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Desde la seguridad de la chimenea de mi tío, yo me había imaginado como la heroína de la expedición: alentada por la llamada de la sangre, yo sola encontraría la clave decisiva que se les había pasado a todos aquellos hombres que andaban deambulando y dando golpes por toda la mansión, y, finalmente, yo sola daría con el eslabón de la cadena que me conduciría hasta Nell. Pero una vez en el tren, mi preocupación aumentó hasta convertirse en un nudo (muy apretado) en la boca del estómago. Edwin y yo compartíamos un compartimento con Vernon Raphael y St John Vine en el primer tren que partió de Londres. Vernon Raphael se comportó muy bien, y no sacó a relucir en absoluto las circunstancias en las que nos habíamos visto por vez primera. Pero verle de nuevo me trajo perturbadores recuerdos de mi vida en la Sociedad Espiritista de Holborn, y de aquellos extraños días en los que me oía hablando y, como el resto de las personas que me escuchaban, no sabía qué podría ocurrir al instante siguiente. El señor Raphael, de eso podía estar casi completamente segura, no creía en espíritus; aunque se negó a revelar sus planes, la seguridad de sus modales sugería que sabía muy bien qué iba a ocurrir. Pero los recuerdos de Holborn habían excitado el oscuro temor de que si había algo dormido en la mansión, mi sola presencia conseguiría despertarlo…

Una ventisca de aguanieve azotaba el andén cuando nos apeamos del tren en la estación de Woodbridge. Edwin me apremió para que subiera a un coche que nos esperaba, donde me senté mientras las maletas hacían un ruido sordo cuando las arrojaban sobre el techo. Entonces deseé no haber salido de Elsworthy Walk. Todos los árboles estaban sin hojas; antes de que pudiéramos darnos cuenta, cruzamos la ciudad y salimos a una vasta extensión de pantanales: allí todos los colores se habían desvanecido. Ráfagas de viento sacudían el carruaje. Yo escudriñaba el paisaje a través de los cristales veteados por la lluvia, intentando adivinar dónde podría estar el mar, pero las nubes estaban tan bajas que los brezales y el cielo se fundían en aquel gris tan triste. Los caballeros permanecían en silencio; St John Vine, en realidad, apenas había pronunciado una palabra desde que salimos de Londres, e incluso Vernon Raphael parecía desalentado por la desolación del paisaje.

Los bosques de Monks Wood nos engulleron sin previo aviso y, cuando pasamos de la luz grisácea del día a la práctica oscuridad bajo los abetos, los árboles nos amenazaron como una ola negra que emergiera de la niebla. Las ráfagas de aire cesaron, y sólo quedó el amortiguado retumbar de las ruedas, los arañazos de las ramas secas contra el carruaje y ocasionales oleadas de agua que se derramaban desde el dosel de ramas que cubría el camino. Los sombríos perfiles de los troncos de los árboles iban pasando, tan cerca que pensé que podría tocarlos. El nudo que tenía en el estómago se fue tensando aún más a medida que transcurrían los minutos, hasta que la luz regresó tan abruptamente como se había ido.

La descripción de John Montague no hacía justicia a la enormidad de la mansión, ni a la profusión de buhardillas y gabletes, ninguno nivelado ni cuadrado. No había en realidad ni una sola línea recta; todo parecía abombado, o hundido o quebrado. Los muros ya no estaban deslustrados y musgosos, sino ennegrecidos con líquenes y moho, y alrededor de la casa había fragmentos de sillería y estucado que se habían caído de los muros y yacían esparcidos entre las hierbas.

– ¿Cree usted que esto es seguro, Rhys? -preguntó Vernon Raphael cuando nos bajamos y observamos la casa junto al carruaje; en lo más alto, pude ver las puntas de los pararrayos oscilando con el viento.

– No lo sé -contestó Edwin con inquietud-. Si el agua ha penetrado en el edificio… y es muy probable que haya ocurrido, los suelos se podrían haber podrido. De hecho… Señorita Langton, realmente creo que debería coger el coche y volver a Woodbridge. Hay un excelente hotel… O puede volver directamente a Londres, si lo prefiere.

En realidad, estuve muy tentada a seguir el consejo de Edwin, pero sabía que si lo hacía me lo reprocharía siempre en el futuro.

– No -dije-. He llegado demasiado lejos como para retirarme ahora.

Insistieron en que esperara abajo, junto a las escaleras, hasta que Edwin examinara los suelos, mientras Raphael y Vine buscaban la carbonera y encendían las chimeneas en la galería, en la biblioteca y en el salón que durante breves horas había pertenecido a la señora Bryant y donde yo iba a dormir, o iba a intentar dormir, aquella noche. Las chimeneas tiraban realmente mal a causa del viento, así que en las salas se mezclaba el áspero olor del humo con los penetrantes hedores del moho, de las humedades y la putrefacción. Tan pronto como se encendieron los hogares, y todas las maletas se subieron arriba, Raphael y Vine se encerraron en la galería para asegurarse de que allí no había pasadizos escondidos u otras trampas: yo les podía oír dando palmadas en las paredes y golpeando con los nudillos al otro lado del muro mientras me acurrucaba junto al fuego en la biblioteca, intentando desprenderme del frío del viaje y respirando aquel hedor ácido y húmedo del papel podrido.

Edwin hizo una ronda por las salas de la planta y confirmó que eran lo suficientemente seguras, siempre que nunca fueran más de dos personas juntas por cualquiera de los pasillos: algunos corros con mal aspecto en los techos y algunos fragmentos de enlucido desprendidos sugerían que el agua había calado en los pisos superiores. En cualquier caso, estaba preocupado por el suelo de la galería que se encontraba justamente debajo de la armadura: dijo que, para su gusto, había demasiada holgura entre las tablas de la tarima. Luego fue al estudio: pude oírle cogiendo libros y abriendo cajones. Con toda aquella actividad a mi alrededor, la casa no parecía especialmente siniestra, y cuando casi había conseguido desprenderme del frío, me escabullí para ver la habitación que había ocupado Nell.

La quebrantada puerta, abierta, colgaba de las bisagras; las sábanas se habían quitado de la cama, pero extrañamente, sobre la mesa que había junto a la ventana, permanecía una pluma con su plumín oxidado y un frasco de tinta completamente seco… ¿Serían suyos? Nubecillas de polvo se levantaban alrededor de mis pies a medida que avanzaba hacia la alcoba en la que Clara había dormido… ¿En la que yo había dormido? Una cuna baja de madera, también magullada y polvorienta, permanecía en mitad de la salita. La habitación era incluso más pequeña y mucho más oscura de lo que había imaginado a partir de la descripción de Nell, y no provocó en mí ni el más mínimo indicio de reconocimiento… apenas una leve sorpresa. Pensé en mí misma cuando era niña: cuando no podía recordar nada de mi infancia anterior a la casa de Holborn. En la habitación había una ventana minúscula, un cuadradito diminuto, en lo alto del muro. La ventana no estaba abierta, y yo no me encontré con fuerzas para abrirla. Con la puerta cerrada, aquella pequeña habitación habría estado prácticamente en completa oscuridad. No pude ver que hubiera ventilación de ningún tipo.