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Varios miembros de nuestro círculo habían hablado (aunque nunca en presencia de la señora Veasey) de una tal señorita Carver, cuyas sesiones se celebraban en la casa de su padre, en Marylebone High Street. Se decía que Katie Carver era muy hermosa, y capaz de invocar no sólo a su espíritu protector (un espíritu igualmente atractivo que respondía al nombre de Arabella Morse), sino a una asombrosa muchedumbre de ánimas. Solamente después de asegurarme un lugar en la sesión, y después de haber pagado una guinea (con propósitos caritativos), me percaté de que debería haberme presentado con un nombre falso. La señorita Lester, la joven que me había cogido el dinero, me mostró una sala en penumbras, amueblada, como nuestra propia sala en Lamb's Conduit Street, con una gran mesa circular, pero ricamente alfombrada. Había varias velas encendidas sobre la mesa y se veía una especie de nicho amplio en una esquina. Aquel receptáculo tenía unos seis pies cuadrados, y del techo colgaban pesadas cortinas hasta el suelo, acordonadas en la parte de atrás para mostrar que allí dentro no había nada, excepto una sencilla butaca.

Cuando se ocuparon todos los asientos (creo que habría unas quince personas), la mismísima señorita Carver hizo su aparición, y todos los caballeros se levantaron y la saludaron con una escueta reverencia. Era realmente hermosa; pequeña, espléndida en sus atributos y rubia, con el pelo trenzado y enrollado sobre la cabeza, y ataviada con una sencilla túnica de muselina. La señorita Lester nos presentó uno a uno; los asistentes iban vestidos con ropas más cuidadas y caras que los de la reunión de la señora Veasey, pero el único nombre que podría recordar es el del señor Thorne, un joven alto y rubio que se sentó en la mesa frente a mí. Algo en su expresión atrajo mi atención (¿un indicio irónico de que se estaba divirtiendo?), y vi que la señorita Carver le lanzaba una mirada fulminante cuando llegó el turno de presentarlo.

Yo ya sabía que en esas sesiones la médium se sentaba en «el gabinete», pero me sorprendió cuando la señorita Carver hizo una señal y varios caballeros (pero no el señor Thorne) la acompañaron a aquel receptáculo y observaron cómo la señorita Lester, usando algo que parecían pañuelos de seda, ataba firmemente a su señora a la silla. Se examinaron los nudos con minuciosidad y los caballeros volvieron a sus asientos; la señorita Lester apagó la luz del gabinete, corrió las cortinas, y nos pidió que uniéramos nuestras manos.

– No deben ustedes romper el círculo a menos que el espíritu se lo ordene -dijo-. Las manifestaciones representan un gran esfuerzo para la señorita Carver, y podría resultar herida si ustedes no hacen exactamente lo que se les ordena.

Entonces nos invitó a cantar «Oh, Señor, tú siempre has sido nuestro refugio» [12], cogió el candelabro y salió lentamente de la sala, dejándonos en la más completa oscuridad.

Ya habíamos cantado quizá media docena de himnos, dirigidos por una potente voz de barítono que sonaba a mi derecha, cuando de pronto me di cuenta de que había un débil resplandor en el gabinete. Aquello brillaba con un halo luminoso, rodeando el contorno de una cabeza, y parecía desplegarse hacia abajo configurando la imagen de una mujer, velada con tejidos de luz. Se deslizó fuera del gabinete y comenzó a rodear la mesa. A medida que se acercaba, yo podía ver el movimiento de sus miembros bajo el velo, y después, el fulgor de sus ojos y una apariencia de sonrisa. El efecto de aquella manifestación se puso de inmediato en evidencia en las agitadas respiraciones de mis compañeros.

– Arabella -dijo una voz masculina desde la oscuridad, a mi izquierda-, ¿vienes a mí…?

Pasó junto a mi silla, dejando tras de sí un distintivo olor a perfume (y, creo, a ser humano), acercándose cada vez más a la mesa, hasta que el hombre que había hablado quedó iluminado débilmente por el fulgor de sus ropajes; le besó la coronilla de su cabeza calva, provocando un profundo suspiro en los presentes, antes de apartarse nuevamente. Aquella figura casi había completado una vuelta a la mesa cuando pude oír una exclamación apagada y el crujido de una silla: otra luz flotaba en la oscuridad, frente a la anterior. Era una pequeña redoma radiante que iluminaba el rostro del señor Thorne mientras alargaba la otra mano y agarraba al huidizo espíritu por la muñeca.

– No hay ninguna necesidad de que forcejee, señorita Carver -dijo secamente-. Mi nombre es Vernon Raphael, de la Sociedad de Investigaciones Físicas. ¿Le importaría explicar lo que ha ocurrido a nuestros amigos?

Repentinamente, en la sala se formó un verdadero alboroto. Me soltaron las manos, las sillas se apartaron y se encendieron varias cerillas que mostraron al señor Thorne (o el señor Raphael, en realidad) sujetando el brazo de una enfadadísima señorita Carver, cuyo corsé y cuyas enaguas aparecían ahora claramente visibles por debajo de las diáfanas capas de algo que parecía ser muselina engrasada. Un instante después, la señorita Carver consiguió soltarse y rápidamente volvió al gabinete, tirando de las cortinas y cerrándolas tras ella.

Yo esperaba que los asistentes la sacaran a rastras de allí, pero en vez de eso, para mi asombro, varios caballeros apresaron a Vernon Raphael, echándole en cara su intervención, y gritándole que era un ultraje, y una violación y una completa ignominia, mientras lo expulsaban por la puerta. Impulsivamente, me levanté y seguí a los caballeros…

– ¡De acuerdo, de acuerdo…! ¡Puedo irme solo…! -oí que decía Vernon Raphael mientras los hombres lo empujaban escaleras abajo a empellones. Lo arrojaron a la calle y, tras él, voló su sombrero. Nadie en absoluto se había fijado en mí, así que me puse la capa y el sombrero que había dejado en el recibidor y seguí sus pasos por la escalera. Allí esperé hasta que oí que la puerta se cerraba detrás de mí; Vernon Raphael se alejaba lentamente, sacudiendo el polvo de su sombrero.

Cuando descubrió que caminaba tras él, me miró tristemente.

– ¿También viene usted a reprocharme mi crueldad con los espíritus, señorita… señorita…?

– Señorita Langton. Y no, no voy a reprocharle nada. Sólo quería…

Me detuve, pensando qué era exactamente lo que quería de él. A la luz del día, su pelo tenía un color pajizo, con tintes rojizos; sus ojos lucían un intenso y gélido color azul, y su rostro poseía unos rasgos ligeramente vulpinos, pero me gustó el divertido tono de su voz. Comenzamos a caminar juntos; ya era tarde y la calle estaba relativamente solitaria.

– Señor Raphael, ¿trabaja usted para la Sociedad… para desvelar fraudes?

La señora Veasey me había advertido contra la Sociedad de Investigaciones Físicas: escépticos y descreídos, así los llamaba ella, sin respeto por los que se han ido.

– Bueno… sí, en cierto sentido. Soy uno de los investigadores profesionales de la Sociedad, pero detectar fraudes es sólo parte de mi trabajo… casi una afición, en realidad. ¿Y usted, señorita Langton? ¿Qué le ha traído a usted al salón de la señorita Carver?

Una vez más deseé no haber revelado mi nombre. ¿Qué ocurriría si dirigiera sus miradas hacia Holborn? Entonces me percaté de que nosotras en realidad teníamos muy poco que temer, pues ahora yo conocía su rostro.

– Curiosidad -le dije-. ¿Cree usted, señor Raphael, que todos los médiums son unos embaucadores?

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[12] «O God, Our Help in Ages Past» es un himno basado en el salmo 90; la letra es del «padre de la himnodia inglesa», Isaac Watts (1674-1748), y la música, de William Croft (1678-1727).