– Una corriente de aire, quizá… -dijo Edwin, aunque no había ninguna corriente de aire allí.
Y algo más había cambiado: en el exterior, donde los árboles deberían encontrarse a poco más de cincuenta yardas, ahora no se veía nada en absoluto: nada salvo un vapor denso y aborregado que lamía los cristales de las ventanas.
– ¿Será capaz el cochero de encontrar el camino hasta aquí? -susurré.
– No lo sé; esperemos que levante la niebla antes de que oscurezca. Mientras tanto, podemos intentar averiguar adónde conducen esas escaleras.
Con una última mirada de preocupación en torno a la biblioteca, volvimos a la galería. Cuando Edwin ya se disponía a adentrarse por la abertura, me entró el pánico.
– ¿Y si te quedas atrapado ahí? -dije-. No sabré cómo sacarte…
– No podemos entrar juntos -dijo-, por si acaso…
– Entonces… -repliqué-, yo subiré mientras tu vigilas… Subiré un poco. De verdad: así no tendré tanto miedo…
Le arrebaté el farol de las manos y avancé un paso hacia el umbral del hueco abierto, adentrándome en una cámara cilíndrica que apenas tendría tres pies de fondo. El polvo y la arenilla formaban una gruesa película sobre el suelo empedrado. Iluminé la parte de arriba, pero sólo pude ver los giros de la espiral de la escalera.
– Tendré que subir unos peldaños… -dije.
– ¡Por Dios, ten cuidado!
Tentando cada peldaño, fui ascendiendo torpemente, temiendo tropezar con la falda. Aquel aire polvoriento sólo conseguía que me picaran los ojos. Había telarañas cubriendo los muros, pero parecían antiguas y quebradizas, y nada se movía cuando yo acercaba el farol a ellas. Pensé que así es como deben de oler las tumbas antiguas, las tumbas que permanecen cerradas durante.cientos de años, donde incluso las arañas han muerto de inanición.
Al menos había subido dos espirales completas: después, las escaleras finalizaban frente a una puerta de madera muy pequeña, abierta en el muro de modo que formaba un paso sólo lo suficientemente alto como para pasar erguido. Mi pelo rozaba el techo pétreo de la cámara. Miré las escaleras, hacia abajo, y me vi atacada por el vértigo, así que tuve que aferrarme al pomo de la puerta para evitar caerme. El pomo giró en mi mano y la puerta se abrió con un crujido.
Era una sala, o más bien una celda, quizá de seis pies por cuatro, y el techo apenas se elevaba unos dedos por encima de mi cabeza. La puerta se abría hacia dentro, hacia la izquierda, dejando el espacio justo para una silla y una mesa apoyada contra la pared contraria. Sobre la polvorienta superficie de la mesa había una licorera, una copa de vino, dos palmatorias, una escribanía con media docena de plumillas, todo ello cubierto de suciedad, y un armarito acristalado que tenía dos estantes, con treinta o quizá cuarenta volúmenes que parecían idénticos.
Aquello era todo el mobiliario, pero mientras permanecía allí observando la mesa, me di cuenta de que mi farol no era la única fuente de iluminación. A lo largo del muro, a mi derecha, había media docena de estrechas franjas de luz turbia. Quise entonces adelantarme hacia allí, y sentí una corriente de aire helado en el rostro, y me di cuenta de que aquella sala secreta y su escalera se habían construido en la anchura de la gran chimenea, con unas hendiduras de ventilación en el muro exterior.
Sólo tres pasos me separaban de la estantería. A través de los polvorientos cristales pude ver que no había indicación alguna en los lomos de los libros; eran libros manuscritos encuadernados en piel, etiquetados cada uno con un año, y ordenados en la estantería por orden, desde 1828 hasta 1866. Dejé el farol sobre la mesa, y tiré de la puerta de la derecha hasta que se abrió con un chillido de bisagras, y extraje el último volumen.
5 de enero de 1866
El duque y la duquesa de Norfolk se han ido esta mañana; deben estar mañana en Chatsworth. La duquesa me ha halagado con un gran cumplido y me ha dicho que la hospitalidad de Wraxford Hall sobrepasa todo lo que ha conocido el presente año. Sólo se quedaron dieciocho personas, que esperarán a lord y lady Rutherford el sábado. El tiempo es verdaderamente inclemente, pero los caballeros más jóvenes saldrán a montar de todos modos. Le he comentado a Drayton la necesidad de traer más champán…
Leí una anotación tras otra: todas describían meticulosamente una serie de fiestas celebradas en la mansión… que seguramente jamás habían tenido lugar. La mansión que había imaginado la fantasía de Cornelius Wraxford -¿quién si no podría haber escrito aquello?- estaba rodeada de jardines de rosas, rocallas, estanques, campos de césped para jugar al croquet y tirar con arco, todo ello atendido por un pequeño ejército de jardineros. En el gran salón de Wraxford Hall se celebraban todas las noches suntuosos banquetes, a los cuales asistía la flor y nata de la sociedad inglesa, y fabulosas partidas de caza tenían lugar en los cotos de Monks Wood. Consulté varios volúmenes más y descubrí que eran todos idénticos: un registro diario de una vida suntuosa y maravillosa que nadie había vivido, mientras la verdadera mansión se hundía paulatinamente en la ruina y la decadencia.
La voz de Edwin, amortiguada pero evidentemente preocupada, sonó seguida de varios ecos en la escalera. Yo me había dirigido directamente hacia el armario de los libros sin mirar a mi alrededor, pero entonces, cuando me volví y cogí el farol, vi un lío de ropas viejas tiradas tras la puerta.
Pero no eran sólo ropas viejas, porque había algo más allí… algo que, en vez de manos, tenía unas garras apergaminadas y un cráneo encogido no mayor que el de un niño, del cual colgaban aún unos pocos mechones de pelo blanco y lacio. La boca, y la nariz y las cuencas de los ojos estaban atestadas de telarañas…
No creo que me desmayara, pero mi siguiente recuerdo son los brazos de Edwin rodeándome y su voz tranquilizándome, un tanto preocupada, y diciéndome que todo había pasado…
– No debemos quedarnos aquí -dije, desembarazándome de él-. Imagina que alguien nos encierra…
– No hay nadie en la mansión, te lo prometo. Sí… creo que es Cornelius…
Cogí el último volumen del diario y, apartando la mirada del espantoso amasijo que había tras la puerta, le seguí con paso vacilante mientras bajábamos las escaleras; poco después llegamos a la biblioteca, que ahora me parecía relativamente cálida. En el exterior, la niebla estaba tan cerrada como antes.
– Sólo son las tres y media -dijo Edwin-. El cochero todavía puede encontrar el camino…
Pero sus palabras no sonaban como si lo creyera realmente.
– ¿Y si no…?
– Tenemos comida y carbón suficiente para pasar la noche; esperemos que no tengamos que utilizarlo.
Si tuviera que pasar la noche sola en la mansión, pensé, me volvería loca de miedo. Él añadió a la chimenea lo que quedaba de carbón… Dijo que había más en la carbonera, y atizó el fuego mientras yo le contaba lo que había descubierto, consciente en cada pausa de la expectante quietud que nos rodeaba.
– Así que Vernon Raphael tenía razón -dijo Edwin- cuando afirmaba que Cornelius no era en absoluto un alquimista.
– ¿Y respecto a la posibilidad de que Magnus lo asesinara? -pregunté.
– No, no creo… Como dijo Raphael, a Magnus no le interesaba que Cornelius desapareciera; y si se tomó todas aquellas molestias para crear la leyenda de la armadura, ¿por qué no dejó el cuerpo dentro? Tal vez Cornelius simplemente murió ahí arriba, de un ataque al corazón o de apoplejía, aunque parece una extraordinaria coincidencia… a menos que se muriera de miedo ante la tormenta. De hecho… Magnus no podía saber de la existencia de esa sala secreta: de lo contrario, habría encontrado el cadáver y se habría librado de los gastos y molestias de un proceso judicial en el que empleó dos años.