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– Estoy muy contento con este lienzo -dijo Edward después de que todos lo felicitáramos-, y espero que Magnus Wraxford también lo esté. Ha vuelto a Aldeburgh. ¿No os lo dije? Recibí una nota suya ayer; se quedará al menos una semana.

– Excelente -dijo George-. Deberíamos pedirle que viniera a cenar de nuevo con nosotros… y a John Montague, por supuesto.

– Sí, estupendo -dijo Edward mientras Ada y yo intercambiábamos inútiles miradas-. Estoy seguro, querida, de que conseguirás que el señor Montague se muestre más afable conmigo.

Les había hablado a todos acerca de la extrema frialdad de Montague para con él. George apuntó que probablemente envidiaba el talento de Edward y la libertad de que disponía para pintar, pero yo me temí que todo pudiera deberse a mi extraño parecido con la esposa muerta del señor Montague.

– Preferiría que no viniera -dije-. ¿Por qué deberíamos invitarlo cuando se ha mostrado tan desagradable contigo?

– Bueno, no fue tan desagradable… -dijo Edward-. Además, preferiría resolver esos problemas en vez de aumentarlos; y además, no querría dejar de ver a Magnus.

Así pues, se despachó hacia Aldeburgh una invitación para cenar al cabo de cinco días, dejándome aún más amargamente arrepentida de haber mencionado jamás la cuestión de las apariciones. Pero a la mañana siguiente, mientras me encontraba sentada a la sombra de un olmo, intentando concentrarme en mi libro, oí el ruido de cascos en la gravilla y vi a Magnus Wraxford, vestido como si hubiera ido de caza, desmontando a la puerta de la rectoría. Ada y George salieron, y yo supe que debería levantarme e ir a saludarlo, pero no me moví, y un instante después lo perdí de vista mientras se dirigían a la puerta principal. Como pasaron los minutos sin que Hetty viniera a buscarme, me di cuenta de que Magnus debía de haber preguntado por Edward, así que esperé allí con inquietud, esperando que se me llamara en cualquier momento, hasta que al final volvió a aparecer, cruzando el sendero de la entrada sin dirigir una mirada hacia donde yo me encontraba, montó en su caballo y lo espoleó colina arriba.

El sonido de los cascos del animal apenas se había dejado de oír cuando Edward apareció en el jardín y vino corriendo hacia mí.

– ¡Qué suerte hemos tenido! -gritó-. ¿No lo has visto?

– ¿Ver? ¿A quién? Creo que debo de haberme quedado dormida.

– ¡A Magnus! -dijo, cogiéndome en brazos-. Va a comprarme el cuadro… ¡por cincuenta guineas!, y quiere los otros tres, a cincuenta guineas cada uno… ¡sin haberlos visto! ¿No es maravilloso? Yo quería que viniera él mismo y te lo contara, pero dijo que no podía quedarse. Podemos casarnos inmediatamente, en cuanto tu hermana se halle felizmente desposada… ¿y quién sabe? Quizá tu madre quiera ceder un poco y darme la bienvenida a la familia, ahora que soy un hombre de recursos…

Por un instante, me sentí avergonzada de haberme escondido de Magnus, pero aquel pensamiento quedó inmediatamente apartado ante la emoción de lo que Edward me estaba diciendo. Comprendí que hasta ese momento no había confiado en absoluto en que aquel día llegaría; ahora incluso me permití tener la esperanza de que Edward pudiera mantener una agradable relación con mi madre. Aquella noche la celebración se regó con varias botellas de champán, que nos acompañaron en la conversación, la cual se alargó hasta muy tarde, y cuando me fui a la cama, me quedé tumbada despierta durante mucho tiempo, completamente feliz, pero demasiado excitada como para dormir, hasta que, cuando estaba rompiendo el alba, el cansancio finalmente me rindió.

Debió de ser culpa del champán, o quizá fue por aquel calor opresivo e impropio de la estación… En todo caso, me levanté muy tarde, con los indicios de un dolor de cabeza que, a pesar de todos mis esfuerzos por mitigarlo, empeoró notablemente. La humedad era absolutamente insólita. George volvió del pueblo diciendo que nadie podía recordar una cosa semejante; Edward estaba seguro de que estaríamos más frescos en un baño turco. No se adivinaba ni el más mínimo soplo de aire en el patio o en el jardín. Grandes nubes grises colgaban bajas e inmóviles sobre nuestras cabezas, oscureciéndose lentamente a medida que transcurrían las horas. Alrededor de las tres tenía la cabeza como si unas tenazas de acero me estuvieran retorciendo las sienes. Entonces supe que debía retirarme a mi habitación.

Tras un periodo de tiempo indefinido, el dolor comenzó a remitir. Estaba en mitad de un sueño que se desvaneció antes de que pudiera recordarlo cuando me despertó un fogonazo luminoso que iluminó toda la habitación incluso a través de las cortinas que estaban echadas, seguido pocos segundos después por el ensordecedor estallido de un trueno que envolvió la casa y rugió y retumbó y sacudió la rectoría hasta sus cimientos. Casi inmediatamente oí una fuerte ráfaga de viento, el tintineo de las gotas de agua en el cristal de la ventana y, después, el rugido de un diluvio cayendo sobre la grava de la entrada a la casa…

Mi dolor de cabeza casi había desaparecido; fui hasta la puerta. Había lámparas encendidas en el pasillo y comprobé que casi eran las ocho y media. Bajé las escaleras para reunirme con los demás y vi que Ada y George se encontraban de pie junto a la ventana del salón. Por el gesto de Ada supe, antes de que dijera nada, que Edward había salido…

– Se fue poco después de que tú subieras a la habitación. Le dije que te ibas a preocupar muchísimo, pero no quiso escucharme; dijo que esperaba que estuvieras durmiendo hasta la noche y que regresaría antes de que te despertaras.

– Al menos -dijo George-, habrá llegado a la mansión mucho antes de que haya roto la tormenta. A su paso, debería haber llegado allí a las cinco y media… Así que habrá podido refugiarse. Deberíais intentar no…

El resto de su comentario se perdió en un fogonazo cegador y en un estallido atronador que sonó justo sobre la casa, después de lo cual los fogonazos luminosos continuaron, rayo tras rayo, acompañados por un estruendo tan ensordecedor que parecía que el techo fuera a derrumbarse a cada momento. Nos resultó imposible hablar durante muchos minutos, hasta que los rayos y los relámpagos fueron cesando gradualmente y el viento fue remitiendo hasta que no se oyó ningún ruido, salvo el que producía aquel torrente de lluvia constante.

La noche transcurrió inimaginablemente lenta. Volví a bajar con las primeras luces del alba. La lluvia había cesado, el viento era frío y húmedo y venía cargado con los perfumes de la naturaleza agitada y golpeada. Había despojos de la tormenta dispersos por el jardín, desde pequeños tallos y hojas empapadas a grandes ramas, y el agua se había concentrado en grandes charcos sobre la hierba.

George apareció poco después, ataviado con el capote de lluvia y el sueste.

– Bajaré a la mansión -dijo- para acompañarlo en el camino de regreso…

– Yo también iré… -dije.

– No. Debes quedarte… por si acaso no nos encontramos en el camino.

Quince minutos más tarde, ya se había ido. Ada bajó, e hizo todo lo posible por parecer alegre y despreocupada, pero yo podía asegurar, a tenor de su palidez, que tampoco ella había podido dormir. Dieron las seis, y luego las siete, y luego las ocho… A las nueve ya no pude resistirlo más y dije que iría hasta la aldea… Pero apenas había alcanzado la iglesia cuando oí el retumbar de cascos acercándose, y el tílburi de George apareció en la loma y comenzó a descender la colina hacia mí. No venía nadie con él, y entonces supe, en el preciso instante en que pude ver su rostro, que ya no había esperanza.