta…!
– Es… hum… estremecedor -dijo George, acercándose a mí.
– Muy siniestro -replicó Ada.
– Yo creo que es precioso -dije.
– Me alegra que lo crea -dijo una voz que parecía surgir de la tierra, a mis espaldas.
Me giré al tiempo que una figura se levantaba entre la hierba crecida que había un poco más allá. Era un hombre -un hombre joven-, delgado, no especialmente alto, con pantalones de tweed Y camisa sin cuello, bastante inapropiados para un pintor.
– Siento haberles asustado -dijo, sacudiéndose las briznas de hierba de su traje-. Estaba dormido, y sus voces se colaron en mis sueños. Me llamo Edward Ravenscroft: a su disposición.
Como me ocurría con la pintura, me pareció que me recordaba a alguien a quien había visto antes, pero no pude recordar quién era o dónde lo había visto, y estaba completamente segura de que no había escuchado ese nombre jamás. Realmente era un caballero muy apuesto, con el pelo castaño cruzando de lado a lado su frente, con la piel clara, un poco curtida y enrojecida por el sol; tenía ojos oscuros, que mantenía entrecerrados, y una nariz larga y prominente, afilada como una cuchilla, y una cautivadora sonrisa.
– Somos nosotros quienes deben disculparse -dije, después de que George hubiera hecho las presentaciones- por entrometernos en su cuadro… y en su sueño.
– No, no, en absoluto: ha sido un delicioso despertar -contestó, mientras me sonreía-. Entonces, ¿le parece a usted que debería considerarlo terminado?
– Oh, sí. Es perfecto: me recuerda un sueño que solía tener… bueno, debo confesar que era más bien una pesadilla.
– Muy gratificante… aunque no querría perturbar sus sueños. Lo más difícil es saber cuándo hay que dejarlo; limpié mi paleta hace una hora, porque temí que pudiera estropearlo.
Estuvimos conversando durante algún tiempo, y nos contó que estaba haciendo un recorrido turístico a pie por el condado, realizando esbozos y pintando cuando se terciaba; nos dijo que era artista profesional, y que subsistía de momento con lo que le pagaban por pequeños encargos: la mayoría, cuadros de casas de campo; también nos contó que era soltero y que su padre viudo vivía en Cumbria. Durante los últimos días se había alojado en una posada cerca de Aldeburgh, y había hecho excursiones por toda la costa.
Ya entonces supe que quería volver a ver a Edward Ravenscroft y comencé a alabar las bellezas de Chalford, con la esperanza de que nos hiciera una visita. Y, en efecto, le gustó tanto lo que yo le dije de Chalford que preguntó si podía acompañarnos de regreso, y alojarse en The Ship para visitar aquella parte del condado. Para entonces George ya había descubierto cuál era el camino que deberíamos haber cogido para visitar el castillo, así que el sendero de regreso a casa nos condujo por un lugar alejado de los bosques de Monks Wood. Sólo fue necesario un intercambio de miradas reveladoras con Ada para que Edward fuera invitado a quedarse algunos días como huésped en la rectoría. Y esto ocurrió mucho antes de que llegáramos al Campo del Horno Romano.
Aquellos «días» de Edward como huésped en la rectoría se convirtieron en una semana, que empleamos completamente en la deliciosa ocupación de estar juntos (o así ha quedado en mi memoria), caminando durante horas todos los días o charlando en el patio. Más allá de su talento para la pintura, Edward no era especialmente culto, ni había leído mucho; no tenía gran interés en la religión ni en la filosofía… Pero era guapísimo -esta palabra me vino a los labios desde el principio, y conviene más que «apuesto»- y tenía un don para la alegría que consiguió mostrarme el mundo con otros colores, y lo amé. El cuarto día me besó y me declaró su amor -o quizá fue al revés, no lo recuerdo-, y desde aquel momento en adelante -lo escribiré, aunque suene a inmodestia o a algo aún peor- deseé que me hiciera el amor, sin saber siquiera qué significaban esas palabras exactamente, y que fuera más allá de besarme y abrazarme con fuerza, hasta que sintiera que me derretía de felicidad.