Yo esperaba que, cuando menos, las maderas a la vista se hubieran repintado, pero el único cambio visible en la mansión era que se había segado la hierba alta y la maleza que había alrededor de la casona. Todo lo demás estaba asilvestrado y descuidado, erizado con tallos muertos de cardos y ortigas. Bañada por la luz del atardecer, Wraxford Hall aparecía, por una vez, más pintoresca que amenazante.
Inmediatamente me di cuenta de que Nell había cambiado. Había adelgazado, y se notaba especialmente en su rostro, y las sombras bajo sus ojos eran más oscuras; sin embargo, ninguno de mis cientos de esbozos le hacía justicia. Me detuve unos pasos delante de ella.
– Señora Wraxford -dije-. Yo… bueno… he sabido que se encontraba usted en la residencia y pensé que podía pasar a presentarle mis respetos.
– Es muy amable por su parte, señor. ¿Debo entender que mi esposo le ha pedido que viniera?
– Bueno… no, no… -respondí con cierta incomodidad-. Él me ha invitado, como usted sabe, para que sea testigo de… en fin… del experimento del sábado por la noche… pero… bueno, mencionó que usted se encontraba aquí y por eso…
Llevaba un sencillo vestido de tela gris clara, con el pelo recogido y trenzado tal y como yo lo recordaba. Aunque en el exterior el día era suave y templado, el ambiente del gran recibidor era tan mortalmente gélido como siempre, y estaba cargado con olores a humedad, a esteras de crin viejas y a tapices apolillados. Miró hacia Bolton, que rondaba en las penumbras de los pasillos, y sugirió que saliéramos fuera.
– Lamento mucho… -dije cuando la puerta principal se cerró tras nosotros-. He venido guiado por un impulso… pero quizá la estoy molestando a usted…
– No -dijo-. Sólo estoy un poco sorprendida. En realidad, mi marido no mencionó que usted fuera a reunirse con nosotros… En fin, ni siquiera sé en qué consiste el experimento que ha planeado para el sábado.
– Ya entiendo… No sabía que…
– Hay un banco en ese otro lado de la casa -dijo-, debajo de mi ventana. Allí podré oír a Clara si llora… Clara es mi hija.
Cuando abandonamos el camino de hierbajos amarillentos me di cuenta de que pasaríamos por el lugar donde se cayó Edward Ravenscroft. Mis pasos crujieron fuerte sobre la gravilla.
– Magnus me dijo que… que usted había tenido un bebé. Le habría escrito para felicitarla, pero yo no… no estaba yo… -mi voz se fue apagando de nuevo, al tiempo que observaba los árboles que nos circundaban-. Es un lugar desolador… Dice usted que necesita estar cerca de su bebé… ¿no tiene una niñera?
– No. Mi doncella tuvo que dejarme, justo cuando vinimos aquí. Yo misma me ocupo de Clara… lo he elegido yo, porque no quiero confiársela a una extraña -añadió al ver mi expresión de sorpresa-. Sí… es un lugar desolador… Se llevó la vida del hombre que más he amado en el mundo.
Habíamos girado la esquina de la mansión mientras ella estaba hablando. Vi el cable negro, con aquella mancha de óxido cayendo como sangre por la pared, de arriba abajo.
– Ya sé que usted cree que Edward Ravenscroft me disgustaba -dije de repente-. La verdad, para mi vergüenza, es que le envidiaba… envidiaba su juventud, su entusiasmo, su talento y sobre todo… En fin, baste decir que si la pérdida de mi propia vida pudiera devolvérselo a usted, estaría encantado de hacer ese sacrificio.
Mi voz se quebró con la última frase y las lágrimas anegaron mis ojos. Ella cogió mi brazo y me llevó por el desastrado césped hasta el banco, una especie de poyo incrustado en la piedra del muro.
– Es un sentimiento muy generoso por su parte, señor Montague -dijo cuando hube recobrado la compostura-, y me agrada saber que usted no… despreciaba a Edward, como yo había creído.
– Todo lo contrario… La envidia nace de la admiración, no del desprecio… Discúlpeme, pero… me ha parecido que antes insinuaba usted que no está aquí por gusto…
– Éste es el último lugar en el mundo donde desearía estar, señor Montague. Pero Magnus así lo ha querido, y debo obedecerle. ¿Puedo preguntarle, señor, qué le ha dicho a usted de ese… experimento, como él lo llama?
– Sólo tengo de él una nota diciendo que se alegrará de verme de nuevo el sábado, cuando intentará llevar a cabo el experimento que bosquejó aquella noche… cuando la vi a usted por vez primera, en la rectoría.
– ¿Dijo algo sobre cuál sería mi cometido en ese experimento?
– Nada en absoluto… sólo que la señora Wraxford enviaba sus saludos. Ni siquiera decía si iba usted a estar presente.
– ¿Y mencionaba a la señora Bryant?
– Tampoco… Sólo se entendía que participarían más personas. Pero… el criado me dijo que Magnus no llegaría hasta mañana por la tarde. ¿Puedo preguntarle por qué se encuentra usted aquí sola con su niña?
– Magnus quería que viniera antes… para que tuviera tiempo para instalarme, puesto que no quería separarme de Clara.
– Comprendo. Y… bueno… ¿quién es la señora Bryant?
– Una viuda rica. Una espiritista. Magnus dice que es… su «mecenas».
La observé inquisitivamente, y de inmediato volví a apartar la mirada.
– No sé nada de sus amigos, señor Montague. Dígame… ¿han conservado usted y Magnus aquella estrecha amistad?
– No, no somos tan amigos como antes… como yo creía que éramos. Desde que… desde que ustedes se casaron, sólo lo he visto un par de veces… ¿no se lo ha dicho? Siempre le pedía que le diera recuerdos de mi parte… cuando tratábamos los asuntos de esta propiedad. Sigue siendo tan cordial como siempre, pero hay un distanciamiento… Sobre todo, es muy renuente a la hora de hablar de usted.
Yo había estado observando las ruinas de la vieja capilla, semienterrada bajo una cubierta de ortigas, pero ahora volví la mirada hacia ella.
– ¿Puedo preguntarle, aunque no tenga derecho a planteárselo, por qué decidió casarse con Magnus?
– Por temor, señor Montague… o eso me parece ahora. ¿Me da su palabra de honor de que nunca va a hablar de esto?
– Se lo juro por mi vida.
– La «amiga» de la que hablé… aquella noche en la rectoría… era yo misma. Tuve una visión… vi una aparición… que presagiaba la muerte de Edward, aunque nada supe de dónde o cuándo o cómo se produciría; ocurrió incluso antes de que lo conociera. Y después… Magnus dijo que podría librarme de esas «visitas», como yo las llamaba; intentó mesmerizarme, pero al principio no pudo. Me advirtió que si las «visitas» volvían a producirse, podrían encerrarme en un manicomio (incluso mi misma madre me había amenazado antes con ese castigo), a menos que yo me casara con alguien que lo comprendiera y que pudiera protegerme… es decir… con él. Nuestro matrimonio fue un error… por ambas partes, aunque Magnus nunca lo ha admitido, en absoluto. Él hace ver que todo es maravilloso, pero me temo que me odia… y yo debo obedecerle y someterme a sus deseos… por el bien de Clara.
Las palabras salieron de sus labios casi tropezando unas con otras, y las lágrimas con ellas. Me di cuenta entonces de que le había cogido la mano entre las mías… Con un gran esfuerzo, volvió a dominarse y se liberó gentilmente de mis dedos.
– Nell -dije su nombre sin querer-, si yo hubiera sabido… ¿Te ha maltratado?
– No -contestó-. Me deja que haga lo que quiera, absolutamente. Esto es lo primero que me pide desde que… la primera cosa que me pide. Ya ve: él cree que tengo algún poder de clarividencia…
– ¿Y usted lo cree?
– No quiero creerlo; y me esfuerzo por no tenerlo. Esas «visitas» son una maldición, una enfermedad; todo mi deseo era poder librarme de ellas, y eso fue lo que me confundió y lo que me obligó a casarme con él. Y por eso es por lo que estoy aquí. Él dice que la sesión de espiritismo requiere sólo mi presencia; no sé si creerle.