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– ¿No ha venido Alma? -pregunté.

Negó moviendo la cabeza con gesto cansado.

– Pero mamá… ahora ya sabes que está bien en el Cielo; no debes estar triste…

– No puedo estar segura… Tal vez sólo estabas hablando en sueños… ¡Si pudiera oír su voz sólo una vez más…!

La miré con el corazón abatido.

– No sé cómo ocurrió, mamá, pero lo intentaré mañana otra vez -le dije finalmente, y me excusé de inmediato para subir a mi habitación.

Ya podía sentir la negra nube de su dolor elevándose para engullirme, y entonces supe que no podría mantener el engaño yo sola. Y así, a la tarde siguiente, hice acopio de todo mi valor y fui hasta Lamb's Conduit Street, y caminé arriba y abajo por aquella calle hasta que, junto a la tienda de una modista, clavada en la pared, descubrí una placa dorada y desvencijada que decía «Sociedad Espiritista de Holborn». Permanecí durante tanto tiempo allí, dudando, que finalmente la modista salió de la tienda, y cuando le dije que quería ver a la señora Veasey, me señaló otra casa, más abajo, en la misma calle. Allí, una criada que no parecía tener más de diez años me pidió que esperara, y después de unos instantes, una mujer robusta y de pelo gris, vestida completamente de negro, salió a recibirme.

– ¿Y en qué puedo ayudarte, querida? -dijo, con un tono que me recordaba un poco al de Annie.

Comencé a explicarle, muy dubitativamente, todo lo referido a mamá y a Alma, después de lo cual ella sugirió que podríamos ir dando un paseo hasta el Foundling Hospital, donde a ella le gustaba sentarse y ver jugar a los niños. Algo que dijo por el camino me hizo preguntarme si ella también habría perdido a un hijo, pero cuando me atreví a preguntárselo, me respondió que no: ella no había tenido hijos. Su marido, un capitán mercante, se había ahogado en las Indias Occidentales hacía casi veinte años.

– Viene a verme algunas veces… -dijo-. Pero a los espíritus no se les puede ordenar nada, ya sabes…

La mujer suspiró, y me dio unas palmaditas en la mano; era una mujer muy maternal, bastante diferente a lo que yo imaginaba que podría ser una médium espiritista. Mientras caminábamos, le dije que papá nos había abandonado, y le conté que nos había prohibido cualquier relación con nada que tuviera algo que ver con el espiritismo, y para cuando nos sentamos junto a la estatua del ángel, yo ya había decidido confiarme a ella completamente, hasta el punto de confesar mi pretensión de invocar el espíritu de Alma.

– Sé que he hecho mal engañándola -dije-, pero mamá ha sido tan desgraciada, y durante tanto tiempo, que si pudiera convencerse de que Alma está segura y feliz en el Cielo, sólo con eso, creo que se podría recuperar…

– No debes reprochártelo, querida. Por lo que me dices, creo que fue el espíritu de tu hermana el que te impelió a hablar; puede que tengas un verdadero don… y aún no lo sepas.

– ¿Cómo podría saber si lo tengo?

– Bueno, cuando eso ocurre, una se siente… poseída… A veces es tan fuerte que una cree que se va a quebrar en mil pedazos. Y después, cuando te dejan, te sientes vacía… como si fueras un vaso abandonado… Cuando yo era joven, como tú, me llenaba con su luz… Ahora casi nunca vienen a mí… Pero una nunca lo olvida, querida: eso nunca se olvida.

Me dio unas palmaditas en la mano otra vez y suspiró profundamente, y descubrí que había lágrimas intentando huir de mis ojos.

– Pero si ellos no vienen a usted… -me atreví a decir. La señora Veasey no me contestó inmediatamente. Al otro lado de las verjas, las niñas hospicianas se reunían en el patio en grupos de dos, de tres o de cuatro, o jugaban a la comba; podrían haber sido las mismas niñas que Annie y yo habíamos observado diez años antes.

– Debemos ayudar a que la gente crea -dijo finalmente-, como tu pobre mamá. No hay en Londres un médium que no haya fingido alguna vez y, en todo caso, ¿qué hay de malo en consolar a aquellos que están de luto?

– Y… ¿la gente paga por asistir a sus sesiones de espiritismo?

– Por supuesto que no, querida. Hacemos una pequeña colecta al final, y aquellos que tienen posibilidad de hacer un esfuerzo, dan lo que pueden. Pero no se rechaza a nadie que lo necesite.

– Señora Veasey -dije tras una pausa-: ¿ha visto usted alguna vez… un espíritu?

– No, querida. Al menos, no con estos ojos. El don no me ha llevado por ese camino. Pero hay algo en ti, querida… hay algo en ti… No me sorprendería que tú fueras una elegida.

– Pero yo no quiero ser una elegida -dije-. Sólo quiero que mamá vuelva a ser feliz.

– Ésa es una señal del verdadero don, querida: no desearlo. Y respecto a tu mamá… ¿por qué no la traes mañana a nuestra reunión?

– Mamá nunca sale de casa. Desde hace años -dije-, pero a mí sí me gustaría ir… si puedo.

Y así, la tarde siguiente, a las seis y media, salí de casa: le dije a mamá que me dolía la cabeza y que necesitaba dar un paseo. Ella se había sumido de nuevo en su antiguo dolor desesperado, pero yo no quería arriesgarme a una nueva invocación hasta que no hubiera visto cómo dirigía una sesión la señora Veasey. Corría la primera semana de junio, y aún había luz, pero el frío de la noche se sentía ya en el aire. La puerta de la Sociedad estaba abierta; subí por unas escaleras estrechas, tal y como la señora Veasey me había dicho, y entré en una habitación en penumbra y revestida en madera, con las cortinas de las ventanas ya cerradas. El único mobiliario era una gran mesa circular, alrededor de la cual se sentaban seis personas, incluida la señora Veasey, que estaba situada de espaldas a una pequeña chimenea de carbón. Me recibió cariñosamente, presentándome a la concurrencia e invitándome a sentarme frente a ella, entre un tal señor Ayrton, cuya esposa se encontraba al otro lado, y una mujer de edad madura llamada señorita Rutledge. Había también otra pareja de mediana edad, el señor y la señora Bachelor, y el señor Carmichael, un hombre inmensamente gordo cuyas lorzas desbordaban los límites de su chaleco. Tenía ojos llorosos y amarillentos, y resollaba con dificultad cuando respiraba.

Aquellas personas, por lo que pude saber, eran habituales en las reuniones de la señora Veasey. Algunas más aparecieron durante los siguientes minutos, hasta que se ocupó la última plaza libre en la mesa; entonces, el señor Ayrton se levantó y cerró la puerta. Después, él mismo nos invitó a unir las manos y a cantar «Quédate conmigo, Señor» [10], que fue entonada de un modo bastante discordante, junto con otros himnos religiosos, mientras la señora Veasey se fue hundiendo cada vez más en su sillón y pareció dormitar.

La señora Veasey me había hablado de la posesión de los espíritus, y yo aún estaba asustada ante aquella situación cuando ella comenzó a hablar con la voz ronca de un hombre, que el señor Ayrton reconoció inmediatamente como la voz del capitán Veasey. Los mensajes eran bastante vulgares, pero conmovedores: al señor Carmichael, por ejemplo, le dijo que Lucy le estaba observando, como siempre, y que sus «dificultades actuales» se resolverían por sí mismas muy pronto, con lo cual él dejó escapar un enorme suspiro ahogado, casi un sollozo, e hizo después una reverencia con la cabeza. Todos en la mesa recibieron su mensaje, y observé que todos los asistentes permanecían pendientes de cada palabra de la médium. El mensaje para mí era el siguiente: «Alma dice que has hecho lo correcto», y aunque yo sabía que el trance de la señora Veasey era fingido (de hecho, me pareció que su párpado izquierdo temblaba muy ligeramente mientras hablaba ella… o el capitán), se me hizo un nudo en la garganta.

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[10] El himno «Abide with me» (1847) se debe al escocés Henry F. Lyte (1793-1847).