Oí el ruido de la puerta de la biblioteca al abrirse, y un sonido de pasos aproximándose. La aparición brilló hasta detenerse.
– ¡Vernon! -exclamó St John Vine desde la oscuridad-. ¡Manifiéstate…!
– No puedo… estar aquí… -la voz, aunque débil y confusa, fue reconocible: era la de Vernon Raphael-. Pero… ¿no le vas a dar la mano… a un amigo? -y cada palabra era más débil que la anterior.
Las pisadas se acercaron. El borroso perfil de un hombre cruzó entre la aparición y yo. La luz hizo remolinos; apareció un brazo brillante, pero sin mano: sólo una manga vacía, y cuando St John Vine intentó aferrar el brazo… ¡su propia mano lo atravesó! Con un grito de desesperación, quiso rodear con ambos brazos la aparición. Por un instante, hombre y espíritu quedaron unidos; entonces, la oscuridad los engulló y no supe más…
Recobré el sentido cuando noté el sabor del brandy en mis labios y un farol cegó mis ojos. Los carbones chisporroteaban en una chimenea junto a mí. Me di cuenta de que estaba tumbada en el mismo lugar en el que había caído, en el suelo de la galería, pero con un cojín bajo la cabeza. «He tenido un sueño horrible», pensé, volviendo la cabeza y apartándola de la luz que me deslumbraba. Edwin estaba arrodillado junto a mí, con Vernon Raphael asomándose por encima de su hombro.
– Señorita Langton, le ruego que acepte mis más sinceras disculpas… Lo siento, lo siento muchísimo, de verdad… No debería haberla sometido a esta terrible experiencia…
– No, desde luego que no -dijo Edwin muy enojado-. Si yo hubiera tenido la más mínima idea de lo que estabas planeando, Raphael, jamás habría permitido… es decir…
Se interrumpió, embarazado, y me ofreció otro sorbito de brandy.
– No… no lo entiendo… -le dije a Vernon Raphael-. ¿Me ha mesmerizado? ¿He soñado lo del rayo…?
– No, señorita Langton -contestó-. Todo ha ocurrido tal y como usted lo ha percibido… Sólo ha sido una ilusión… una demostración, si lo prefiere, ideada por Vine y por mí mismo. Yo había planeado explicarlo todo después, pero ahora debe descansar… De verdad, señorita: lo siento muchísimo…
– No… -dije, dándome cuenta entonces de mi confusión-. Ya me encuentro bien… y seguramente no podría dormir sin oír su explicación.
Ahora todas las luces estaban encendidas a lo largo de las paredes de la galería, pero el suelo en el que yo me encontraba tendida aún permanecía casi en completa oscuridad. Me cogí del brazo de Edwin y me levanté tambaleante.
– Bueno, si está usted completamente segura… -dijo Vernon Raphael en un tono de evidente alivio.
– ¿Dónde están los demás? -pregunté.
– En la biblioteca -dijo Edwin-. Pensé que usted preferiría…
Agradecida por su consideración hacia mí, y por la oscuridad de la galería, me arreglé el pelo y me sacudí el polvo de la capa, mientras Vernon Raphael iba en busca del resto de los invitados.
– Con razón se dice que quien acude a una sesión de espiritismo en casa de una médium está pidiendo que lo engañen.
Vernon Raphael estaba de pie junto a la armadura, y el resto de nosotros formábamos un semicírculo en derredor.
– La primera vez que oí hablar de este «gabinete de espiritismo», pues no es otra cosa realmente, sospeché que debía de haber algún truco.
Cogió la empuñadura de la espada -yo no fui el único miembro del grupo que dio un paso atrás cuando las planchas de la armadura se abrieron-, mientras St John Vine, que permanecía a un lado, acercó la luz de su farol a la armadura.
– Aunque la parte trasera de la armadura parece absolutamente sólida, también tiene bisagras. El truco es que sólo puede abrirse cuando el frontal está cerrado, y sólo si este resorte -y señaló el pomo de la espada, bajo el guante de malla- se encuentra en la posición correcta. Así pues…
Volvió a pasar una vez más al interior, y cerró las planchas. St John Vine se acercó y pareció tropezar; la luz de su farol iluminó nuestros rostros y nos cegó momentáneamente.
– ¿Ven? -dijo Vernon Raphael, apareciendo por detrás de la armadura-. Sólo se necesita una breve distracción. Y, por supuesto, si se apagaran misteriosamente todas las luces…
St John Vine recorrió los pocos pasos que había hasta la puerta de la biblioteca y desapareció en su interior. Unos instantes después, las llamas del candelabro volvían a apagarse como si una mano invisible hubiera ahogado las llamas con un matacandelas.
– Un clásico de los magos… o de los espiritistas -dijo Vernon Raphael-. Se hace con un tubo de caucho. El siniestro fulgor del yelmo es exactamente igual de simple: sólo se necesita un «farol oscuro», oculto bajo mi capa: este farol sólo tiene una salida de luz y cuenta con un panel deslizante para ocultar la llama y un cristal tintado. Señores: su imaginación hizo el resto.
– Pero… ¿y el rayo? -dijo Edwin-. ¿Cómo pudiste…?
– Polvo de magnesio, mi querido amigo; lo emplean todos los fotógrafos, aunque no lo utilizan en tanta cantidad; nosotros lo hemos mezclado con una parte de pólvora, y lo hemos prendido por medio de un largo hilo fusible desde la ventana de la biblioteca. Hemos tenido suerte de que las chimeneas no tiren bien y haya tanto humo en la galería; de lo contrario ustedes habrían percibido el olor característico a pólvora. Y mientras ustedes aún estaban confundidos y asombrados…
Se apartó un par de pasos de la armadura, con una mano palpando la pared, hasta la esquina donde la enorme chimenea se proyectaba hacia la galería, y se deslizó tras un raído tapiz que colgaba del muro y casi llegaba hasta el suelo. Allí se oyó un débil crujido de bisagras. St John Vine volvió desde el umbral de la biblioteca, desde donde había estado mirando, y apartó con decisión la colgadura, pero allí no había nadie: sólo la pared desnuda con sus habituales paneles de madera. Entonces dio tres golpecitos en la pared: una sección estrecha del muro se abrió y de allí salió Vernon Raphael.
– Estaba seguro de que encontraríamos algo de este tipo -dijo-, aunque no me gustaría permanecer durante mucho tiempo encerrado ahí. La mampostería tiene varios pies de grosor.
– ¿Por qué no me contasteis todo esto…? -dijo Edwin, visiblemente molesto.
– Mi querido amigo… porque queríamos que participaras en la ilusión. Y ahora, señorita Langton y caballeros, si tuvieran la amabilidad de volver a sus asientos, les daré una explicación completa del misterio de Wraxford antes de que pasemos a cenar.
Aún aturdida por todo lo que había visto y oído, me alegré de volver al calor de la chimenea. Mis compañeros parecían también más tranquilos, no sé si por la fuerza de la personalidad de Vernon Raphael o por la sombría atmósfera de la galería.
– El verdadero misterio, en mi opinión, es la muerte de Cornelius Wraxford, más que la de Magnus. Es evidente, leyendo entre líneas el relato de John Montague, que la se ñorita Langton ha tenido la amabilidad de permitirnos leer, que Magnus Wraxford asesinó a su tío. La cuestión es: ¿cómo?
– Discúlpeme -dijo el doctor Davenant-, pero ¿puede usted explicarnos, a quienes no hemos leído esa narración, cómo ha llegado a tan extraordinaria conclusión?
– Por supuesto -dijo Vernon Raphael, y procedió a resumir los pasajes más relevantes, principalmente aquellos que se referían al descubrimiento del secreto de la armadura, tal y como el propio Magnus lo había relatado aquella primera tarde en la oficina de John Montague-. El resultado de aquella conversación -prosiguió- fue convencer a John Montague de que su cliente estaba practicando la alquimia, y que era un lunático peligroso… Para prepararlo, en otras palabras, para su muerte inminente ocurrida en circunstancias extrañas, precisamente cuando estaba a punto de agotar las últimas reservas del capital que ofrecía la propiedad de los Wraxford. Pero John Montague jamás había visto a Cornelius, y lo conocía sólo por su reputación como un hombre siniestro y solitario. Naturalmente, estaba dispuesto a creer el cuento que Magnus había urdido para él… incluyendo la supuesta hostilidad de Cornelius hacia su sobrino y único heredero.