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– Yo tengo mi propia opinión al respecto, tío, pero… me temo que no debería decirte mucho más… ni dejarte leer el relato del señor Montague sin pedirle permiso.

– Bueno, si no se me permiten ver las pruebas -dijo un tanto ásperamente-, difícilmente me podrás culpar de preferir el veredicto del forense, de la policía y de la gente en general.

Y se fue con paso airado a su estudio. Por sus gestos pude comprender que mi tío se había sentido herido en su orgullo por el hecho de que la señorita Wraxford me hubiera dejado la propiedad a mí, en vez de a él -que era el pariente masculino más cercano- y, en realidad, no podía culparle por sentirse un tanto agraviado. De modo que escribí inmediatamente al señor Montague preguntándole si podía mostrarle los papeles a mi tío, y diciéndole cuánto me gustaría volver a hablar con él, en cualquier momento, cuando pudiera volver por Londres. Pero como los días transcurrieron sin que recibiera contestación, comencé a preguntarme si tal vez le habría ofendido o si quizá mi carta se habría extraviado. A lo largo de la semana, muy hábilmente, mi tío procuró no mencionar a los Wraxford, pero la desconfianza entre nosotros se mantuvo hasta que, diez días después de haberle escrito al señor Montague, llegó una carta remitida desde Aldeburgh, dirigida a mí y con una letra desconocida.

Estimada señorita Langton:

Lamento mucho tener que comunicarle por la presente la muerte de mi apreciado colega, el señor John Montague, acaecida el día 21 del corriente. Puede tener la absoluta seguridad de que nos seguiremos ocupando de sus intereses en la propiedad Wraxford; seguramente ha visto usted el anuncio sobre la herencia de la mansión, que se ha puesto ya definitivamente a su nombre, señorita Langton; yo mismo inserté ese aviso en The Times, tal y como el señor Montague habría querido que hiciera, estoy seguro. Le ruego, señorita Langton, que me tenga por su más seguro servidor,

BARTHOLOMEW CRAIK

P. S.: Puesto que su última carta para el señor Montague se señalaba como «Personal y confidencial», le devuelvo la carta sin abrir y en sobre aparte, junto con otra carta que ha llegado recientemente concerniente a la propiedad Wraxford.

John Montague había muerto al día siguiente de haberme enviado su confesión. Pero… ¿cómo había muerto? Mi tío, después de haber leído la carta del señor Craik, por voluntad propia cogió un coche de punto y fue hasta el British Museum para repasar los periódicos de Suffolk de la semana anterior, pero sólo volvió con la noticia de que John Montague se había ahogado.

– Parece que tenía la costumbre de bañarse en el mar, incluso con el tiempo más inclemente, pero en esta ocasión el frío (o eso se da por seguro) fue al parecer demasiado para él. Su cuerpo apareció en el paseo de la playa a la mañana siguiente. Hubo una investigación, desde luego; el médico forense dijo que había sido una muerte accidental, y añadió una advertencia sobre los peligros del baño marino en tan extremas circunstancias.

Recordé entonces, con amarga intensidad, las palabras de John Montague acerca de «nadar mar adentro, en las gélidas profundidades hasta que me falten las fuerzas y me hunda bajo las olas…».

– Pero… ¿nadie ha sospechado… que podría haberse ahogado deliberadamente?

– No, querida. ¿Por qué crees eso? Puede que ir a nadar en enero no sea tu idea de ejercicio sano, pero algunas personas piensan que obra maravillas en la circulación sanguínea.

– No lo creo -dije desconsolada.

De repente, la carga me pareció demasiado pesada como para sobrellevarla sola, así que le entregué a mi tío todo el fajo completo de papeles bajo la promesa de que lo guardara en secreto. Mientras lo leía, soporté otro periodo de tiempo largo y opresivo, preguntándome si yo podría haber sido culpable de la muerte de John Montague; finalmente mi tío volvió a aparecer a última hora de la tarde, mirándome con un gesto inusitadamente sombrío.

– Ahora lo comprendo -dijo-. Ahora comprendo por qué pensaste inmediatamente en el suicidio; me temo que es muy posible. Pero, para mí, en primer lugar, el misterio es por qué te envió estos papeles.

– Pensó que… dijo que yo le recordaba a Eleanor Wraxford.

– Pero no hay nada sorprendente en eso: al fin y al cabo, sois parientes.

– Quiero decir… él quería que yo supiera que ella era inocente, porque…

– Pero… ¿cómo es posible que pienses eso? -exclamó mi tío-. ¡Si había alguna mínima duda sobre su culpabilidad, estos papeles la disipan por completo!

Lo miré asombrada.

– Tío… ¿no entiendes que Nell jamás podría haberle hecho daño a su hija Clara ni pudo haber asesinado a la señora Bryant? Y, tal y como te dije ayer, si ella le disparó cuando Magnus estaba en el interior de la armadura, sólo lo hizo porque temía por su vida… y la de Clara…

Y quise añadir que mi existencia era la demostración palpable de que no mató a su hija, pero tuve miedo de que se riera de mí.

– ¿Se trata únicamente de simpatía hacia otra mujer, querida? No te comprendo…

– Supongo que siento… cierta simpatía hacia ella -admití dubitativamente-. Más que eso… confío en ella. Siento que podría reconocer su voz si la oyera. Todo lo que hizo… incluso huir de aquel espantoso lugar… lo hizo por Clara. No fue ella la que invitó a la señora Bryant a la mansión: lo hizo Magnus Wraxford, y era un hombre malvado… ¿es que no lo ves?

– No, querida, no lo veo. Las personas locas pueden parecer muy razonables, ya sabes, y actúan movidas por grandes delirios que procuran ocultar hasta que es demasiado tarde. Ella misma decía que sufría alucinaciones…

– Las llamaba «visitas», tío.

– Es lo mismo. Escúchame: ella pudo haber creído sinceramente todo lo que escribió en sus diarios, pero eso no significa que nosotros debamos creerla. Incluso John Montague admite tal posibilidad, y eso que estaba absolutamente enamorado. No frunzas el ceño, querida: esto es innegable. Y debes recordar que el abogado admiraba notablemente a Magnus Wraxford, hasta el día en que fue a visitar a Eleanor a la mansión.

»Y, después de todo, no veo por qué estás en contra de Magnus. Si consideras el matrimonio desde su punto de vista, ella misma admite que se comportaba con admirable contención. Nunca la golpeó, ni la amenazó, ni la forzó… Ella dice que le tenía un miedo mortal, pero seguramente el doctor estaba haciendo todo lo posible para calmar la furia de una mujer joven y peligrosamente perturbada. Y luego, por si se precisara alguna prueba más, él dice en su última carta que la vio en las escaleras…

– Entonces, tío… ¿crees que mató a los tres: a su marido, a su hija y a la señora Bryant?

– En el caso de Magnus no es cuestión de creer o no creer: el dictamen del médico forense fue más que suficiente, y si necesitas pruebas adicionales, las tienes en las manos. La señora Bryant pudo haber muerto perfectamente por un sobresalto, pero… ¿de verdad no te resulta abrumadoramente posible que Nell fuera la causante? Y respecto a la niña, ¿quién podría o querría habérsela llevado?

»Me lo niegas con la cabeza, querida, pero… ¿qué me dices de la gargantilla de diamantes? Supongo que no discutirás que Magnus la compró para ella… y que ella se la llevó. La hipótesis más caritativa es que huyó con la niña, en un ataque de remordimiento… quizá mientras el propio Magnus aún estaba vivo, aunque encerrado… y que sus restos mortales yacen en algún hoyo inaccesible en el corazón de Monks Wood. ¿Es que puedes explicar de otro modo la secuencia de hechos?

– Si Magnus realmente se ocupaba de ella -dije-, ¿por qué permitía que la señora Bryant la insultara, insistiendo en que estuviera presente en la sesión de espiritismo… y dejándola sola en aquella casa maldita? Y no sabemos si ella cogió la gargantilla de diamantes; sólo tenemos la palabra de Magnus, según el cual, al parecer, pensaba dársela a Nell. Quizá la compró para la señora Bryant. Y cuando Magnus y el doctor Rhys irrumpieron en su habitación aquella mañana…