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Había dejado de hablar, y yo pensé que la sesión había concluido, pero entonces sus ojos, que habían permanecido cerrados durante toda la actuación, se abrieron de repente y, aparentemente, se clavaron en algo invisible que estuviera flotando sobre la mesa.

– Alma -dijo la voz áspera del capitán-, Alma hablará a través de Constance.

Todos los asistentes se quedaron boquiabiertos. El vello de la nuca se me erizó. La señora Veasey se incorporó violentamente y pareció que recobraba de pronto la consciencia y comprendía todo lo que la rodeaba.

– Señorita Langton -dijo con voz ronca-, debe hacer lo que le pide: cierre los ojos e invoque la imagen de su hermana.

Había en su voz una suerte de mandato apremiante; no podría decir si ahora estaba fingiendo o no. Cerré los ojos, sintiendo las manos temblorosas de mis compañeros sobre las mías, e intenté fijar mi pensamiento en Alma. Después de unos instantes, percibí una levísima vibración y una especie de zumbido corrió por mis brazos y atravesó mi cuerpo.

– ¡Ya siento la fuerza…! -dijo la señora Veasey-. ¿Hay alguien aquí?

«Es sólo un hormigueo… Se me habrán dormido los brazos», me dije a mí misma con temor, deseando que aquella vibración cesara de una vez. Pero me pareció que aquellas palabras brotaban en mi garganta, amenazándome con estrangularme si no las pronunciaba, y para evitar esa sensación, comencé a canturrear con la voz de Alma, tal y como lo había hecho aquella otra tarde, entonando la música de «Todas aquellas cosas brillantes y maravillosas»; lentamente, la tensión se relajó y mis manos dejaron de temblar.

– Alma -dijo la señora Veasey-, dinos por qué has venido.

Ya no había aquella desagradable aspereza en su voz.

– Por mamá -dije con aquella vocecilla.

– ¿Tienes un mensaje para tu mamá?

– Díganle a mamá… -me detuve, pensando frenéticamente-. Díganle a mamá… feliz en el Cielo. Díganle a mamá que venga aquí.

– Se lo diremos. Y… ¿te gustaría decirle algo a alguien más?

No contesté, pero volví a mi canturreo, dejando que se desvaneciera gradualmente, y unos instantes después simulé que me despertaba.

Tres días más tarde, mi madre volvió a salir a la calle con ojos soñolientos. Aunque aún no tenía sesenta años, podría haber pasado por mi bisabuela, ataviada con su raído vestido de luto, mortecino y descolorido, aferrada a mi brazo. Su expresión, cuando la miré, era la imagen del desconcierto, pero parecía extrañamente indiferente, y entonces me di cuenta de que no podía ver las cosas que yo le señalaba; sus ojos se habían debilitado tanto que su mundo no alcanzaba ahora más que unos pocos pies a su alrededor.

La señora Veasey me había dicho en privado que estaba segura de que Alma querría hablar nuevamente a través de mí, y lo que sucedió después era la prueba. Yo sentí cómo la mano de mi madre se estremecía en la mía cuando comencé a cantar con la voz de Alma, y aunque hizo más o menos las mismas preguntas, y recibió más o menos las mismas respuestas que le di en el comedor de casa la primera vez, cuando terminó la sesión estaba anegada en lágrimas de felicidad. Nos quedamos durante algún tiempo allí, hablando con el señor y la señora Ayrton, que habían perdido a sus dos hijos por el cólera, y les invité a tomar el té la semana siguiente, pensando que todo iría bien.

Y durante algún tiempo pareció que así sería. Mamá continuó obsesionada con Alma hasta el punto de desentenderse de cualquier otra cosa: se negó a utilizar gafas con la excusa de que no necesitaba ver nada. Yo estaba tan encantada de verla con otras personas que no me importó mucho que todas las conversaciones versaran sobre los parientes muertos en este mundo y los gozosos encuentros en el venidero. La Sociedad se reunía dos veces por semana y, entre una sesión y otra, yo me encontraba con la señora Veasey y me sentaba con ella en un banco frente al Foundling Hospital. Allí me fue instruyendo en las «artes mediúmnicas», siempre con la idea de que nosotras sólo estábamos ayudando a los espíritus en su cometido, y sugiriéndome mensajes que Alma podría dar a otros participantes en las sesiones. Finalmente me di cuenta de que la señora me había elegido como su sucesora, aunque nunca estuve segura de sus razones, como nunca estuve segura de si creía en lo que hacía o no: sospecho que, como yo, ella había sentido destellos de un poder, fugaz e incierto, que se derramaba sobre ella cuando menos lo esperaba.

Insistió en que había una afinidad entre nosotras; pero yo estaba convencida, también, de que además estábamos ligadas por nuestros secretos. Ninguna de las dos podía arriesgarse a desenmascarar a la otra, y en ocasiones me pregunté si no sería ésa la razón por la que me había elegido. También supe que los donativos se incrementaron notablemente a medida que se desarrollaba nuestra colaboración. Todo el dinero, desde luego, quedaba en manos de la señora Veasey, pero aunque la conciencia a menudo me martirizaba, aquella impostura no me parecía del todo malvada, sobre todo… porque lo hacía por mamá.

Nuestra Sociedad estaba lejos de ser fastuosa: se admitían a nobles venidos a menos y a respetables amas de casa, gentes en la periferia de su clase social. La mayoría de los concurrentes, incluida mamá, por supuesto, estaban deseosos -si no decididos- a creer lo que la médium les dijera, y, con la ayuda de la señora Veasey, comencé a ganarme una reputación, la cual me resultaba tan emocionante como inquietante. Confieso que disfrutaba con aquel poder que me confería la capacidad de tener a hombres y mujeres adultos pendientes de mis palabras. Y a veces -aunque nunca estuve completamente segura de ello- sentí que mi trance fingido llegaba a convertirse en un trance real. En esos casos, todos los sonidos me resultaban perfectamente audibles: el crepitar de los carbones en la rejilla de la chimenea, el débil silbido de la respiración asmática del señor Carmichael, e incluso la sangre parecía latir con fuerza en mis oídos, y entonces los sonidos comenzaban a adquirir la forma de palabras, o una especie de apariencia de palabras, como si fuera una conversación que se oye a lo lejos. Y así, cuanto más mentía, menos creía en nada que se pareciera al reino de los espíritus que nosotras invocábamos con semejante convicción.

Yo esperaba que mamá se conformara con los mensajes habituales de Alma, pero a medida que el otoño fue adentrándose y los días se hicieron más cortos, la antigua mirada fantasmal se adueñó otra vez de sus ojos. Me preguntaba cómo podía estar segura de que era Alma quien realmente hablaba en las sesiones. ¿Y por qué yo no podía invocarla en casa? Yo había intentado evitar estas preguntas insistiendo en que desde la primera vez Alma había querido llevarnos al círculo de la señora Veasey, pero mis palabras sonaron vacías incluso a mis propios oídos. Oír la voz de Alma ya no demostraba nada: mi madre quería verla, tocarla, cogerla, y puesto que había sabido por otros asistentes a las sesiones que había médiums que podían conseguir que los espíritus se hicieran visibles, comenzó a pedirme que la llevara a ver a uno de esos médiums. La señora Veasey desaprobaba ese tipo de manifestaciones: el uso del «gabinete», declaró con firmeza, era una señal segura de embuste. Pero éste no era un argumento que pudiera plantearle a mamá. Pensé entonces en idear un mensaje de Alma que hiciera referencia a aquellos versículos bíblicos: «Bienaventurados sean aquellos que no han visto y, aun así, han creído» [11], pero dudé de que aquello pudiera servir para calmar sus deseos. Así que decidí asistir a una sesión de espiritismo en la que los espíritus se manifestaran, con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera presentar una Alma convincente ante la mirada mortecina de mi madre.

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[11] Juan 20, 29. Se trata del famoso episodio de la incredulidad del apóstol Tomás.