Era muy extraño cómo se había transformado… Parecía más cortés, menos intimidatorio. Se inclinó hacia mí; estábamos sentados uno enfrente del otro, sólo separados por un palmo, y por un momento pensé que quería besarme, hasta que comprendí que sólo deseaba recoger su moneda dorada. Al principio me asombré y después me asusté: ¿es que quería que me besara? ¿Cómo podía desearlo cuando Edward acababa de morir cuatro meses antes?
Magnus -así lo llamaba ahora en mis pensamientos- se quedó a cenar aquella noche, invitado por George, y se mostró absolutamente encantador. No hubo conversaciones relativas a la caza o a las sesiones de espiritismo: sólo hablamos de libros y pinturas, y recordamos constantemente a Edward, y por vez primera desde su muerte me sentí casi en paz… aunque un tanto incómoda conmigo misma, precisamente por sentir eso. Magnus no parecía tener ninguna prisa por regresar a Londres, y me sentí aliviada -por razones que preferiría no tener que examinar demasiado detenidamente- de que George no le invitara a pasar el resto de su estancia en Chalford con nosotros.
A la mañana siguiente me levanté y descubrí que brillaba el sol, que apenas se había dejado ver durante semanas enteras, y entraba por la ventana de mi habitación. Fue uno de esos tranquilos y extraños días de enero en los que, durante unas breves horas, el mundo aparece bañado por una deslumbrante luminosidad y una está casi dispuesta a creer que los días nunca volverán a ser grises y lluviosos. La acostumbrada pena que me asaltaba al despertarme aún estaba presente, pero la tristeza había perdido su cara más amarga y dolorosa. O, más bien, me percaté de que aquella pena había ido menguando imperceptiblemente con el tiempo.
Estaba sentada en el jardín, con un libro en mi regazo, sin leer y sin pensar en nada, sino absorta simplemente en disfrutar de la calidez del sol, cuando una sombra se interpuso ante mi silla, y al mirar hacia arriba vi a Magnus de pie, a pocos pasos de mí.
– Discúlpeme -dijo-, no quise sobresaltarla.
– Oh, no… -dije-. Pero creo que George y Ada han salido…
– Sí, me lo ha dicho la criada. He venido a verla a usted.
El sol me daba en los ojos, de modo que no podía ver su cara, pero mi corazón comenzó a latir cada vez más rápido.
– ¿No quiere sentarse?
– Gracias -dijo, acercando la silla en la que Ada había estado sentada y colocándola frente a mí.
Venía ataviado como aquel día que hablamos en el cementerio, y su pañuelo y la pechera de su camisa refulgían con la luz del sol.
– Señorita Unwin… Eleanor, si me permite… -su voz parecía extrañamente dubitativa-, me pregunto si tiene usted alguna idea de lo que he venido a decirle…
Negué moviendo la cabeza sin pronunciar ni una sola palabra.
– Ya sé que dirá que es demasiado pronto… pero, Eleanor, no sólo he llegado a admirarla… sino a amarla. Es usted una mujer de un valor, una inteligencia y una belleza poco comunes, y… en pocas palabras… he venido a pedirle que sea mi esposa.
Lo miré durante unos minutos sin decir absolutamente nada.
– Señor -tartamudeé finalmente-, doctor Wraxford… me siento muy honrada por… usted me honra más de lo que merezco… y estoy profundamente agradecida por toda su amabilidad hacia… hacia Edward… y hacia mí también… Pero debo declinar su… Es demasiado pronto, como usted dice, pero, sobre todo, porque no creo que pueda amarle a usted, o a cualquier otro hombre, como amé a Edward, y no sería ni justo ni correcto aceptar… aunque… es decir… no sería justo -concluí, apenas sin convicción.
– No le pido tanto -replicó-. No deseo ni espero ocupar el lugar de Edward en su corazón; sólo tengo esperanza en que pueda amarme de un modo distinto.
Incluso cuando estaba intentando encontrar las palabras adecuadas para rechazar su oferta, no pude evitar contemplar todas las ventajas de aceptar su proposición. Era inteligente, culto, apuesto, y quizá rico, y si no me había curado de mis «visitas», al menos estaría cerca de mí si volvían a presentarse…
– Lo siento -dije finalmente-, pero no puedo… Debería usted buscar una mujer que le ame con todo su corazón, como yo amé a Edward. Y, además, suponiendo que mi enfermedad vuelva a afectarme, si viera alguna aparición con su rostro…
Pero mientras hablaba supe que él constituía exactamente una protección contra aquellas apariciones.
– Sólo puedo decir, Eleanor, que me casaré con usted o con nadie. Yo era feliz siendo soltero, no tenía intención de casarme, pero usted se ha adueñado de mis pensamientos como jamás creí que pudiera hacerlo mujer alguna. Y respecto a su enfermedad, como usted la llama, se encuentra usted perfectamente, aunque no podemos estar seguros de que esté completamente curada. Queramos o no, tiene usted un poder que quizá sólo puede contenerse parcialmente. No me da miedo, pero a mucha gente le aterrorizaría -se inclinó hacia mí y me cogió la mano (la suya estaba sorprendentemente fría) y clavó sus ojos en los míos con aquella luminosa mirada-, pero temo que caiga usted en manos de aquellos que, si lo supieran, simplemente la encerrarían en un manicomio… ¿No fue eso lo que me dijo? ¿No fue su propia madre quien la amenazó a usted con internarla en un manicomio?
– Pero no puedo casarme simplemente porque… Debe usted darme tiempo -y me interrumpí de pronto, percatándome de lo que había dicho.
– Desde luego -dijo, sonriendo-. Todo el tiempo del mundo. Al menos, así puedo conservar la esperanza.
Ada y George se mostraron sorprendidos, aunque no extrañados, al oír que Magnus Wraxford me había propuesto matrimonio, y estuvimos hablando de ello hasta altas horas aquella noche.
– Si no estás segura de tus sentimientos -me decía Ada-, no debes aceptar. Siempre tendrás un hogar donde estemos nosotros.
Me fui a la cama decidida a rechazar su oferta. Pero también sabía que no podía ser una carga para ellos durante mucho tiempo más. Ada aún esperaba y ansiaba tener un niño, y un sueldo que apenas podría mantener a tres… ciertamente no sería suficiente para cuatro. Di vueltas y más vueltas en la cama, durante horas, o eso me pareció, antes de caer rendida en sueños inquietos, de los cuales sólo recuerdo el último.
Me desperté -o soñé que me despertaba- al amanecer, pensando que había oído que mi madre me llamaba. No me resultaba nada extraña su presencia en la rectoría; permanecí tumbada allí, escuchando, durante algún tiempo, pero la llamada no se repitió. Al final, me levanté de la cama y fui hasta la puerta vestida sólo con el camisón, y miré fuera. No había nadie en el pasillo, en el cual todo parecía que estaba exactamente igual que cuando estaba despierta, pero repentinamente me atenazó una aprensión aterradora. Mi corazón comenzó a latir con mucha fuerza, más y más ruidosamente, hasta que me percaté de que estaba soñando… y me encontré de pie en la más completa oscuridad, sin saber en absoluto dónde me encontraba. Sentí que había una alfombra bajo mis pies desnudos, y tropecé con un pliegue. Mi corazón aún latía violentamente, y adelanté una mano hasta que topé con algo de madera -un palo o algo parecido-; entonces deslicé un pie hacia delante hasta que sentí el borde sobre un espacio vacío… Había estado a punto de caer por las escaleras abajo.
A la mañana siguiente, Magnus Wraxford volvió a la rectoría y renovó su proposición de matrimonio. Y esta vez, acepté.
Una mañana gris de primavera, pocas horas antes de casarme con Magnus Wraxford, estuve una vez más junto a la tumba de Edward. Mis dudas habían comenzado aquella misma tarde: al contárselo a Ada y a George, había podido oír un tono de forzada felicidad en mi propia voz, y había podido ver mi propia inquietud reflejada en sus rostros. ¿Por qué no le dije, inmediatamente, al día siguiente, que había cambiado de opinión y que ya no quería casarme con él? En fin… cambiar de opinión con frecuencia es una de las prerrogativas femeninas, después de todo. No lo hice porque había dado mi palabra, porque ya le había rechazado la primera vez, porque él había depositado toda su confianza en mí… Las razones se multiplicaban como las cabezas de la Hidra. Había roto en mil pedazos los numerosos intentos de decirle por carta que no podía casarme con él porque no lo amaba como una esposa debe amar a su marido… Y cada vez que llegaba al «porque», podía oír su contestación: «No espero tanto; sólo espero que me ames cada día más…».