Ya entonces supe que jamás regresaría. Le había pedido muchas veces una suscripción, y siempre me había dicho que no podíamos permitírnoslo.
– Pero… papá -le dije-. Yo ya me ocupo de la casa… -me había estado dando dinero para el mantenimiento todos los jueves por la mañana durante un año o más-. ¿Y cómo vas a vivir más tranquilamente en Cambridge que aquí…?
Un reflejo centelleó en los cristales de sus lentes.
– Estoy seguro de que sabes lo que quiero decir -contestó-, y no creo que saquemos nada en claro de una discusión. Te he permitido que hicieras lo que quisieras, en todos los aspectos, Constance, y te ruego que seas tan amable de complacerme en esto. Ya he informado a la señorita Hale de que abandonarás el colegio al final de este curso. Hoy mismo te dirá algo al respecto.
Dobló el periódico con pulcritud, se levantó y se fue antes de que ni siquiera pudiera preguntarle si se lo había dicho a mamá.
El día transcurrió en una especie de estupor. Recuerdo que la señorita Hale me llamó a su despacho; era una mujer muy pequeña y rolliza, como si fuera un balón medicinal con piernas… Pero soy incapaz de recordar ni una palabra de lo que me dijo. Sólo cuando regresé a casa aquella tarde y oí el amortiguado sonido de los sollozos de mi madre en su habitación, cuando subía a mi cuarto, se abatió sobre mí el terror absoluto ante la situación en que me encontraba. Me quedé allí plantada, durante una mínima eternidad, en el rellano, esperando que los sollozos cesaran, antes de subir a mi habitación.
Yo había pensado muy poco en el futuro, aparte de aquellas ensoñaciones al final de mis días en el colegio, cuando imaginaba que me casaría con un intrépido explorador y viajaría alrededor del mundo con él, mientras papá y mamá seguían como siempre. Ahora comprendía que mi padre lo había planeado todo: me quedaría aprisionada en casa mientras mi madre siguiera con vida, a menos que mi corazón se endureciera tanto como para abandonarla, como había hecho él. Y ni siquiera podría hacerlo hasta que cumpliera veintiún años y pudiera buscarme una ocupación para subsistir.
Lettie y la señora Greaves, a pesar de toda la simpatía que me demostraban, no se sorprendieron por el abandono de mi padre tanto como a mí me hubiera gustado. La señora Greaves dijo que había sido un milagro que se hubiera quedado tanto tiempo y Lettie apuntó que al menos a nosotras no nos había dejado en la calle, como había hecho su padre con ella. Y quizá, dijo la señora Greaves, podría persuadir a mi madre para que se uniera a la Sociedad de Espiritismo de Holborn una vez que mi padre se marchara de casa; quizá era eso exactamente lo que necesitaba para animarse un poco. Lettie y yo intercambiamos algunas miradas cuando dijo aquello; Lettie me había dicho en secreto que la señora Veasey, que algunas veces presidía las sesiones de espiritismo en Lamb's Conduit Street, le sonsacaba información a los criados sobre sus señores.
Al final reuní el suficiente valor para subir las escaleras de nuevo y llamar a la puerta de mi madre. La encontré sentada en cuclillas, en una sillita baja que guardaba justo a la entrada de la habitación de Alma. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar, y parecía tan vieja y encogida que me remordió la conciencia. Me arrodillé y rodeé sus hombros rígidos y aletargados con mis brazos.
– ¿Ya te lo ha dicho tu padre…? -me preguntó en un tono grave y desoladoramente monótono.
– Sí, mamá.
– Ése ha sido mi castigo.
– ¿Por qué, mamá?
– Por haber dejado morir a Alma.
– Pero mamá… no pudiste hacer nada por ella. Y Alma ahora está en el Cielo, y un día estaremos de nuevo con ella…
– Si pudiera estar… segura -susurró.
– Mamá, ¿cómo puedes dudarlo? Era una niña inocente, ¿cómo no iba a ir directamente al Cielo?
– Me refería… a estar segura de que hay Cielo.
Escuché esas palabras con el eco de las preguntas que yo misma le había hecho a la señora Greaves: en vez de intentar persuadir a mamá para que se uniera a la Sociedad, ¡yo misma me reuniría con el espíritu de Alma!
A la mañana siguiente evité encontrarme con mi padre y desayuné en la cocina, y cuando regresé a casa desde la escuela, ya se había ido. Lettie me dijo que mi padre no había ido al museo aquel día; a las nueve y media habían venido dos hombres con una carreta llena de cajas y se lo habían llevado todo a la nueva dirección de mi padre, y hacia las dos ya estaba en camino hacia St Pancras. El doctor Warburton había venido media hora después. Mi padre me había dejado una carta en la mesa del recibidor; toda ella consistía en instrucciones que yo debía seguir, excepto la frase final, que decía: «No es necesario que me escribas, salvo en caso de emergencia. Tu afect. padre, THEO. LANGTON».
No recuerdo haber sentido nada en absoluto; subí aturdida a mi habitación y comencé a ensayar de cara a mi sesión de espiritismo, observándome a mí misma en el espejo, a través de los ojos medio cerrados, e intentando recordar cómo era el sonido de la voz de Alma. Todo lo que obtuve fue una vaga impresión de sus cantarinas palabras incomprensibles cuando rezaba; y no podría decir si era un recuerdo cierto o algo que mamá me había contado, o quizá una confusa recopilación de algo que yo misma había inventado.
Mi madre parecía algo menos abatida aquella tarde; me pregunté si el doctor Warburton le habría dado un sedante. Sentada en una silla, frente a ella, cerré los ojos y me dejé llevar por la calidez de la chimenea. Entonces comencé a cantar con una voz muy aguda y muy bajito, imitando la música del himno «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas» [9], hasta que oí que mi madre me hablaba, con una voz que temblaba por la emoción.
– ¿Alma…?
– Sí, mamá… -contesté, con aquella misma vocecilla infantil, manteniendo los ojos cerrados.
– ¡Alma…! ¿De verdad eres tú…?
– Sí, mamá…
– ¿Dónde estás?
– Aquí, mamá. El ángel me ha permitido venir a verte.
– ¿Por qué no has venido antes, cariño? Se me rompió el corazón cuando te perdí…
No esperaba que me hiciera esa pregunta, y no supe qué contestar.
– No quiero que estés triste, mamá -dije finalmente-, porque yo soy feliz en el Cielo, y un día volveremos a estar juntas y ya nunca nos separaremos.
– Ojalá sea pronto… Mi vida aquí es un tormento… Ojalá todo hubiera pasado ya…
– Debes intentar ser feliz, mamá -repetí desesperada-. Me entristece verte llorar.
– ¿Puedes verme siempre, cariño?
– Sí, mamá.
– Entonces… ¿por qué no has venido antes?
– No pude… encontrar el camino -dije con voz infantil, y evité cualquier pregunta posterior comenzando a cantar de nuevo, dejando que mi voz se fuera apagando gradualmente y mi respiración se tranquilizara. Unos instantes después simulé que me despertaba de repente y, al abrir los ojos, me encontré con mi madre, que tenía la mirada clavada en mí, observándome de un modo que jamás había visto antes.
– Creo que me he quedado dormida, mamá. He soñado con Alma.
– No, hija: has entrado en trance, y Alma ha hablado a través de ti.
– ¿En trance? ¿Qué es…?
– Es… lo que hacen los espiritistas… Yo hubiera querido intentarlo, pero él me lo prohibió… Me dijo que me abandonaría si alguna vez se me ocurría acercarme a una sesión de espiritismo… y, ya ves, de todos modos me ha abandonado…
La emoción ahogó sus palabras, y estalló en un amargo y ruidoso sollozo. Me acerqué y la rodeé con mis brazos, y sentí, por vez primera durante todos aquellos años, desde que Alma muriera, un abrazo consciente, y entonces mis lágrimas se mezclaron con las suyas.
Aquella noche me fui a la cama más feliz que nunca, pensando que mamá finalmente volvía a la luz. Pero la noche inmediatamente posterior quiso que yo volviera a entrar en trance; le dije que no sabía cómo lo había conseguido, pero que lo intentaría… Mientras fingía que me quedaba dormida, me esforcé en pensar en algo nuevo que decir, pero sólo pude reunir vagas imágenes de figuras ataviadas de blanco, bañadas en luz dorada. ¿Qué se supone que se hace en el Cielo, aparte de cantar y tocar el arpa? La señora Greaves había hablado de Summerland; puede que el Cielo fuera como un maravilloso día de verano en el campo, con Alma montando en un pony celestial por campos de flores maravillosas. Pero si Alma aún se mantenía con dos años, esperando que mamá llegara al Cielo (para que no se perdiera sus años de infancia), seguramente sería demasiado pequeña para montar un pony, incluso aunque fuera un pony celestial… En fin, renuncié a intentarlo de nuevo y abrí los ojos, y entonces volví a ver aquella familiar mirada de desolación grabada de nuevo en su rostro.