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– Más bien, intente relajar su voluntad, exactamente como si estuviera cansada y deseara irse a dormir. Todo lo que tiene que hacer es mirar y escuchar.

Tras esta orden, me senté en un sillón, con los brazos descansando a los lados y con la cabeza apoyada en un cojín. Él puso una mesa auxiliar pequeña justo delante, y colocó una silla al otro lado, exactamente frente a mí. Entonces cogió una vela de la repisa de la chimenea, la encendió, y la puso en el centro de la mesa que había entre nosotros, antes de correr las cortinas y sentarse en la silla. Deslumbrada por la llama de la vela, no podía ver nada más allá del círculo de luz en el cual nos encontrábamos sentados. El rostro del doctor Wraxford parecía colgar suspendido en la oscuridad que había al otro lado. La luz acentuaba los contornos de sus huesudas mejillas y las bolsas de los ojos; sus pupilas eran tan negras como azabache pulido acogiendo dos reflejos gemelos de la llama de la vela.

Algo centelleó y brilló y comenzó a girar en torno a la llama que había entre nosotros. Parecía una moneda de oro, quizá del tamaño de un chelín, pero estaba grabada por ambos lados con un extraño dibujo geométrico que no pude identificar. ¿Lo llevaba siempre con él? Oí su voz ordenándome seguir el movimiento de la moneda. Vueltas y más vueltas, vueltas y más vueltas… «Tienes mucho sueño, mucho sueño…», canturreaba su voz… Vueltas y más vueltas… «Sientes que los párpados te pesan mucho…», pero una parte de mi mente se mantenía alerta, y no se rendía. Intenté cerrar los ojos, pero se abrieron de nuevo por sí mismos. Seguía manteniendo la tensión: era como si pudiera oír una campana de advertencia sonando al tiempo de las oscilaciones de la moneda.

– Lo siento -musité finalmente-. No puedo hacerlo.

– Ya lo veo -dijo el rostro sin cuerpo que había al otro lado de la vela-. No puedo ordenarle que tenga confianza en mí, señorita Unwin, pero sin ella, no puedo ayudarla.

– Lo siento -repetí desesperada-. No sé qué hacer…

Él se levantó, descorrió las cortinas y la habitación volvió a recuperar su orden natural.

– Puede que hayamos actuado un tanto precipitadamente. Si desea intentarlo de nuevo, volveré mañana a la misma hora…

– Gracias señor -dije-, pero no debo abusar de su generosidad. No, señor, le ruego… Me avergonzaría que usted perdiera otro día por mi culpa. Ahora… ¿tomará el té con nosotros? Ada le ha invitado particularmente…

– Muchas gracias a usted, señorita Unwin, pero debo marcharme. He recordado de camino aquí que tengo que pasar por la mansión. Así pues, quedo a la espera de volverla a ver pronto a usted… y al señor Ravenscroft, por supuesto, cuando regrese de Cumbria.

Y con esas palabras, se fue, dejándome arrepentida de todo corazón de haberle dicho una sola palabra acerca de mis «visitas».

Edward regresó una semana más tarde, y mi temor de que aquella visión pudiera interponerse entre ambos desapareció con la alegría de nuestro primer abrazo y la noticia de que uno de sus cuadros se había vendido por treinta guineas, el precio más alto que había propuesto. Otro éxito como aquél, me aseguró, y podríamos casarnos tan pronto como Sophie estuviera definitivamente desposada.

Yo esperaba que el doctor Wraxford hubiera regresado a Londres, pero el día inmediatamente posterior recibimos una carta de John Montague invitándonos a todos a almorzar en su casa, dentro de una semana. Magnus Wraxford estaba deseando conocer a Edward y vendría especialmente desde Londres para verlo. Para empeorar aún más las cosas, George y Ada tenían un compromiso ese mismo día. Edward, por supuesto, estaba impaciente por acudir a aquella comida y me vi forzada a decirle que el doctor Wraxford había intentado curar mis dolores de cabeza, y a responder a todas las preguntas que me hizo sobre el mesmerismo, y a insistir en que aquello no había funcionado simplemente porque yo era una mala paciente. El día del almuerzo fingí que me encontraba mal en el último momento. Pasé un día largo y triste en la rectoría, esperando a que Edward regresara; vino por fin al anochecer, en un estado de increíble excitación.

– Entonces… ¿el almuerzo ha sido un éxito? -pregunté.

Estábamos sentados en el jardín, bajo la rama de un árbol que estaba empezando a dejar caer sus hojas, en lo que debería haber sido un perfecto atardecer.

– No, el almuerzo exactamente… no. Ha habido un poco de todo. Wraxford y yo ya nos hemos hecho amigos: es un hombre notable, como dijiste, pero creo que no le gusto mucho a John Montague. No lo entiendo: fui muy educado y elogioso respecto a su pintura de la mansión, pero creo que él, simplemente, no quiso romper el hielo. Lamentaron mucho que no hubieras podido ir, especialmente el doctor Wraxford… Creo que lo has conquistado, ya sabes… Después del almuerzo, el doctor y yo dimos una larga caminata por el paseo de la playa, pero Montague no quiso unirse a nosotros, y estoy seguro de que fue por mi causa.

»Pero no, no estoy contento por nada de eso. Lo maravilloso es que observando la pintura de Montague, he tenido la idea de realizar una serie de estudios de la mansión, entre el día y la noche… Es un motivo maravillosamente siniestro. La escena principal será la mansión bajo una tormenta, iluminada por el gran resplandor de un rayo. El doctor me contó todo sobre la desaparición de su tío, ¿sabes?, y la historia resulta ciertamente impresionante… Tengo entendido que la mansión se encuentra actualmente en una especie de limbo legal, pero finalmente acabará perteneciendo a Wraxford. En todo caso, se lo he consultado y dice que no le importa en absoluto que acceda a la propiedad, y que se lo comunicará a Montague. Le pregunté si sabía por qué Montague la había tomado contra mí, pero no me contestó… Sólo dijo que no se lo tuviera muy en cuenta… Pareces preocupada, querida mía, ¿qué ocurre?

– Nada, sólo que… la mansión es un lugar funesto y está tan lejos…

– Oh, no andaré yendo de acá para allá continuamente: dibujaré todos los bocetos de una sola vez… Podré dormir en los viejos establos o en algún lugar así. Wraxford me ha dado un plano del terreno. Espero que tengamos una tormenta antes de que las noches se pongan demasiado frías. No tienes que inquietarte por nada, querida niña: he dormido muchas veces al raso, y sé, puedo sentirlo, que esto va a proporcionarme la fama y, para colmo, nos llevará hasta el altar.

Edward empleó toda una semana -la más larga de mi vida, eso pensé entonces- haciendo bocetos en la mansión. Ada estaba preocupada por mi nerviosismo, y en varias ocasiones sugirió que fuéramos a dar un paseo hasta Monks Wood. Pero yo sabía que Edward odiaba que lo observasen mientras trabajaba; creía que le daba mala suerte. A mí me preocupaba que pudiera considerarme una niña tonta e histérica. Y, aunque no me gustaba admitirlo, temía que pudiéramos encontrarnos de repente con Magnus Wraxford. Me molestaba enormemente que aquel hombre supiera más de mí que el propio Edward; aquello me carcomía la conciencia como si hubiéramos mantenido un romance culpable, y, sin embargo, no podía decidirme a contarle a Edward (ni siquiera a Ada) lo que me había ocurrido con la última aparición.

¿Pero cuál sería la diferencia si lo contaba todo? Él me volvería a llamar su querida niña y me diría que todo era culpa de mi imaginación hiperactiva, y me embaucaría con sus besos, y se marcharía tan alegre a la mansión… de la cual regresaría maravillosamente animado, con un buen número de esbozos bajo el brazo, y se encerraría en su estudio para trabajar.

El tiempo continuó siendo agradable; si acaso, se tornó más cálido a medida que avanzaba septiembre y las hojas caídas comenzaban a reunirse bajo los árboles, y mis malos presagios fueron desapareciendo lentamente, hasta que una tranquila y húmeda noche Edward anunció que había terminado el primer cuadro.

Yo ya había oído algunas cosas de la mansión: las suficientes como para imaginar murciélagos revoloteando en torno a una torre en el crepúsculo… Pero el cuadro era bien distinto: el cielo sobre las copas de los árboles tenía una tonalidad azul pálida, casi sin nubes, en el que se difuminaban sutiles vetas y espirales de esponjoso vapor. Todo en el cielo sugería una idílica escena vespertina, pero ésa no era en absoluto la impresión que causaba la mansión. Las luces del sol sólo parecían acentuar la oscuridad en el bosque circundante y hacer más profundas las sombras en el interior de las ventanas. Y, de algún modo, incluso aunque yo no hubiera visto el modelo original, las proporciones del edificio parecían sutilmente erróneas, como si se estuviera observando a través del agua.