– Creo que me gustaría ser cocinera cuando sea mayor -le dije a la señora Greaves una tarde de invierno.
Había estado lloviendo durante todo el día y, por encima del suave crepitar de los fogones, se podía oír el borboteo del agua en el sumidero del patio.
– Eso puede decirlo usted aquí, señorita -replicó-, pero la mayoría de las cocinas no son así. Muchas cocineras viven como esclavas, tiritando en la oscuridad, con las manos despellejadas por el trabajo, porque sus señoras apenas les permiten utilizar una pulgada de vela o unos pocos carbones, y ni siquiera pueden imaginar el gas que nosotros disfrutamos aquí. Además, usted va a ser una dama, con una casa y criados a su servicio, y se ocupará de su marido y de sus niños; y entonces, créame, señorita, no querrá dedicarse a pelar patatas.
– Yo nunca tendré niños -dije con vehemencia-. Alguno de ellos podría morir y entonces me ocurriría lo mismo que a mamá, y no volvería a ser feliz.
La señora Greaves me observó con tristeza; yo nunca había hablado antes tan abiertamente del dolor de mi madre.
– La gente del campo en Irlanda, señorita, diría que su madre está… «lejos».
Miré expectante a la cocinera.
– Bueno… sólo son fantasías, entiéndalo… dicen que cuando una persona está… así… es porque las hadas se la han llevado y han dejado a un espíritu en su lugar…
– Y las hadas… ¿devuelven a esas personas alguna vez?
– Pues claro, mi niña… yo perdí a dos hermanos, como sabes, y pensé que mi corazón se rompería de dolor… Aún los echo de menos, pero sé que están a salvo en el Cielo. Y, además, yo tenía otras cosas en las que pensar…
Se detuvo con un gesto de incomodidad.
– Pero… ¿cómo sabes que están felices en el Cielo? -le pregunté-. Quiero decir que… ¿hay un Cielo, como dice la Biblia?
– Naturalmente, señorita: por supuesto. Y… bueno, ellos también me lo han dicho.
– ¿Cómo han podido decírtelo…? ¿Te hablan sus fantasmas?
– ¿Fantasmas? No, señorita: sus espíritus. A través de la señora Chivers… es lo que se llama una médium. ¿Sabes lo que es un médium?
Le dije que no lo sabía, y ella me explicó -un poco dubitativa al principio- qué era el espiritismo; y también me dijo que pertenecía a una sociedad que se reunía una vez a la semana en un salón de Southampton Row, y me contó lo de las sesiones de espiritismo, y cómo los espíritus de los muertos podían visitarnos desde el Cielo, que algunas personas llaman Summerland [7], para hablar a través de un médium con las personas a quienes amaron.
– Entonces… debería hablarle a mamá de la señora Chivers -le dije-. Así podrá hablar con el espíritu de Alma y será feliz de nuevo…
– No, señorita: no debe usted decirle nada; de ningún modo debe decirle nada de lo que le he contado, o perderé mi trabajo. Señorita: su papá no aprueba el espiritismo, lo sé. Y, además, las damas no van a casa de la señora Chivers: sólo van las cocineras y las sirvientas como Violet y yo.
– Entonces, ¿a las damas no se les permite ser espiritistas?
– No es eso, señorita, pero las damas tienen sus propias reuniones… las que creen. He oído que hay una sociedad de damas y caballeros en Lamb's Conduit Street, pero… recuerde, señorita: yo no se lo he dicho.
Tuve la intención de contárselo todo a mamá aquella misma tarde, pero, como siempre, aquel primer impulso murió frente a su rostro de plomiza indiferencia. Y, además, temía que pudiera causarle algún problema a la señora Greaves. A la mañana siguiente, durante el desayuno, le pregunté a papá qué era el espiritismo, diciéndole que había oído hablar de él en la escuela. Por entonces ya se me consideraba lo suficientemente mayor como para desayunar en el comedor, siempre que no hablara mientras papá leía su The Times; mamá ya no desayunaba con nosotros desde que el doctor Warburton le prescribiera un somnífero más fuerte.
– Se trata de una superstición primitiva con ropajes nuevos -me contestó papá, y abrió el periódico con una sacudida de desaprobación.
Ese gesto fue lo más cerca que estuve de ver a papá enfadado. Yo ya había comenzado a sospechar que papá no creía en Dios. Ni siquiera había hecho ninguna objeción cuando dejé de ir a la iglesia, después de que Annie nos dejara, y más adelante descubrí que el libro en el que estaba trabajando se titulaba Fundamentos racionales de la moralidad. Su propósito, por lo que pude averiguar a partir de los escuetos indicios que dejó caer, era probar que uno debe ser bueno aunque no crea que podría arder en el infierno para siempre si fuera malo. A menudo me preguntaba por qué algo tan obvio precisaba un libro que lo demostrara, pero nunca me atreví a decirlo.
Tiempo después, cuando volví a preguntarle a la señora Greaves sobre el espiritismo, ella cambió de conversación, comportándose del mismo modo que Annie cuando le pregunté sobre los huérfanos. Pero la idea de que los espíritus de los muertos se encontraban todos a nuestro alrededor, separados sólo por un delgadísimo velo, comenzó a formar parte de mi mitología privada, junto a los dioses y las diosas del inframundo.
Permanecí en el colegio de la señorita Hale hasta que casi cumplí los dieciséis años, creciendo en una suerte de limbo en el cual era perfectamente libre para leer lo que me apetecía y pasear por donde me apetecía, al tiempo que se acrecentaba en mí el sentimiento de que a nadie le importaría si yo desaparecía de la faz de la Tierra. Mi libertad también me apartaba del resto de las jóvenes, y puesto que yo no las podía invitar a mi casa, ellas casi nunca me invitaban a las suyas. Mamá no mejoraba. Bien al contrario: a medida que pasaban los años, cada vez estaba más abatida y aletargada, deambulando por toda la casa… de la cual ya no salía jamás, ni siquiera para visitar la tumba de Alma, como si estuviera siendo aplastada bajo un peso invisible.
Finalmente, Violet fue despedida, pocos meses antes de que yo abandonara el colegio de la señorita Hale, y fue sustituida (por recomendación de la señora Greaves) por Lettie: una muchacha avispada e inteligente no mucho mayor que yo. La madre de Lettie había muerto cuando ella tenía doce años y la niña había estado sirviendo desde entonces. Aunque hablaba como una muchacha londinense, tenía sangre irlandesa y española por parte de padre, y su piel era bastante morena, como sus ojos, grandes y con párpados gruesos y largas pestañas rizadas. Tenía los dedos largos y estaban arrugados y encallecidos después de fregar durante tantos años, aunque se frotaba con piedra pómez todos los días. Lettie me gustó desde el principio, y a menudo la ayudaba a quitar el polvo o a limpiar, simplemente por hablar con ella. Las tardes de los sábados ella se reunía en los jardines de St George con sus amigas -la mayoría eran criadas, como ella, que servían en casas de Holborn y Clerkenwell- y se iban de paseo juntas. A menudo deseé poder acompañarlas…
Mi vida prosiguió de este modo tan poco formal hasta que una mañana, a la hora del desayuno, sin que se produjera el menor aviso, mi padre anunció que nos abandonaba.
– Ya es hora de que dejes la escuela -me dijo, o tal vez se lo dijo a su plato, porque evitó mirarme a los ojos mientras me hablaba-. Ya eres lo suficientemente mayor como para ocuparte de la casa en vez de tu madre, y yo necesito paz y tranquilidad hasta que concluya mi libro. Así que me voy con mi hermana a Cambridge. Lo he dispuesto todo para que puedas sacar dinero del banco… el suficiente para mantener la casa como hasta ahora, y también he pagado una suscripción a Mudie [8], aunque muchos de mis libros se quedarán aquí, y puedes utilizarlos si quieres. Sólo me voy a llevar los libros de trabajo.
[7] Summerland o Summer Land, un lugar maravilloso donde reinaban la belleza y la paz, era el colmo de la vida ultraterrena. Estas ideas se deben al filósofo y místico Emanuel Swedenborg (1688-1772), y fueron adoptadas por el espiritista, «hipnólogo» y clarividente Andrew J. Davis (1826-1910), autor de
[8] La biblioteca privada de préstamos más importante de Bloomsbury y Oxford Street, cerca de donde vivía Constance, era la de Charles Edward Mudie (1818-1890). La suscripción costaba una guinea al año; a cambio, el suscriptor podía sacar todos los libros que quisiera, de uno en uno. Los establecimientos de Mudie (Select Library) tuvieron un gran éxito, y su propietario llegó a convertirse en editor del poeta J. R. Lowell y del ensayista R. W Emerson.