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– Pero obligarla contra su voluntad… y obligarla a traer a la niña aquí… al peor lugar imaginable…

– No puedo culparlo por eso; él quería que dejara a Clara en Londres, y yo me negué. Puede que usted piense que fue una decisión egoísta y cruel por mi parte, pero a Magnus no le importa nada la niña (él quería un varón), y si le desobedezco, me encerrará. El médico de la señora Bryant parece embrujado por él y firmaría el certificado, estoy absolutamente segura de ello.

– Pero usted no se comporta como una loca… ¿Todavía sufre esa… dolencia?

Negó con la cabeza en silencio.

– Entonces, no tiene fundamentos para confinarla. Además, un médico no debería certificar nada sobre su propia esposa, y la ley no lo permite. ¿Le ha amenazado con encerrarla?

– No, con esas palabras… no; sólo ha sido una insinuación.

– Discúlpeme, pero… ¿está usted segura de que en ese caso…?

– No, señor Montague: no estoy segura. Ésa es la maldición de mi situación. Magnus es absolutamente impenetrable para mí: no sé qué piensa realmente, ni qué siente, ni qué cree. Pero eso no importa mucho. No puedo arriesgarme a desobedecerle, por el bien de Clara. Y me ha dicho, o al menos eso he podido entender, que si la sesión de espiritismo resulta un éxito, estaría de acuerdo en una separación.

– ¿Y si no resulta un éxito?

– No lo sé; él no me ha dicho nada y yo no me he atrevido a preguntárselo.

Me quedé en silencio durante unos instantes, con la mirada clavada en la gravilla que rodeaba mis pies.

– Si hay algo que pueda hacer… -dije.

– Hay una cosa… -dijo-. Tengo un diario, una relación de mi vida desde que me casé. Lo he traído conmigo, no sabiendo qué otra cosa hacer, pero preferiría que estuviera en un lugar seguro. ¿Querría usted guardarlo por mí? ¿Me promete guardarlo y no enseñárselo a nadie, a menos que yo se lo diga?

– Se lo prometo, por mi vida.

– Entonces, iré a buscarlo… No, usted quédese aquí. Serán sólo unos minutos.

Se fue rápidamente, lanzando miradas de desconfianza a la explanada vacía mientras caminaba, en tanto yo me quedé allí sentado, lamentando no haberle confesado mis celos de Edward aquella tarde de invierno en la rectoría. Pero si ella y Magnus se separaban, ¿sería posible…? De pronto me descubrí observando también muy detenidamente la explanada, y especialmente la ruinosa hilera de edificaciones anejas que había a mi derecha. Algo atrajo mi atención; algo oscuro, moviéndose en la sombra de los viejos establos. De pronto me sentí un extraño allí, como un intruso en los dominios de Magnus.

Una puerta crujió a mis espaldas, y Nell reapareció con un paquete en las manos. Cuando lo cogí, una corriente de comprensión fluyó entre nosotros. Levantó su rostro hacia mí y nuestros labios se rozaron antes de que ella susurrara: «Debe irse…». Miré atrás una vez más, mientras me alejaba por la hierba recién segada, a tiempo para ver que la puerta se cerraba tras ella.

Regresé a Aldeburgh con el pensamiento enfebrecido por las fantasías más alocadas, con todos mis sentidos inflamados por aquel embriagador momento… El día siguiente me trajo toda una agonía de deseo y temor. Pensé en la llegada de Magnus, y me atormenté preguntándome hasta dónde podía entenderse que Nell podía «hacer lo que quisiera». Casi había olvidado que yo mismo iba a acudir a la sesión de espiritismo, y sólo pensé en volver a ver a Nell. A mediodía del sábado, incapaz de mantenerme en los estrechos límites de mi hogar, bajé caminando hasta la posada de Cross Keys Inn y allí supe lo que ya constituía el comentario general del pueblo: la señora Bryant había muerto y Nell y su hija habían desaparecido durante la noche.

El testigo principal de todos aquellos acontecimientos era Godwin Rhys. De acuerdo con su testimonio en la investigación (el cual transcribo aquí aproximadamente con sus propias palabras), él se había unido a Magnus y a la señora Bryant en la vieja galería en torno a las siete y cuarto aquella noche. Discutieron sus planes de cara a la sesión de espiritismo de la noche siguiente; la señora Wraxford se reunió con ellos unos veinte minutos más tarde. Parecía nerviosa e intranquila. Cuando el doctor Rhys, en sus propias palabras, le recordó sin querer «la muerte de su novio en la mansión, unos dos años antes», ella pareció angustiarse notablemente y abandonó la galería. Los demás continuaron su conversación tras la cena hasta las diez, cuando el doctor Rhys y la señora Bryant se retiraron a sus aposentos, dejando a Magnus en las escaleras.

El doctor Rhys (que duerme muy mal, según su propio testimonio) se fue a la cama alrededor de las once, pero aún estaba despierto cuando dio la media. Poco después oyó suaves pisadas en el pasillo, pasando junto a su puerta… Pensó que era una mujer, y dio por hecho que sería una de las criadas. Su habitación se encontraba al principio del pasillo, prácticamente en el rellano. Ya habían dado las doce menos cuarto, y él había comenzado a dormitar cuando le despertó el sonido de una llave que giraba en una cerradura. Aunque al otro lado del cristal de su ventana todo eran sombras, hacía una noche de luna clara. Abrió su puerta un poco y vio a la señora Bryant envuelta en lo que parecía un manto oscuro, cruzando el pasillo en dirección al rellano, protegiendo la llama de su vela con la mano. Por la expresión del rostro de la señora, el doctor se preguntó si estaría caminando en sueños.

Las luces del pasillo ya se habían apagado, así que sólo pudo seguirla hasta el rellano sin riesgo de ser visto. La brillante luz de la luna entraba por las altas ventanas del fondo. La señora Bryant apagó la vela y continuó por el rellano, pasó la biblioteca y avanzó hacia la galería: abrió allí las puertas y se perdió de vista. El doctor permaneció donde se encontraba, a unos cuarenta pasos de ella, mirando el abismo negro del hueco de la escalera.

Procedentes de la galería se oyeron débiles sonidos, como de alguien que caminara sin zapatos. Aquel arrastrar de pies cesó al fin; el doctor contuvo la respiración, es forzándose por distinguir otro sonido, incluso más débiclass="underline" un apagado chirrido de bisagras, como si se estuviera abriendo una puerta, lenta y sigilosamente.

El grito que se oyó a continuación pareció explotar en el interior de su cerebro; un prolongado chillido de terror y repugnancia que se elevó hasta convertirse en un sonido insoportable, reverberando hacia arriba y hacia abajo por el hueco de la escalera, en una cacofonía de ecos. Durante varios segundos, el doctor Rhys permaneció paralizado, hasta que llegó a sus oídos el ruido del abrir de puertas y de pasos apresurados.

El doctor Rhys fue el primero en llegar a la galería. Encontró a la señora Bryant derrumbada en el suelo, entre la mesa redonda y la armadura, petrificada y muerta, con los ojos abiertos y con las facciones contraídas en una expresión de indecible horror. Las dos doncellas de la señora Bryant llegaron corriendo cuando él ya estaba arrodillado junto al cuerpo, y breves instantes después vinieron Bolton y algunos de los otros criados. Magnus (como declaró más adelante Alfred, el mozo recadero) había salido a dar un paseo a la luz de la luna; oyó el grito desde una distancia de doscientas yardas, y regresó corriendo a la mansión.

Así pues, Magnus no llegó a la galería hasta varios minutos después de que lo hiciera el doctor Rhys. Su primera pregunta tras haber visto el cadáver fue: «¿Dónde está mi esposa?». Carrie, la doncella, fue enviada inmediatamente a la habitación de la señora Wraxford, y estuvo llamando a la puerta durante algunos instantes, hasta que su señora apareció ataviada con el camisón. Aislada del resto de la casa, se había quedado dormida y no había oído el grito de la señora Bryant. Cuando Carrie le dijo que la señora Bryant estaba muerta, contestó: «Entonces… ya no puedo hacer nada; dile a mi marido que lo veré mañana por la mañana». Y cerró la puerta. Carrie oyó cómo giraba la llave en la cerradura, por dentro.