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Me habría casado felizmente con Edward aquella misma semana, pero él me dijo desde el principio que no podía permitirse el lujo de casarse hasta que no se hiciera un nombre. (Subsistía con una pequeña asignación que le proporcionaba su padre, que era maestro retirado).

– Hasta que te vi -me dijo-, sólo vivía para la pintura…

(Yo no estaba completamente convencida de esto… La seguridad con la que me abrazaba me sugería que yo no era la primera mujer a la que había enamorado, pero yo era demasiado feliz como para que eso pudiera importarme).

– Ahora -añadió- sólo pienso en el día en que podamos estar juntos para siempre, y cuanto antes pinte una obra maestra, antes llegará ese día.

Ada y George, naturalmente, estaban preocupados por la rapidez con la que se había desarrollado nuestro noviazgo, y también por la necesidad de ocultar a mi madre nuestro compromiso matrimonial -porque eso era lo que yo creía que había entre nosotros-. Ada había dejado de ejercer de acompañante tras los primeros días, no sin temores y sospechas, que sólo me comunicó en secreto, sobre lo que mamá diría si lo descubriera…

– Mamá nunca lo aprobará -repliqué-. Ya sabes lo que piensa de los artistas; esto significará una completa ruptura entre las dos. Y no hay ninguna razón para decírselo por ahora… no, hasta que no podamos casarnos.

– Quizá no debamos decírselo -dijo Ada-, pero debes pensar en el escándalo que se formaría si… si se conociera que Edward te ha seducido bajo nuestro techo. Si tu madre lo descubriera, con toda seguridad escribiría al obispo y George perdería su trabajo…

– ¡Pero Edward no me ha seducido! Soy mayor de edad, y lo adoro, y no necesito el consentimiento de mamá para casarme con él…

– Eso no impide que tu madre pueda formar un escándalo. Y, además, un hombre… incluso un hombre bueno, como estoy segura de que es Edward… un hombre puede aprovecharse del amor que una mujer siente por él, especialmente cuando ambos son un poco alocados, como vosotros, y no tienen ninguna perspectiva inmediata de matrimonio. No pienses que soy insensible, querida: sé muy bien qué significa desear estar con la persona que te ama, pero sólo lo conoces desde hace una semana, y simplemente es muy poco tiempo para que puedas confiar en él… e incluso en ti misma. Sobre todo porque aún estás convaleciente.

– Sí, pero yo ya sé más de él de lo que Sophie sabrá nunca de su Arthur Carstairs. Nunca he estado más segura que en este momento. Y respecto a los «visitantes»… estoy segura de que sólo los produjeron las terribles cosas que ocurrían en casa… ¿Me estás diciendo que Edward no se puede quedar aquí?

– Me temo que no se puede quedar… al menos hasta que no le hayas dicho a tu madre que estás comprometida.

– Entonces… se lo diré -repliqué-, aunque estoy segura de que no nos dará su bendición. Pero… por favor, deja que Edward se quede… sólo unas semanas más…

Y así, a pesar de los recelos y sospechas de Ada, se acordó que Edward podía quedarse… de momento. Él insistió en contribuir, tanto como pudiera, en el sostenimiento de los gastos de la casa, tal y como hice yo, aportando una libra a la semana que mi madre me había entregado para cumplir con la visita. Aunque era muy pobre, Edward estaba comenzando a labrarse un nombre como pintor. Algunos de sus cuadros se habían vendido en una galería privada «situada en el peor lugar de Bond Street», como dijo alegremente, pero no obstante era en Bond Street [39]. Aparte de su estudio de la fortaleza de Orford, yo sólo había visto unos pocos lienzos recientes que enviaron desde una posada de Aldeburgh; todos ellos eran estudios de ruinas o lugares terribles, y todos mostraban las mismas cualidades y rasgos de verosimilitud y ensoñación a un tiempo. Ada le había ofrecido que se quedara en la habitación que quisiera (la rectoría, evidentemente, se había construido con la idea de que albergara una familia muy numerosa), y él había escogido un salón en desuso que se encontraba en la primera planta, con amplios ventanales y una buena luz del norte, y que le serviría tanto de habitación como de estudio. En los días de nuestro compromiso, Edward volvió al trabajo con entusiasmo. Aunque hablaba frívolamente de pintar una obra maestra, yo sabía cuán profundamente ansiaba el reconocimiento: estaba seguro de su talento, y sólo necesitaba la aceptación del mundo para confirmarlo.

Medité mucho acerca de cómo podría yo contribuir a que llegara ese día y pensé que podría intentar ganar algún dinero… Pero todo fue en vano. Aceptar un empleo como institutriz o dama de compañía -incluso aunque me lo hubieran ofrecido- significaría separarme de Edward, y de mis amigos. Pero sabía que no podía vivir indefinidamente de la caridad de George, por mucho que temiera regresar a Highgate, lo cual a su vez planteaba la temida perspectiva de escribir para contárselo a mi madre, porque retrasarlo mucho más no sería justo con Ada y George, ahora que toda la aldea sabía que Edward y yo estábamos comprometidos. Sin embargo, lo retrasé, porque cada vez que me sentaba con la intención de escribir, el pensamiento de la furia de mi madre se cernía sobre mí como una tormenta, anulando todo lo demás. Yo le había hablado a Edward de mis problemas con mamá, e incluso le había hablado de las amenazas de confinamiento en un manicomio, pero atribuí los «problemas» a mi sonambulismo, en vez de a mis «visitas»: ésa fue la única cosa de la que no me atreví a hablarle… Ni siquiera entonces supe por qué. ¿Dudaba de su amor?, me pregunté. No, por supuesto que no. Entonces, ¿por qué no decírselo? Mi conciencia parecía sugerirme que yo debería hablarle de aquello, pero entonces… sólo conseguiría que se preocupara por mí, y no había ninguna necesidad de ello, ahora que ya volvía a estar bien…

Mi único motivo de inquietud, aparte de ése, era el sentimiento recurrente de que yo había visto a Edward antes, en algún lugar, y que era importante -no sabía por qué que recordara dónde. A veces me descubría a mí misma observando a mi amado, pensando «¿Dónde te he visto?», sintiendo que la respuesta me rondaba la cabeza como cuando una palabra olvidada parece estar en la punta de la lengua, pero resulta imposible pronunciarla finalmente. Ni podía comprender por qué esta preocupación estaba ligada a un sentimiento de inquietud de que todo -salvo la amenazante confrontación con mi madre- era demasiado perfecto y mi felicidad demasiado completa… Era un temor vago y supersticioso que sólo me inquietaba cuando estaba sola. Quise convencerme de que esas preocupaciones eran meramente el recuerdo de mi antigua enfermedad… la cual, en esos momentos, estaba ya perfectamente curada, por supuesto.

Pocas semanas después, Edward decidió ir a visitar a su padre a Cumbria. A mí me habría encantado ir con él, pero viajar juntos sin compañía y sin el permiso de mi madre… era de todo punto imposible. Edward quería decírselo a su padre en persona, de modo que yo me apliqué a la tarea de escribirle a mi madre a la mañana siguiente de su partida. Había comenzado a escribir media docena de cartas («Ya sé que no aprobarás…» o «Me temo que te disgustará saber…») y las había descartado todas. Hasta que finalmente escribí: «Te sorprenderá, y espero que no te disguste, saber que estoy prometida en matrimonio con el señor Edward Ravenscroft, el artista». Parecía más adecuado no mencionar que Edward había estado en la rectoría… En fin, lo difícil era pensar en algo, cualquier cosa, que no aumentara el disgusto de mi madre.

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[39] Bond Street era en el siglo XIX la calle con los establecimientos más caros y elegantes de Londres, donde se apiñaban los holders o proveedores habituales de la Corona así como las galerías de arte más exclusivas de la ciudad. En la actualidad conserva este carácter elitista