No podía comprender cómo había dado mi consentimiento a una proposición semejante, sólo en el curso de una hora en el jardín de la rectoría, y cómo pude pasar en tan breve tiempo de aceptar a un hombre al que apenas conocía a fijar el día de la boda en el plazo de menos de tres meses. Magnus había dicho que aunque podría casarse perfectamente por la iglesia, sería una hipocresía por su parte no declarar su carencia de fe cristiana, y, de algún modo, al admitir esta circunstancia, me encontré aceptando una ceremonia civil, que se celebraría con licencia especial el último sábado de marzo [45]. Y antes de que pudiera darme cuenta, ya se había ido, dejándome con un ligero roce de sus labios en mi frente. Y cuando volvió al día siguiente fue para ofrecerme un viaje de bodas a cualquier lugar del mundo, y durante tanto tiempo como yo deseara. Le dije que no, que prefería embarcarme en la vida de casados sin más, pensando que al menos así no me vería obligada a quedarme sola con él tan pronto; pero después esa idea me pareció tan desconsiderada que me sentí incapaz de exponer mis dudas, tal y como había decidido: al fin y al cabo, él estaba dispuesto a apartar su trabajo sólo por darme gusto.
En todo caso, parecía que no quería nada más de mí: sólo que fuera su esposa, y compartiera con él su fortuna, y que viviera más o menos como me complaciera mientras él continuaba con su trabajo…No quería nada más de mí, excepto que le diera un hijo. Apenas me atrevía a considerar lo que aquello implicaba, pero también me culpé por aquellas dudas. Edward había muerto y yo jamás amaría a otro hombre del mismo modo; lo que pudiera sentir por Magnus sería completamente diferente, y quizá lo mejor sería no hacer comparaciones. No todas las mujeres que se casan satisfactoriamente aman a su maridos como yo había amado a Edward, esto era evidente, pero de todos modos adoran a sus hijos. Y, además, si rompía mi compromiso, ¿qué sería de mí? No podía quedarme con George y Ada, y al final, me quedaría completamente sola en el mundo.
Todo lo que recibí de mi madre, en respuesta a mi carta dolorosamente escrita, fue una fría nota de felicitación, lamentando que hubiera escogido para mi boda un día en el que resultaba de todo punto imposible que ella o Sophie pudieran asistir, puesto que Sophie se encontraba en aquel momento «en una condición delicada» -el eufemismo sólo podía entenderse como un insulto calculado- y le resultaría imposible abandonar Londres en ese estado; y, por supuesto, mi madre no podía ni pensar en dejar sola a Sophie para asistir a una ceremonia civil en tales fechas.
La generosidad de Magnus resplandeció con tanto más brillo cuanto más ruin fue la conducta de mi madre. Y, aun así, mi aprensión aumentó, hasta que Ada, que como siempre había adivinado mi inquietud, se ofreció para hablarle a Magnus en mi nombre.
– Pero… ¿qué voy a hacer si rompo mi compromiso? -dije llorando.
Apenas hacía quince días que me había comprometido con él.
– Quédate con nosotros -dijo Ada.
– No, no puedo. Si rompo mi compromiso de boda tendré que irme lejos de aquí. Quedarme sería una vergüenza para mí y…
– ¿Temes que si no te casas con él y no está junto a ti para ayudarte, tus problemas se repetirán? -preguntó Ada amablemente.
– Quizá…
– Eso no es suficiente para casarte, Nell. Permíteme que hable con él… o que hable George, si lo prefieres.
– No… no debéis…
– Entonces, ¿no puedes decirle que tu corazón aún le pertenece a Edward?
– Ya lo hice… ya se lo dije… la primera vez que me pidió matrimonio. Dice que no le importa.
– Pero Nell, me dijiste que él quería tener niños… ¿Entiendes lo que eso significa?
– Sí… pero no hablemos de eso… ahora.
– Bueno, entonces… pídele que te dé más tiempo -dijo Ada.
– Lo intentaré -contesté.
– No: prométeme que lo harás.
– De acuerdo… lo prometo.
Pero, fuera como fuera, lo cierto es que el momento adecuado para hablar con Magnus nunca llegó. Él estuvo muy ocupado con sus pacientes durante los dos meses siguientes y apenas pudo encontrar días para visitar brevemente Chalford. Yo me esforcé en disfrutar mis últimas semanas de libertad, pero la sombra de mi inminente matrimonio pendía sobre todos mis actos. George y Ada intentaron repetidamente persuadirme para que rompiera el compromiso, pero en todas aquellas conversaciones me sentí impelida a asumir el papel de abogado de Magnus, contradiciendo todos los argumentos de mis amigos con retahílas de sus virtudes y de mis propios defectos. Y cuando él apareció tres semanas antes de la fecha de la boda, ya en posesión de la licencia de matrimonio, tuve que asumir la inevitabilidad de comenzar con los últimos preparativos.
No es que hubiera mucho que preparar, porque yo ya había advertido que deseaba una boda pequeña y sencilla, y en esto, como en todo lo demás, él hizo lo que le pedí al pie de la letra. La inminente ceremonia era, desde cualquier punto de vista, una parodia de lo que se suponía que debía ser el día más feliz de mi vida, pero cualquier rastro de normalidad se había desvanecido con la negativa de mi madre a acudir, y desde que la ceremonia se planteó sólo como un paso previo para celebrar un banquete para cuatro personas. (No se me ocurrió nadie a quien deseara invitar, aparte de George y Ada, y todos los amigos de Magnus parecían estar dispersos por los rincones más inaccesibles del mundo). Ada y George, por supuesto, ofrecieron la rectoría, pero yo no quise, ni eso ni nada que pudiera haber disfrutado si me hubiera casado con Edward. La felicidad yacía enterrada en el cementerio de St Mary, y además, ya no importaba lo más mínimo que las costumbres de una boda se rompieran.
En cierta ocasión, como último recurso, Ada me había puesto a prueba diciéndome que traicionaba la memoria de Edward.
– Si le he traicionado, ya está hecho -contesté-, y romper mi compromiso no lo reparará.
Esas mismas palabras regresaron a mi mente cuando me encontraba junto a la tumba de Edward, la misma mañana de mi boda. En realidad, no podía sentir que hubiera sido desleal con él, ya que aquel matrimonio tenía muy poco de lo que yo quería para mí misma, y muy mucho de… una especie de compulsión moral. Le había dado mi palabra a Magnus en un momento de abandono personal, y me había persuadido de que podría llevar calor y felicidad a su vida a cambio de todo lo que había hecho por mí. Y si desde entonces me había sentido como una persona que sueña que está ante un notario y que está cediendo una preciosa posesión, y de repente se despierta y se encuentra en la oficina de su abogado, pluma en mano, con la tinta de su firma secándose… bueno, mi palabra no era menos palabra por eso. «Él nunca ocupará tu lugar, nunca», le dije calladamente a Edward. Y después, casi con furia, pensé: «Si me hubieras hecho caso y te hubieras mantenido apartado de esa mansión…». Pero de nuevo el sentimiento de su presencia se desvaneció.
– Perdóname -dije en voz alta mientras colocaba sobre su tumba las flores que había recogido para él… nomeolvides, campanillas, lirios y jacintos,
Y después, con los ojos anegados en lágrimas, me aparté de allí.
CUARTA PARTE
[45] La licencia especial (