Si Edward nunca me hubiera conocido, hoy aún estaría vivo. Así me atormento, pero si se hubiera quedado conmigo aquel fatídico día, ahora estaríamos casados y Clara sería su hija. (He escrito esto irreflexivamente, pero a menudo me asalta un pensamiento: nunca he visto nada de Magnus en la niña, mientras que con frecuencia imagino que Clara tiene los ojos de Edward… el mismo tono avellanado, veteado con marrones oscuros…). No puedo creer -no debo creer- que estuviera condenado a morir… o que Clara y yo lo estemos porque ambas estábamos presentes en mi última visión. Tal vez he cometido una locura trayéndola aquí, pero… ¿qué otra cosa podría haber hecho? Si la hubiera dejado en Munster Square con una niñera desconocida y le ocurriera algo… No, no podía hacer eso.
¿Por qué quiso subir Edward por ahí? ¿Era simple curiosidad? ¿Quería ver qué había en la galería? ¿Había una luz donde no debería haberla? ¿O estaba huyendo de algo? El bosque es oscuro incluso a la luz del día; a la luz de la luna sería muy fácil imaginar cosas terroríficas… del mismo modo que ahora puedo oír débiles pisadas caminando por la planta superior… Pero cuando dejo la pluma para escuchar mejor, sólo oigo los latidos de mi corazón.
Jueves por la noche
El señor Montague nos visitó esta tarde. Al principio pensé que Magnus lo había enviado para que me espiara, pero me dijo que había venido por su cuenta. Yo acababa de dejar a Clara durmiendo y, en vez de hablar en la penumbra de las escaleras, con Bolton husmeando en las sombras, le sugerí dar un paseo y sentarnos bajo la ventana de mi habitación, donde podría escuchar a Clara si lloraba. El señor Montague estaba visiblemente más delgado que cuando lo vi por última vez, y su pelo se había veteado con canas.
Me dijo que Magnus le había invitado a asistir a la sesión de espiritismo, que tendría lugar el próximo sábado por la noche; se asombró al saber que yo desconocía este extremo. No creo que él y Magnus sean tan amigos como al principio: la invitación le llegó en forma de una breve nota que no decía nada de la señora Bryant ni del doctor Rhys, ni de lo que iba a ocurrir. En cambio, habló muy amablemente de Edward, y confesó que su aparente desagrado para con él había sido propiciado por la envidia… de su juventud, de su talento y de su belleza. Por esta razón me sentí un poco más cercano a él. Estaba evidentemente nervioso -¿quién no lo estaría?- por la sesión de espiritismo. Creo que es un hombre honesto y honrado, y creo que tendré menos miedo sabiendo que estará presente.
Durante todo el tiempo que estuvimos hablando, no se escuchó ni un solo sonido en la casa, pero tuve la firme sensación de que desde cada ventana de la mansión había alguien observándonos. Cuando el señor Montague se alejó por la hierba segada, llamó mi atención un ligerísimo movimiento en las sombras del viejo cobertizo en que se guarda el coche. Era Bolton, espiando desde la entrada; cuando se dio cuenta de que yo lo había visto, se escondió tras la pared y desapareció.
Viernes… alrededor de las nueve de la noche
La señora Bryant llegó en su coche alrededor de las tres de la tarde, acompañada por Magnus, que venía a caballo. Desde el salón que ella misma iba a ocupar estuve observando durante el tiempo suficiente para ver quién la acompañaba. Aparte del doctor Rhys, venían sólo dos de sus criados: un mozo y el cochero. A los criados se les ha asignado un pequeño dormitorio en el externo opuesto de la amplísima cámara preparada para ella; el doctor Rhys tendrá una habitación al principio del pasillo, así que estará cerca de la señora si se le necesita.
Decidí quedarme en mi habitación hasta que Magnus me reclamara, y esperé durante tres largas horas, con el corazón latiéndome violentamente cada vez que oía pasos en el exterior, en el pasillo, pero nadie llamó a la puerta. Clara se despertó y estuvo inquieta durante unos minutos, lo cual me ayudó a distraerme. Alrededor de las seis llamaron suavemente a mi puerta, pero sólo era Carrie: venía a decirme que al «señor» le gustaría que me uniera a nuestros invitados en la vieja galería a las siete y media; la cena se serviría a las ocho y media. Y así tuve que afrontar otra penosa vigilia mientras la luz del sol desaparecía por encima de las copas de los árboles, al otro lado de la ventana. Pensé que Magnus seguramente desearía darme instrucciones sobre cómo debía comportarme, pero no apareció. A las siete Clara aún estaba despierta, y no tuve más remedio que darle una cucharada del cordial Godfrey [48], porque no sabía cuánto tiempo me vería obligada a estar lejos de ella.
Carrie volvió a las siete menos cuarto para ayudarme a vestir, aunque no precisaba excesiva ayuda, porque había escogido deliberadamente el mismo vestido gris, sin aros ni polisón, que había llevado a casa de la señora Bryant un mes antes. Para cuando el reloj dio la media, las últimas luces del atardecer se habían desvanecido en mi ventana.
Hasta esta noche, el pasillo que hay tras la puerta de mi habitación siempre había estado a oscuras. Ahora se han encendido velas en los quinqués de las paredes, pero el cristal está tan renegrido que sólo pueden ofrecer una luz turbia y tenebrosa. Todo huele a cerrado y a rancio. Esperando encontrarme en cada esquina a Magnus aguardándome con una sonrisa, fui caminando por todo el pasillo en penumbra hasta el rellano. Las puertas dobles de la galería estaban abiertas.
A lo largo de ambas paredes había una hilera de ondulantes llamas. Las ventanas altas brillaban con una débil luz fría; y más arriba aún, el techo permanecía en la más completa oscuridad. En el centro de la gran galería, a unos veinte pasos de mí, había más velas encendidas sobre una pequeña mesa redonda, iluminando los rostros de Magnus, de la señora Bryant y del doctor Rhys, de tal modo que sus cabezas parecían estar colgando sobre las llamas.
– ¡Ah, estás aquí, querida…! -dijo Magnus, exactamente como si me hubiera visto cinco minutos antes, y no hubiéramos estado separados en realidad varios días.
Avancé reticente hacia ellos. La señora Bryant, resplandeciente en su vestido de seda carmesí y luciendo un generoso y pálido escote, me saludó con desgana; Godwin Rhys hizo una torpe reverencia.
Tras ellos, el muro del extremo más alejado de la galería estaba dominado por una inmensa chimenea. Pero lo que verdaderamente me sorprendió fue aquella mole erguida con aspecto de armadura que se elevaba en las sombras junto a la gran chimenea. La espada relucía entre aquellas manos enguantadas; en aquella luz cambiante, la figura parecía alerta, viva, vigilante. En el interior de la chimenea había un gigantesco cofre de metal oscuro: era la tumba de sir Henry Wraxford. «Ya he estado antes aquí», pensé, pero aquel destello de reconocimiento se desvaneció antes de que pudiera identificarlo.
– El doctor Wraxford nos estaba contando el descubrimiento que hizo entre los papeles de su difunto tío -dijo la señora Bryant con impaciencia.
Hablaba como si yo les hubiera hecho esperar, y me di cuenta de que Magnus lo había preparado todo para que ocurriera así.
– Sí, efectivamente -contestó Magnus. Su tono de voz era tan cordial como siempre, pero con un rasgo de inquietud expectante. Sus dientes reflejaron la luz cuando sonrió, y las pupilas de sus ojos brillaron como llamas gemelas-. Pero quizá deberíamos volver sobre el misterio de su desaparición… absolutamente incomprensible para cualquiera que haya conocido este lugar. Para recapitular: el criado de mi tío, Drayton, le vio retirarse a su estudio a las siete de la tarde el día de la tormenta. Cuando el señor Montague llegó aquí al día siguiente por la tarde, se vio obligado a romper las puertas, y descubrió que todas las que dan al rellano estaban cerradas y candadas desde dentro, y que las llaves aún permanecían en las cerraduras. Nosotros hemos intentado en vano cerrar todas estas puertas desde el exterior, y ni siquiera hemos conseguido que quedaran entornadas. Y, por lo que sabemos, no hay ningún pasadizo secreto, ninguna puerta falsa, ningún escondrijo del cura ni nada semejante. Los tiros de las chimeneas son demasiado estrechos para que pueda pasar un hombre adulto… incluso un hombre tan pequeño como mi tío. Así pues: ¿qué fue de él?