– Ah… sí… -dije, tragando saliva-. Esta… la muerte de tu señor me causó un gran pesar… como supongo que os ha ocurrido a todos vosotros.
– Desde luego, señor. Usted comprenderá que en estos momentos nos estamos preguntando qué será de nosotros… De hecho, si me permite la libertad de comentarle una cosa… ¿no sabrá usted por casualidad si el señor dejó alguna providencia para mí?
– Me temo que no -contesté-. Su testamento está en poder del señor Veitch, en Londres. Además, como comprenderá, por supuesto, no se puede hacer nada hasta que el médico forense no presente sus hallazgos.
– Oh, lo comprendo perfectamente, señor.
Se hizo entonces un silencio en el que Bolton pareció calcular sus posibilidades. Aunque la habitación estaba helada, pude sentir el sudor resbalando por mi frente.
– Y… ¿hay algo más que pueda hacer por usted? -pregunté.
– Bueno, sí, señor… En realidad, creo que sí… Verá, señor… no es que no fuera feliz estando al servicio del doctor Wraxford, pero mi ambición reside en el mundo de la fotografía. Me gustaría comenzar a instalarme por mi cuenta… Pero, por supuesto, necesito un capital, y se me ha ocurrido, señor… que siendo usted tan allegado a la familia… que usted podría intentar que se me adelantara un préstamo…
– Ya. Comprendo. Y… ¿cuánto dinero cree usted que necesitaría? -añadí con demasiada precipitación.
– Doscientas cincuenta libras, señor. Con ese dinero podría establecerme maravillosamente.
– Ya. Y… ¿cuándo lo devolvería?
– Bueno, eso es difícil de decir… Tal vez usted y yo podríamos llegar a un acuerdo informal… Le estaría enormemente agradecido…
– Muy bien -dije, limpiándome el sudor.
– Gracias, señor. Le quedo muy agradecido. Y, señor, ¿no sería posible que me pudiera hacer el favor de extenderme usted el cheque hoy…?
El tono amenazante era inconfundible.
– Muy bien -repetí, intentando evitar su malintencionada mirada-. Si vuelve por aquí a las tres… Yo estaré fuera, pero aquí tendrá usted el cheque y se lo entregarán.
– Muchas gracias de nuevo, señor. No se arrepentirá, se lo aseguro. No es necesario que llame al mayordomo, señor: ya sé dónde está la salida…
Mi estado de nervios durante la investigación judicial apenas puede imaginarse. Fui uno de los primeros en ser llamado para declarar ante el médico forense -un caballero rubicundo de Ipswich que respondía al nombre de Bright- y pensé que mis rodillas se doblarían antes de que me tomaran juramento. Pero, como ocurrió con Roper, mi apariencia demacrada y macilenta causó más compasión que sospecha, y sólo estuve unos minutos en el estrado.
Lo siguiente fue la cuestión de la identificación. El anillo carbonizado fue identificado por Bolton (quien hábilmente evitó mirarme). Él también confirmó que Magnus había tenido cinco dientes empastados en oro. El distinguido patólogo sir Douglas Keir testificó, basándose en los fragmentos más grandes, que los restos pertenecían a un hombre, probablemente más alto de lo normal, en la plenitud de la vida. Aparte de ulteriores consideraciones, en su opinión los restos mortales de aquel hombre eran el resultado del extremo calor al que fue sometido el cuerpo, suficiente para reducir los huesos, la carne y los tejidos blandos a un fino polvo de cenizas. Y por lo que se refiere a la cuestión de si un rayo podría haber infligido ese daño, el doctor Douglas Keir no se consideraba cualificado para certificar ese extremo.
El profesor Ernest Dingwall, el señor John Barrett (miembro de la Royal Society) y el doctor Francis Iremonger fueron llamados a testificar sobre este punto. Los efectos de un rayo sobre las personas variaban considerablemente (y parecía que no había precedentes en el modo de morir de Magnus). Algunos sujetos golpeados por un rayo habían sobrevivido, con quemaduras de distintos grados; en un caso, un hombre quedó inconsciente y cuando se recuperó, se alejó del lugar sin el menor recuerdo de que le hubiera caído un rayo. Otros habían muerto inmediatamente; el cráneo de una víctima había quedado reducido a mínimos fragmentos, sin aparentes daños en la piel. Nadie podía citar nada parecido a la aniquilación absoluta que había sufrido el doctor Wraxford, pero el señor Barrett ofreció su opinión particular, según la cual la fuerza de un rayo podría haberse concentrado por la armadura. El doctor Iremonger se mostró diametralmente opuesto a esa opinión, y afirmó que la armadura en realidad podría haber actuado como una «jaula de Faraday» [53]; esto es, toda la fuerza del impacto del rayo recorrería el exterior de la armadura, dejando a la persona que estuviera en su interior absolutamente ilesa.
El doctor forense, con una buena dosis de sarcasmo, preguntó si al ilustre caballero le importaría probar el experimento en su propia persona. El ilustre caballero confesó que no tenía intención de probarlo.
Se hizo evidente desde aquel momento en adelante, que el forense había decidido que Nell Wraxford era culpable. En su informe elevado al jurado, observó que «el rayo sobre la mansión fue una mera casualidad, y que era mucho más probable que si Magnus Wraxford no estaba ya muerto cuando su asesina le obligó a entrar en la armadura a punta de pistola (el solo testimonio del señor Montague me parece decisivo en este punto, aunque, desde luego, ustedes pueden tener sus propias opiniones), si, como digo, Magnus Wraxford no estaba ya muerto, se le dejó allí para que se muriera. Consideren ustedes, señores del jurado, que trabar el mecanismo de la armadura fue un acto tan culpable de asesinato como si le hubiera disparado y lo hubiera matado, e incluso bastante más cruel».
– Además -continuó-, una niña pequeña ha desaparecido en circunstancias que sólo pueden apuntar a la culpabilidad de la madre. ¿Por qué querría la señora Wraxford que nadie se acercara a su hija? Ustedes, caballeros, pueden concluir naturalmente que su insistencia en ocuparse personalmente de su hija es ya una prueba de cierta incapacidad mental. También tienen ustedes el testimonio del doctor Rhys, según el cual la señora se encontraba extremadamente nerviosa la noche de la muerte de la señora Bryant, y el curioso hecho de que ella fuera la única persona, según la declaración del doctor, que no se levantó tras los gritos mortales de la dama, los cuales pudieron escucharse a doscientas yardas de distancia. Ustedes saben también que la policía encontró una nota arrugada en el suelo de la habitación de la señora Bryant: una nota que la invitaba a acudir a la galería a medianoche. Y fue allí donde murió, y en aquel preciso momento. La caligrafía parece la de la señora Wraxford. Por supuesto, no estoy sugiriendo que se investigue esta muerte, pero de todos modos, es un indicativo sugerente de la peligrosa predisposición hacia la violencia por parte de la señora Wraxford.
»Y resta aún la cuestión de la gargantilla de diamantes… Ustedes saben, por el doctor Rhys, que la señora Wraxford parecía estar profundamente distanciada del finado. Y saben, por los representantes legales de la empresa de Bond Street que confeccionó la gargantilla, que el finado compró este extravagante regalo para su esposa por una suma de diez mil libras… lo cual sugiere la imagen de un esposo enamorado, incluso un marido hechizado por su esposa que está dispuesto a cometer las más raras extravagancias con tal de recuperar el favor de su mujer. Saben ustedes que el estuche de la gargantilla, vacío, lo encontró la policía debajo del entarimado de la habitación de la señora Wraxford. La gargantilla no se ha encontrado en parte ninguna».
Añadió muchos más detalles en este mismo sentido. Después de una breve deliberación, el jurado pronunció un veredicto de asesinato premeditado por una o varias personas, y se ordenó una orden inmediata de arresto contra Eleanor Wraxford.
[53] El físico británico Michael Faraday (1791-1867) inventó la llamada «jaula de Faraday» (