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– ¿Qué…?

– Es posible, sobre todo si ha huido con un amante -añadió-, que haya abandonado a la niña o que se haya deshecho de ella.

– ¡Eso es monstruoso…! -exclamé-. No puede usted creer eso… Ella nunca podría…

– Ya sé, Montague, que mantiene usted excelentes relaciones con mi esposa. Pero dudo que esa confianza alcance a comprender en qué estado se halla su condición mental, que en estos momentos es como mucho… precaria. Así pues, a menos que quiera usted decirme dónde y con quién se ha ido, aquí no hay nada que pueda hacer por mí.

– Magnus, le aseguro que no hay nada… -mis palabras se fueron debilitando ante su mirada-. La seguridad de su esposa es todo lo que importa en estos momentos. Imagine usted que su teoría es equivocada y que se ha perdido en algún lugar de los alrededores: ¿cómo puede usted arriesgarse a abandonarla?

– Creo que es bastante más probable que ella me haya abandonado a mí. Algunos de estos hombres, como le he dicho, continuarán la búsqueda por el bosque durante una hora más… aproximadamente. Yo me quedaré aquí, ante la eventualidad de que pueda regresar; todos los demás partirán hacia Londres dentro de una hora… A propósito: estoy seguro de que estará usted de acuerdo conmigo en que sería del todo inapropiado que continuara siendo mi abogado aquí. Le agradecería que preparara las escrituras, las llaves y el resto de los papeles de Wraxford para que se ocupe de ellos el señor Veitch, de Gray's Inn, tan pronto como le sea posible. Tenga usted muy buenos días.

Se alejó a grandes zancadas hacia la casa con Bolton, que aún iba sonriendo maliciosamente, arrastrándose tras él.

Pasé aquella noche… o mejor sería decir que sufrí toda aquella noche acosado por visiones de Nell estrangulando a su hija, enterrando el cuerpo en Monks Wood y huyendo con su amante, a quien no pude evitar ponerle el rostro de Edward Ravenscroft. Logré apartar de mí aquellas espantosas imágenes, pero sólo para peor: de pronto tuve la convicción de que Magnus las había asesinado, a ella y a la niña, en un ataque de celos, con la intención de que las sospechas recayeran sobre mí. Estaba convencido de que en cualquier momento vendría la policía a detenerme con una orden de arresto. Pero… ¿y si ella le había abandonado realmente por mí? Aquella débil llamada a la puerta (que yo habría jurado haber oído una docena de veces a lo largo de la noche, aunque no había nadie fuera) podría ser Nell, con Clara en sus brazos… Y así pasé toda la noche, dando vueltas y vueltas en la cama, hasta que caí en un sueño cuyas pesadillas aún fueron peores que mis imaginaciones más siniestras.

El domingo por la mañana supe que la búsqueda se había abandonado alrededor de las tres y media, exactamente a la hora que Magnus me había dicho. Había persuadido a los hombres de la partida, junto al resto de los criados, de que estaba seguro de que la señora Wraxford, angustiada por la repentina muerte de la señora Bryant, había cogido a la niña y se había ido a visitar a unos amigos… olvidando informar de su viaje a los demás. La búsqueda, les aseguró, había sido meramente una medida de precaución. Él mismo se quedaría en la mansión durante un día o dos, por si acaso regresara; el resto de la servidumbre volvería inmediatamente a Londres. No pude encontrar a nadie que hubiera estado en la mansión cuando Magnus les dijo aquello, y, sin embargo, todos me aseguraron -jurando que se lo habían oído a alguien que sí había estado presente- que su comportamiento había sido el propio de un caballero educado que sólo pretende proteger a su esposa. Aldeburgh hervía con los rumores que afirmaban que Eleanor Wraxford había envenenado a la señora Bryant, que había ahogado a su pequeña hijita, que había enterrado el cadáver en Monks Wood y que se había fugado con un amante.

Ante todos los que me encontré, insistí en que todo aquello era una terrible calumnia que se arrojaba injustamente sobre una mujer inocente, y que era posible que esa misma mujer se encontrara en un gravísimo peligro en aquellos momentos, pero mis protestas sólo recibieron como respuesta cejas arqueadas y miradas de complicidad. Si Eleanor Wraxford era inocente, ¿por qué se había abandonado la búsqueda tan pronto? Y si la señora Bryant había muerto por causas naturales, ¿por qué se había trasladado el cuerpo a Londres para efectuarle una autopsia? Mucha gente se preguntaba en voz alta por qué yo no estaba con Magnus en la mansión. (Para él era la simpatía y la comprensión general). A esto, yo únicamente podía responder, aunque con poca convicción, que él prefería estar solo. Ni siquiera me atrevía a preguntar qué rumores corrían sobre mí.

El tiempo continuó encapotado y mortecino, con el barómetro descendiendo lentamente, hasta el lunes por la tarde, cuando se oyó el retumbar de un trueno lejano y un espectáculo de relámpagos iluminó el horizonte del sur; y a continuación, una copiosa lluvia se derramó por el condado. Más adelante supe que las gentes de Chalford habían visto, la noche del domingo anterior, un único fogonazo de un rayo en la parte de Monks Wood, seguido medio minuto después por un débil sonido que podría haber sido un trueno.

El martes y el miércoles transcurrieron anodinamente. No podía afrontar la tarea de empaquetar todos los papeles de Wraxford ni me decidí a ordenar a Joseph que lo hiciera. Le dije a mi socio que creía que me encontraba un poco enfermo, pero aquello no pudo resultar de ningún modo convincente, ya que empleé la mayor parte de mi tiempo vagando de aquí para allá por los alrededores en busca de noticias. Me sentía objeto de la sospecha general, e imaginaba que la gente murmuraba a mis espaldas cuando me alejaba… Pero quedarme en casa era más de lo que yo podía soportar.

El jueves por la mañana me levanté muy tarde (la noche anterior bebí más whisky del que mi cuerpo admitía) y estaba fingiendo que desayunaba cuando mi mayordomo entró en la sala para decirme que el inspector Roper, de Woodbridge, estaba en el recibidor y quería verme.

– Hazle pasar -murmuré, enjugándome el sudor que comenzaba a humedecerme la frente.

Yo conocía un poco al inspector Roper, un hombre de pecho fornido y cincuentón, pero cuando oí sus pesadas zancadas, no pude por menos que levantarme, luchando contra el insensato deseo de huir. Su rostro lúgubre, con el color y la consistencia de un bizcocho, le conferían una inicial impresión de estupidez, hasta que uno se percataba de que sus ojos -pequeños, hundidos, perspicaces- le estaban observando inquisitivamente.

– Le ruego que me perdone, señor, pero su pasante me dijo que estaba usted en casa, así que me tomé la libertad de venir…

– No se preocupe… -dije débilmente-. ¿Desea tomar un poco de té? ¿Qué puedo hacer por usted?

– Gracias, señor, pero ya he tomado el té en la oficina. Y… como usted supondrá, señor, vengo por lo de la mansión…

– Ah… ¿sí? ¿Ha encontrado usted…? ¿Ha sabido algo de la señora Wraxford?

– No, señor. Está visitando a unos amigos: eso es lo que nos han dicho. -El tono de escepticismo era absolutamente evidente-. Si me permite decírselo, señor, no tiene usted muy buen aspecto.

– Me temo que está usted en lo cierto -dije con voz ronca, acomodándome en la silla-. Ese asunto de… ¿no quiere usted sentarse? Ese asunto de la mansión me ha causado una enorme conmoción… La mansión ha tenido una estrecha relación con mi familia desde hace varias generaciones, ¿sabe? -y me interrumpí, consciente de haber dicho exactamente lo que no debía.

– Desde luego, desde luego, señor: y por eso estoy aquí -dijo, tomando asiento-. Verá… hemos recibido un telegrama procedente de la residencia del doctor Wraxford, en Londres. Tenía previsto volver a casa el lunes, pero no volvió; los criados pensaron que se habría quedado un día más, por si la señora Wraxford… Pero como el miércoles por la tarde aún no había llegado, pensaron que sería mejor avisarnos a nosotros para que fuéramos a la mansión y echáramos un vistazo por allí… Lo hicimos, pero mi ayudante encontró la casa cerrada, sin rastro de nadie, y no había caballos tampoco. Así que fuimos a preguntar a Pettingshill, donde se alquilan caballos, para ver cuándo devolvió el doctor Wraxford la montura.