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– Me pregunto, señorita Langton -dijo Vernon Raphael, después de que yo hubiera agradecido su amabilidad-, qué pensó usted de mi exposición de la noche pasada… Me quedé con la impresión de no le había parecido completamente convincente.

– Me pareció… me pareció que todo lo que dijo acerca de Cornelius Wraxford era muy convincente -contesté, con la esperanza de que no me preguntara nada más.

– ¿Pero…? -añadió.

Edwin le lanzó una mirada de ira, y entonces me percaté de que el resto de los caballeros estaba esperando mi contestación.

«Si no puedo ser fiel a Nell en este momento», pensé, «nunca seré lo suficientemente valiente para defenderla».

– Creo que Nell Wraxford era inocente -dije-. Y pienso que todas los datos que parecen incriminarla fueron urdidos por Magnus Wraxford… incluidas las cenizas que se encontraron en la armadura. No creo que esté muerto. -Un murmullo de sorpresa recorrió la sala-. Estoy segura de que usted despreciará mis opiniones como si fueran las imaginaciones absurdas de una mujer desocupada…

– Quizá. Podría considerarlas en esos términos -dijo Vernon Raphael- si usted no me hubiera permitido ver ciertos pasajes de la narración de John Montague. ¿Es que tiene usted otras pruebas?

– No puedo decírselo -contesté, deseando que mi voz no sonara excesivamente temblorosa-. Me he comprometido… a guardar el secreto.

– Pero… señorita Langton: si usted posee alguna prueba que demuestre lo que nos está diciendo, ¿no es su deber hacerlo público?

– No es suficiente para convencer a un tribunal, ni a ningún hombre convencido previamente de la culpabilidad de Eleanor Wraxford -dije, con la sensación de deslizarme hacia el borde de un precipicio.

– Pero esa prueba… le ha convencido a usted, señorita Langton -insistió-. ¿No puede usted decirnos por qué?

– No puedo responder a más preguntas, señor Raphael. Sólo puedo decir que mi mayor deseo es ver que se demuestra que Eleanor Wraxford es inocente.

Se produjo entonces un momento de embarazoso silencio, y luego, como si actuaran de acuerdo con una señal que nadie dio, todos los caballeros se levantaron y comenzaron a recoger sus cosas.

Me retiré una vez más a mi habitación, con la intención de quedarme allí hasta que llegaran los carruajes, pero el confinamiento me resultó insoportable. Después de estar yendo de acá para allá durante unos minutos angustiosos, decidí echar una última mirada a la habitación en la que había estado Nell. Cuando llegué al rellano, vi entre las sombras, al otro lado del hueco de la escalera, la puerta del estudio, abierta, y una figura alta que salía de allí: era el doctor Davenant. Miró hacia la biblioteca, como si quisiera asegurarse de que nadie lo estaba siguiendo, cruzó confiadamente el rellano y desapareció en el pasillo que conducía a los dormitorios. Para cuando alcancé la entrada del corredor, el sonido de sus pisadas ya no se oía.

Me detuve a escuchar en cada esquina del pasillo, avanzando tan calladamente como podía, hasta que avisté la habitación de Nell. Una luz pálida se derramaba por la puerta, ondulando en el polvoriento suelo del pasillo y, mientras yo la observaba, una sombra cruzó el suelo iluminado. Un terror supersticioso se apoderó de mí; me volví para huir, pero mi pie resbaló en algún fragmento de enlucido que se había desprendido de la pared, y un tablón de la tarima crujió ruidosamente. La sombra se oscureció y pareció elevarse sobre la pared de enfrente… El doctor Davenant apareció ante mí.

– Oh, señorita Langton… Perdóneme si la he asustado… y discúlpeme por tomarme la libertad de investigar en su casa. Ésta era, supongo, la habitación que ocupó Eleanor Wraxford…

No llevaba las lentes de cristales tintados, y sus ojos brillaron débilmente en la luz que había en el umbral de la habitación.

– Sí, señor. Ésa era.

Hizo un gesto señalando la puerta, como si estuviera invitándome a examinar algo en el interior, y dio un paso atrás para permitirme entrar en la habitación. La cortesía me impelió a obedecer, contra mi instinto, y un momento después me encontraba de pie junto a la mesa de Nell, con el doctor Davenant entre la puerta y yo.

– ¿Quería mostrarme algo, señor? -pregunté, incapaz de ocultar el temblor de mi voz.

Su rostro prácticamente se ocultaba tras el bigote y la barba, pero me pareció que había un destello de diversión en sus ojos, los cuales eran tan oscuros que el iris parecía tan negro como las pupilas. Me pregunté si aquel rasgo era consecuencia de las heridas que había sufrido.

– Las observaciones que ha hecho hace unos momentos en la biblioteca me resultan de lo más estimulantes… -dijo, ignorando mi pregunta por completo. Su voz sonaba profunda y más sonora de lo que yo recordaba-. Creo que dijo que usted tenía pruebas de que Magnus, y no Eleanor Wraxford, es el verdadero culpable, pero que se había comprometido a guardar el secreto… No he podido evitar pensar en quién puede ser esa persona a la que usted le prometió guardar el secreto.

– No puedo decírselo, señor.

– Desde luego, señorita Langton. Sólo que se me ocurrió pensar que si usted se las hubiera arreglado para encontrar a Eleanor Wraxford, el secreto estaría evidentemente justificado, puesto que ella aún debe hacer frente a una acusación que le acarrearía la pena de muerte…

El tono de sus palabras era muy cortés, e incluso indiferente, pero había un tono de burla en ellas. Enmarcado en el umbral de la puerta, parecía elevarse sobre mí.

– Está usted muy equivocado, señor.

Temía pedirle que me dejara pasar, por si decidía impedírmelo.

– Ya veo… -dijo, y su mirada se apartó de mí para fijarse en la cuna que permanecía en aquella sombría alcoba-. Y… ¿qué cree usted que fue de la niña?

Mi corazón dio una sacudida y, por un momento, apenas pude articular palabra.

– Yo no… señor, no debería usted apremiarme así… Ahora, le ruego, por favor…

– Señorita Langton, escúcheme. Su deseo de probar la inocencia de Eleanor Wraxford es absolutamente loable, pero… ¿y si está usted equivocada? Una mujer capaz de matar a su hija es capaz de cualquier cosa.

– Pero es que ella no…

– Parece usted muy segura de eso. Y yo le digo, señorita Langton, que por ocultar información está corriendo usted un serio peligro. Si está usted en lo cierto y Magnus Wraxford está aún entre nosotros, tendrá mucho interés en cerrarle la boca a usted. Y lo mismo ocurre si Eleanor Wraxford cometió esos crímenes. Pregúntese, señorita Langton, cómo el asesino de Whitechapel ha conseguido evitar que lo detengan cuando todos los hombres de Londres andan tras él… ¿no será simplemente porque el asesino es… en realidad… una mujer?

– Supongo que no me estará diciendo, señor, que Eleanor Wraxford… -dije, retrocediendo ante él.

– No, no estoy diciendo eso, señorita Langton; sólo digo que una mujer, una vez que ha matado, puede ser tan violenta como cualquier hombre… y más proclive a engañar a todos los que la rodean. Por eso es por lo que le pido que confíe en alguien experto en la evaluación de pruebas en casos criminales… en mí, por ejemplo. Todo lo que me diga, por supuesto, quedará en la más estricta confidencialidad; en realidad, me encantaría comunicarle a Scotland Yard su planteamiento… Desde luego, su nombre no tiene por qué aparecer en absoluto. En interés de la justicia, señorita Langton, y por su propia seguridad, le ruego que confíe en mí.

Su voz se había suavizado y su oscura mirada, mientras hablaba, se había clavado en mis ojos. Por un instante, confiar en él me pareció la única cosa racional que podía hacer. Aunque estaba embozada en mi capa de viaje, comencé a tiritar de nuevo… y él aún permanecía de pie entre la puerta y yo.

– Gracias, señor, pero debe excusarme ahora… Consideraré lo que me ha dicho.