Al principio, apenas hablamos -o, más bien, apenas habló-. Mientras tanto, yo intentaba reunir el valor suficiente para decir lo que debía decir, por el bien de Ada y de George. Él me dijo que acababa de ir a ver la mansión para ver qué podría hacerse con ella; la resolución en el caso del deceso de su tío Cornelius era inminente, aunque aún pasarían varios meses antes de que se fijara la validación del testamento. Recordé entonces cuando dijo que la mansión sería un emplazamiento ideal para su experimento de clarividencia, lo cual me irritó sobremanera. Sin embargo, a pesar de mi disgusto, se me ocurrió que aquella era una oportunidad que jamás se me volvería a presentar. Él había hablado del poder del mesmerismo para curar enfermedades nerviosas; había adivinado, estoy segura, que yo estaba hablando de mí misma. Así pues, ¿por qué no preguntarle si conocía algún tratamiento que pudiera prevenir más apariciones en el futuro? Mis contestaciones a sus preguntas eran cada vez más y más vagas a medida que esa idea se apuntalaba en mí, hasta que se hizo absolutamente natural que me preguntara si había algo que me preocupaba.
Con titubeos y con muchas dudas, le conté todo acerca de mis «visitas», desde mi sonambulismo y la caída hasta el momento en que creí reconocer a una persona en el salón de mi casa, una semana antes. Me escuchó atentamente, e incluso me pareció que con admiración, preguntándome muy pocas cosas hasta que hube terminado.
– Espero que comprenda, señor, que esta… esta dolencia… me resulta profundamente angustiosa -dije a modo de conclusión-. Usted mencionó, cuando estuvo cenando con nosotros, la posibilidad de una lesión en el cerebro, que se curaría sola con el tiempo, pero si hay un remedio eficaz y más inmediato para evitar esas apariciones, le estaría sumamente agradecida de que me lo dijera. Tengo muy poco dinero, y con toda seguridad no puedo reunir el suficiente para recibir un tratamiento, pero al menos sería un alivio saber que…
– Mi querida señorita Unwin -me interrumpió, con un gesto casi ofendido-, permítame asegurarle que todos mis conocimientos profesionales están completamente a su disposición. Dejando aparte otras consideraciones, su caso es único, al menos por lo que yo sé, y sería un honor y un privilegio ayudarla en lo que pueda.
»Permítame confesarle, ante todo, que si usted no hubiera decidido librarse de esas «visitas», como usted las llama, me fascinaría ver en qué acaba todo… Aquella noche yo hablé de una lesión en el cerebro, y después hablé de clarividencia: escuchando su historia completa hoy, estoy más convencido que nunca de que ambas cosas no son necesariamente incompatibles. Por supuesto, no sabemos siquiera, a ciencia cierta, que exista clarividencia en su caso (ése es un territorio desconocido); pero no tema, señorita Unwin: haré todo lo posible para asegurarnos de que esas apariciones no vuelvan a ocurrir. La sugestión mesmérica es, creo, la vía más prometedora, aunque tendré que pensar exactamente con qué sugestionarla… Me quedaré con el señor Montague algunos días más; si a usted le viene bien, podría visitarla en la rectoría… Y no, no… Insisto: la única cuestión es si usted me permite que intente llevar a cabo un tratamiento, sabiendo que no puedo garantizar absolutamente el éxito.
Con un gesto de amable desprecio desestimó todas mis objeciones respecto a las molestias que podía causarle o el tiempo que podía robarle, y me aseguró que todo quedaría en el más estricto secreto entre nosotros; además, sugirió que si yo no quería que Ada y George se preocuparan en exceso por mí, siempre podría decirles que el tratamiento era por los dolores de cabeza. La conversación concluyó con mi asentimiento: el doctor Wraxford visitaría la rectoría dos días después, a las tres en punto.
– Aún hay otro favor que querría pedirle, señor -dije-. Por… por varias razones, creo que sería mejor si el señor Ravenscroft y yo no anunciáramos formalmente nuestro compromiso hasta que mi hermana se haya casado, en noviembre, de modo que le estaría sumamente agradecida si esa noticia no saliera de aquí, de nuestro pequeño círculo…
– Pero… por supuesto -contestó-, y, si usted lo desea, se lo comunicaré al señor Montague. Y ahora que la iglesia de St Mary ya está a la vista, entiendo que no debo inmiscuirme más en su soledad. Hasta el viernes, señorita Unwin: salude de mi parte al señor y a la señora Woodward.
Una vez más rechazó con un gesto mis agradecimientos, se acomodó en la silla de montar y espoleó a su caballo en dirección al camino de Aldeburgh. Suponía que me acabaría acompañando durante todo el camino, hasta la rectoría, y me sentí aliviada por no tener que explicar su presencia apresuradamente; y, sin embargo, su repentina partida me dejó con el sentimiento de que aquello había sido un encuentro clandestino. Sólo cuando se perdió de vista me di cuenta de que posiblemente no pudo haberme reconocido a aquella distancia, desde lo alto de la colina, y entendí que no había sido un encuentro premeditado.
El viernes por la tarde, a las tres en punto, el doctor Wraxford se presentó en la rectoría, vestido en esta ocasión con un traje negro, un corbatín alto y un sombrero de copa. Desde nuestro último encuentro, yo había malgastado mucho tiempo en arrepentirme de haber confiado en él. Ada me había preguntado en varias ocasiones si estaba segura de que mi problema no había reaparecido y me regañó por la imprudencia de haberme aventurado tan lejos, y sola, por el monte. A mí no me gustaba tener secretos con ella; y aún me gustaba menos aquel sentimiento de haber traicionado a Edward revelando más de mí misma al doctor Wraxford de lo que había deseado revelarle a mi prometido. Además, la insistencia del doctor Wraxford en tratarme como una amiga más que como una paciente me lo había puesto todo aún más difícil. Pero ya estaba hecho, y todo lo que podía esperar era que su tratamiento resultara efectivo.
Hetty le hizo pasar al pequeño salón donde yo había decidido esperarle. Ada, prudentemente, se había quedado en las escaleras, diciendo que se reuniría conmigo cuando concluyera la consulta. Pero cuando Hetty salió y cerró la puerta, me sentí tan incómoda que estuve a punto de correr hacia las escaleras, confesarlo todo, y pedirle a Ada que estuviera conmigo durante el tratamiento.
– Ahora, señorita Unwin -dijo, como si respondiera a mis pensamientos-, le aseguro que no tiene nada que temer. Lo peor que puede ocurrir es que mi sugestión no surta efecto; en ese caso, usted no empeorará. Es necesario que esté tranquila para que pueda mesmerizarla. Y entonces, en esencia, le daré ciertas órdenes a su cerebro para que rechace cualquier dato extrasensorial que pueda presentársele (en estado de vigilia, por supuesto), y sin importar la fuente de la que provenga. No será consciente de esas órdenes en el momento, ni recordará nada de ello cuando se despierte del trance. Puede que sea necesario repetir el tratamiento en varias ocasiones antes de que resulte completamente efectivo, pero el principio es muy sencillo.
»Hay un obstáculo potencial -añadió-. Para que el tratamiento tenga éxito, debe usted depositar toda su confianza en mí; de otro modo, su mente no será receptiva a la sugestión mesmérica. Por tanto, si usted tiene alguna reserva que le impida ponerse en mis manos, le ruego que lo diga ahora.
– No, señor. Tengo plena confianza en usted -dije entre titubeos-. Sólo… el mesmerismo me preocupa un poco… ¿Podría Ada estar aquí mientras usted…?
– Me temo que en este punto necesitamos aclarar ciertas cosas: la conciencia que usted tendría de la presencia de su amiga aquí impediría que atendiera única y exclusivamente a mi sugestión, y el método podría resultar ineficaz. Los mesmeristas de los teatros, por supuesto, actúan delante de un auditorio, pero cuando se hace con un propósito serio…
– Comprendo -dije-. Entonces intentaré hacer todo lo posible por tranquilizarme.