La expresión del señor Montague sugirió que no estaba en absoluto de acuerdo con esa teoría, pero cualquier respuesta que hubiera considerado fue reprimida, porque en ese momento sonó la campanilla que nos invitaba a cenar. Cuando retiraron los platos del pescado ya era completamente de noche. George estaba sentado en la cabecera de la mesa, dando la espalda a la chimenea apagada, con Ada y Magnus Wraxford a su derecha, y John Montague y yo a su izquierda, frente a las ventanas: una disposición que yo agradecí mucho, porque así no tendría que cruzar la mirada con él a menos que se dirigiera a mí directamente, lo cual apenas hizo. Aún estaba intentando sacudirme la premonición que él había inspirado.
Hasta ese punto, la conversación había girado en torno a la elección del señor Millais para la Academia [40], sobre las nuevas investigaciones bíblicas, sobre la eficacia del mesmerismo a la hora de mitigar el dolor e incluso como remedio para curar, una práctica que, según el doctor Wraxford, había sido prematuramente rechazada por la profesión médica. Habló durante algunos minutos sobre la naturaleza de la sugestión mesmérica y cómo podía influir incluso sobre el corazón y sus movimientos.
– A pesar de nuestro supuesto progreso -dijo a modo de conclusión-, nosotros, es decir, la mayoría de mis colegas, parecemos positivamente decididos a despreciar cualquier tratamiento que no podamos explicar en términos físicos, aunque sea efectivo. Ésta es la gran dificultad del mesmerismo; ésta, y su uso indebido en manos de charlatanes y curanderos. Oh, debe usted perdonarme, Montague… Ya le he hablado en alguna otra ocasión sobre este asunto…
John Montague murmuró algo que no pude entender.
– ¿Es posible mesmerizar a alguien contra su voluntad? -preguntó George.
– Es posible, sí… si se trata de un sujeto muy impresionable; pero sólo un charlatán lo haría.
– Y una vez hipnotizado, ¿el sujeto se sentiría impelido a hacer cualquier cosa que le ordenara el mesmerista?
– Yo dudo mucho que un individuo maduro y racional pueda ser impelido a actuar contra sus más profundos instintos. En todo caso, no tengo mucho interés en llegar hasta ese punto.
– Creo que usted ha señalado que, en estado de trance, se puede capacitar a un sujeto para que vea personas que no se encuentran presentes -dijo Ada.
Yo adiviné, por el modo como evitaba mi mirada, que hacía esa pregunta pensando en mí.
– Sí, absolutamente cierto.
– ¿Y eso podría explicar, en su opinión, que los espiritistas y los médiums crean que pueden mantener relaciones con los muertos?
– Efectivamente, podría explicarlo, señora Woodward: al menos podría explicarlo en aquellos médiums que no están simplemente perpetrando fraudes, lo cual es desgraciadamente muy común en los círculos espiritistas.
– ¿Y es posible -pregunté, esforzándome en mantener la voz firme- que una persona pueda caer en trance sin darse cuenta de ello y, de ese modo… ver… personas que no se encuentran presentes?
El doctor Wraxford me observó durante un instante antes de responderme. Sentí que estaba intentando adivinar qué estaba escondiendo tras la pregunta. Era bastante perturbador… el modo en que sus ojos oscuros reflejaban la luz de las velas.
– Sí. Es posible. Pero que un sujeto caiga en un trance profundo sin darse cuenta de ello… bueno, eso sería muy raro, señorita Unwin, a menos que usted se esté refiriendo a ese estado particular y característico que se da entre el sueño y la vigilia…
– No… -repliqué, reuniendo todo mi valor-. Supongo que… quiero decir que… una amiga me contó en cierta ocasión una extraña experiencia: una tarde entró en una habitación donde estaban sentadas su madre y sus hermanas, y vio a un hombre joven en el sofá… un joven al que no había visto nunca. Entonces, ella se dio cuenta de que ese hombre era invisible para los demás. El joven se levantó y se dirigió hacia donde estaba ella… ella no tuvo miedo, y después, la figura pareció desvanecerse en el aire. Por eso me gustaría saber… si es que mi amiga pudo caer en un trance.
– No creo que un estado de trance pueda explicarlo… ¿Está usted segura de que su amiga no se estaba engañando o…?
– Estoy completamente segura de que la experiencia fue tal y como ella la describió.
– Y su amiga no tuvo miedo… Es verdaderamente extraño…
– No. No tuvo miedo del joven: ella me dijo que no creía que fuera un fantasma, porque parecía muy normal… podía oír el ruido de sus pisadas sobre el suelo. Pero todo aquello la impresionó muy vivamente, porque sabía que el resto de los presentes no lo había visto.
El salón permaneció de repente en silencio. Me percaté de que las miradas de John Montague se dirigían sucesivamente al doctor Wraxford y a mí en varias ocasiones.
– ¿Y ésa ha sido la única experiencia de su amiga?
– Creo que sí… Ocurrió unas semanas después de una mala caída que la dejó inconsciente durante muchas horas.
De nuevo volví a sentir la presión del penetrante examen del doctor Wraxford, como si supiera lo que yo estaba omitiendo.
– Desde luego… tendría que examinar a esa joven señorita para estar seguro, pero podría muy bien ser que su amiga hubiera sufrido una lesión en el cerebro, la cual probablemente se curará con el tiempo.
– Estoy segura de que se sentirá muy aliviada de oír eso, señor.
– ¿Aliviada, señorita Unwin?
– Porque se va a curar, quise decir.
– Ah, comprendo.
El doctor Wraxford continuó observándome con inquisitivo interés. Sentí que estaba deseando decirme algo más, pero Ada rompió el silencio preguntando si había noticias respecto a la investigación judicial sobre la desaparición de su tío.
– Creo, señora Woodward, que el certificado de su fallecimiento se librará con bastante celeridad. Pero el señor Montague está en mejores condiciones de contestarle a usted.
– Debería ser sencillo y rápido -dijo John Montague-. En un caso como éste, donde no hay conflicto de intereses… quiero decir, que nadie pierde nada por una certificación de deceso, la tarea del tribunal consiste sencillamente en decidir si, dadas las pruebas disponibles, es altamente probable que la persona desaparecida esté muerta. Y dado que Cornelius Wraxford era un hombre mayor y débil, el hecho de que no haya sido visto desde la noche de la tormenta, hace ya tres meses, es suficiente: si salió de la casa, no podría haber sobrevivido una noche en el bosque.
»La única dificultad real es explicar cómo pudo salir de sus dependencias. Drayton, su ayuda de cámara, me dijo que él le vio retirarse a las siete de la tarde, antes de que rompiera la tormenta. Cuando yo llegué allí, unas veinticuatro horas después, todas las puertas estaban cerradas y acerrojadas por dentro, de tal modo que me vi obligado a romper la puerta que daba al estudio. Con seguridad, todas las ventanas estaban cerradas y los pestillos estaban echados también… y, en todo caso, están demasiado altas para que el anciano pudiera alcanzarlas. Así pues, o bien salió por un pasadizo secreto, aunque una indagación cuidadosa no reveló ningún indicio de nada semejante, o Drayton y yo nos equivocamos. A Drayton no se le puede preguntar nada: sufrió un ataque y murió, como ustedes sabrán, mientras yo estaba buscando al anciano. Desde entonces me he preguntado si las puertas de la galería, las cuales abrí desde el interior, en un estado de considerable nerviosismo, podrían haber estado sólo trabadas, y no cerradas con pestillo, como pensó el inspector de la policía; es más fácil dudar de mis propios recuerdos que creer que un hombre simplemente se ha desvanecido en el aire; y eso, espero, será lo que piense también el tribunal.